Pies forzados, entrega final
Compartimos con nuestrxs queridxs lectores la última entrega de las respuestas escritas a los pies forzados literarios. No dejen de revisar las entregas anteriores y manténganse atentxs porque pronto habrá nuevos llamados a escribir y crear. Gracias a todxs lxs que participaron escribiendo, leyendo y compartiendo.
"Una noche, preocupado por sus problemas, el leñador yacía despierto en su cama.
-¿Qué será de nosotros -le preguntó a su mujer-. No tenemos para ti ni para mí: ¿cómo vamos a darle de comer a los niños?
-Hay una solución -respondió la madrastra-: mañana temprano..."
(Hansel y Gretel, en la traducción de José Emilio Pacheco
Memorias del bosque (Leandro Álvarez)
Mañana temprano visitarás al hipócrita de tu jefe y le dirás la verdad; que nadie tiene para comer. A él le importará un reverendo comino, de seguro, y te mandará a trabajar a ti y a todos tus compañeros de igual forma sin ningún remordimiento. Pero cuando llegues al bosque a realizar tus labores no habrá bosque ni puesto de trabajo, porque yo con tus hijos habremos quemado todo el bosque. Tú te harás el desentendido e irás a poner de aviso a tu jefe a su casa. Él irá confirmar tu noticia con sus propios ojos, pero justo en ese momento, nosotros con tus hijos irrumpiremos en su casa, secuestraremos a su familia, la cocinaremos, robaremos su comida y le robaremos también todo su dinero -dijo ella con emoción-.
- Jajaja, ¿de dónde sacas todos esos chistes? –respondió él con hilaridad-.
- ¿Qué no te has dado cuenta que estás encerrado en un manicomio?
- Sí, pero tengo que alimentar a mis hijos.
- ¿Qué hijos?, si tú ni si quiera existes; soy yo la que me debo preocupar de cómo maltratar a los hijos que nunca tuvimos, tú solo preocúpate de sufrir el haberme arrebatado la cordura, o sino le diré a mi papá la clase de hermano que eres.
Nunca le ladró a un estudiante. Nunca les gruñó. Nunca mostró los dientes a los jóvenes que protestaban. Pero apenas se acercaba un carabinero, se paraba firme en sus cuatro patas, preparado para atacar y defender.
"El Negro tenía su historia”, Michel Bonnefoy
El Negro Matapacos (Leandro Álvarez)
Nunca le ladró a un estudiante. Nunca les gruñó. Nunca le mostro los dientes a los jóvenes que protestaban. Pero apenas se acercaba un carabinero, se paraba firme en sus cuatro patas, preparado para atacar y defender como un verdadero líder de manada encarnando la vida kiltra de todos los que a su lado combatían. Es por eso que el Negro nunca fue un símbolo, ni mucho menos un dios, nada más ajeno de la realidad; el Negro era más bien la personificación -la perrocificación- de toda nuestra rabia, pero no solo nuestra rabia de estudiantes, sino que nuestra rabia de pueblo marginado, nuestra rabia de pueblo excluido, nuestra rabia de esa sangre mestiza azabache que sentíamos hervir por nuestras venas ante la injusticia histórica regada en nuestra tierra. Todos éramos kiltros al lado del Negro y nadie podía ser mucho más ni mucho menos, y junto a él ladrábamos con rabia y altanería a un Estado y a una Policía que irónicamente eran los únicos que encarnaban todo lo peyorativo del concepto “perro” que nos querían implantar a nosotros, que nos querían imponer a través de su histórico chantaje emocional.
Por eso, como te decía recién, no me extraña la imagen del Negro hoy en las chapitas y en las banderas en la revuelta, porque si bien el Negro murió hace ya mucho rato, los que salen a las calles saben que seguimos siendo un kiltro marginado.
¿Qué hago contigo esta noche
para que no tengas miedo?
(del poema "Fuego", Gabriela Mistral)
Pequeño Sol (Guillermo Canales)
¿Qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo? – pensaba mientras revolvía la sopa. Una semana con nosotros y ya eras parte de la familia. “La hija que nunca tuviste”, había bromeado esta mañana Leila mientras practicaba sus contorsiones. Serví los dos platos y cuchareamos en silencio unos minutos.
-Quizá ya no te siguen buscando- dije para llamar tu atención. Levantaste la vista del cuenco que aún humeaba caldo y fideos, y en tus ojos pude ver el mismo temor de aquella noche, cuando te encontramos en el camión de los caballos. Después del toque de queda era habitual ver a las patrullas sacar gente de sus casas. También escuchar gritos, golpes y disparos. Cuerpos baleados seguían apareciendo en el río y en la línea del tren, aún cuando ya había pasado un mes desde el Golpe. Lo sabías, como seguro sabías lo que pasaría si te encontraban.
Es verdad. Tenías edad para ser mi hija, pero una semana contigo en el remolque me había hecho verte como una mujer, pequeña y asustada pero mujer al fin. Pensé en lo difícil que sería para ti pasar desapercibida con ese pelo rojo que se veía desde lejos, y entonces fui yo el que tuvo miedo.
De perderte.
De no volver a verte.
Habíamos decidido retomar las funciones, dejar Concepción y recorrer los pueblos. El show debe continuar aún cuando el mundo se caiga allá afuera, y nuestra gran y colorida familia tenía que parar la olla. Dejé la cuchara en el plato y lancé la frase que masticaba.
-Marisol, ¿quieres viajar con nosotros?
Al domingo siguiente, bajo la gran carpa instalada en la Alameda de San Carlos, el payaso Solcito debutaba junto al resto de la comparsa. La peluca no fue necesaria.
La consentida (Romina Adaos)
Mi abuela tenía sed, bastaba una sola mirada de ella para darnos cuenta.
Le acerqué un algodón con agua a sus labios para empaparlos, tal como ocurre con la neblina a los cerros en el norte. Ella era la consentida tal y como la mujer descrita en la cueca. Firme y porfiada.
Alrededor estábamos todos mirándola y formando un cordel de cuerpos —tíos, primos, sobrinos, padres, hermanos, etc.—mientras ella se encontraba en el centro. Yo pensaba: “¿Qué otra cosa podíamos hacer contigo esa noche para que no sintieras miedo?”. En tanto, con sus ojos fijos solo podía mover un poco sus labios e incluso en silencio sus ojos verdes se imponían cuando otros se le cruzaban. Mi padre al otro lado de la puerta contemplaba esta escena y a diferencia de otras veces dejó de hablar. Ya no era el chiche de la fiesta como siempre, estaba mudo y ensimismado. Las guitarras sonaban como parte del bullicio que orquestaba la escena y en medio las voces se traspalaban entre las notas porque no se sabía otro modo de lidiar con el dolor sino era cantando. La familia estuvo así por horas, alrededor de la cama, riendo en medio de la tristeza inmensa de acompañarla al partir. Nos dejó en un suspiro por la noche con el cordel de cuerpos derretidos en silencio y llorando. Pero sus ojos verdes a partir de ese momento renacen en todos los árboles cuando llega el verano.
En memoria de Jacinta Olguín Q.E.P.D
Miedos (Katherine Zamorano)
Era una noche muy oscura, sin luna. De pronto sintió que podía morir mañana. El miedo lo paralizó.
-¿Qué pasa? - preguntó Carmen con su voz dulce.
Carlos no pudo moverse. Sus músculos estaba tensos y adoloridos.
-¿Que puedo hacer para que no tengas miedo esta noche? -le dijo Carmen mientras lo abrazaba con fuerza.
-¿Te acuerdas cuando nos conocimos hace unos años en Santiago? -le preguntó Carlos al amor de su vida.
-¡Claro que me acuerdo! -dijo Carmen. Y también te dije que siempre estaríamos juntos. Donde uno de nosotros vaya, el otro lo seguirá.
Se miraron y lloraron en silencio hasta que la pena y el cansancio pudieron más.
Ambos presentían que la guerra y el desierto serían los últimos testigos de ese amor.
Hay que seguir (Javier Arroyo)
Cerró la reja dando dos vueltas a la llave. El frío de la mañana se enfrentaba con la bufanda de su hermano y el abrigo de su papá. Teniendo en cuenta la situación en la que se encontraba recordó el último mensaje que leyó:
¿Qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo?
No lo respondió. Prefirió omitir una respuesta imprevista y, aún con la duda presente en su cuerpo, siguió la ruta que los pasajes le entregaban. Parecía que los postes, con su luz amarillenta, le enviaban un mensaje en código morse a través de su parpadeo. El silencio era interrumpido por el tránsito madrugador de las y los vecinos. Bolsas de basura colgadas en las rejas, pasos apurados y olor a humo eran parte del panorama cotidiano del sector.
Al salir a la avenida, entre el olor a cigarrillo y las primeras micros que transitaban, encontró algo diferente: “NOS LLAMAMOS CON CIENTOS DE NOMBRES”, decía la muralla del almacén. Un trazo firme, sin titubeo y de color negro irrumpía la mirada de quienes pasaban. De improvisto, todo se paralizó. Un sonido ensordecedor se hizo presente y nadie se movió. Un helicóptero sobrevolaba las cabezas de quienes aún soñaban despiertos.
El vendedor de gas de la esquina, abriendo el local, comentó:
Estos no se dan cuenta que ya aprendimos. Y por lo mismo seguimos.
En ese momento, decidió responder el mensaje de la noche anterior. Respirando con calma tras haberlo comprendido, escribió:
No podemos evitar el miedo. Es algo que nos va a acompañar, pero no nos debe paralizar. Hay que seguir. Nos vemos a las 8.
Solo le funcionaba un audífono. Se arregló la mochila y subió, como era tradición, a la tercera micro que pasó.
Amor (Cristóbal Hormazabal)
Los recuerdos me carcomían, por más que intentaba mantener el sueño comprendía que era un viaje hacía la indiferencia del dolor. El eco de la habitación palpitaba cada vez más, sin embargo, mi esencia se envolvía día a día entre tu silueta.
La obsesión comenzaba a merodear frente a mí, y un día sin darme cuenta ya era mi mayor aliada. Semanas, meses ya no lo sé, perdí constantemente la noción del tiempo sumergido en la botella de nuestro amor. Amaba con una fuerza insaciable la forma en que me mirabas, aún lo hago de hecho, aunque lo dudes a veces.
Siempre asemejé el amor con el odio, pero nunca creí que escucharía de tu hermosa boca esas palabras tan malditas, “te odio”. Así, esperé y aún espero entiendas que todo lo hago por ti, por nosotros. Nuestro amor traspasa toda metafísica.
Los días lluviosos han sido cotidianos en ti, y yo estoy y estaré aquí para procurar que veas la luz.
En el transcurso del tiempo tus heridas comenzaban a sanar, mientras otras nuevas afloraban. Tu mirada de sufrimiento y víctima eran puñaladas constantes en mi pecho que no lograba curar. Mientras el odio, mi fiel aliado se deleitaba con tus sollozos.
El tormento del cuarto siempre estuvo ahí, nunca nos quiso dejar. Nuestro amor rasgado por tu frialdad y mis impulsos ya no tenía vuelta atrás. Sin embargo, nunca quise lastimarte, nunca más lo haré amor mío, ¿qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo?
Sin título (Fabián Cornejo)
Fabián caminaba por los pasillos del establecimiento en dirección a la biblioteca, al entrar sintió un aroma distinto, giró su cabeza hacia su hombro izquierdo y la vio, la observó de forma disimulada, tartamudeó un poco cuando establecía dialogo con la bibliotecaria, la señora Aurora. No obstante, no le quitaba la vista a esa muchacha (de pelo largo color negro y con pecas), quien con mucha mesura y serenidad le enseñaba a los más pequeñitos. Mientras Fabián caía en algo así como una hipnosis de tanto apreciar la belleza de la señorita, la señora Aurora le volvía a repetir estamos ok, ¡estamos ok! Sí, respondió, saliendo de la biblioteca.
Cuando ya se acercaba la hora de comer, Fabián miró por la ventana de la oficina y justo ella pasó en dirección a su sala. En ese preciso momento él pensaba en ella y en su mente se escuchó “oh, se me aparece hasta con el pensamiento”. Ya casi era su hora de colación, para comer dos huevos duros, un pan y una lechuga. Tan fuerte era el deseo de saber algo de ella, que pensó en regarle uno de sus huevitos para su colación. Ella al recibir el huevito se complació y una sonrisa la delató.
Con el correr de los días, mientras los paros de profesores y manifestaciones se daban a diario a lo largo de todo el país, Fabián y Paola vivián un mundo paralelo, largas caminatas desde el trabajo hacia su lugar de encuentro: “la terraza de un cerro”, donde por primera vez ambos se besaron, se miraron, él se acercó de frente, ella levemente lo abrazó. Mientras el sol ya se entraba hacia sus espaldas, ella lo besó.
La deuda de Elena (Consuelo Herrera)
Ella, su cama y unas cuantas deudas sobre el suelo. Así podríamos definir la vida de Elena en el último año. Su celular sonaba solo para recibir llamadas molestas de su arrendataria o del banco, no podía ni quería contestar.
Pero había tomado una decisión, ese día despertó y puso la música fuerte, salió por el balcón y miró hacia afuera, las calles estaban vacías, pero a ella le agradaba eso, sentía una enorme compañía en medio del silencio.
Se vistió y salió de su departamento. El primer paso fue difícil, como miles de personas, hacía tiempo que no tocaba otro piso que no fuera el de su hogar, pero ya está, lo hizo. No quiso tomar el ascensor y corrió por las escaleras.
Tomó la micro y no pagó, no tenía cómo, así que saludó al conductor y se sentó mirando hacia la avenida, los colores de la primavera se asomaban en medio de septiembre. Cada cierto rato su estómago sonaba y le recordaba que era hambre lo que la invadía.
Llegó a la Plaza de la Dignidad, ya no tenía rayados, ni bellos mensajes como hace casi un año y ahí lo vio, estaba sentado justo donde ella creyó, el canoso poderoso miraba con orgullo cómo ya no había nada en la plaza, era un acto casi de guerra que hacía todos los meses para declarar que había vencido, pero no contaba con la fuerza de Elena.
Ella lo miró y apuntó, el canoso poderoso no supo qué hacer y tembló de miedo, un hombre la intentó empujar, pero ya era tarde, ella ya había apretado el gatillo.
“No más deudas” –pensó- “nunca más nadie tendrá hambre”.
Y sonriendo, apretó nuevamente el gatillo y se despidió para siempre del dolor de no poder llegar a fin de mes.