Trabajo doméstico y desigualdad: una historia urgente

Texto de presentación del libro ¡Sí, somos trabajadoras! Servicio doméstico y los derechos del trabajo en el Chile del siglo XX”. LOM Ediciones. Santiago, 13 de noviembre 2025

Por María Nieves Rico[1]

Discriminación, organización y demandas de derechos. Historia y presente de las trabajadoras domésticas remuneradas

“Me paro frente a ustedes con la dignidad que el Estado hasta este momento nos ha negado, como una trabajadora de casa particular”. Con estas palabras de Aída Moreno inició su presentación Ruth Olate, presidenta del Sindicato de Trabajadoras de Casa Particular (SINTRACAP) de Chile en la Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe realizada en Montevideo, en 2016.

Esa frase de autodefinición, denuncia y potencia es parte de la línea de continuidad e historicidad que el libro “¡Si somos trabajadoras! Servicio doméstico y los derechos del trabajo en el Chile del siglo XX” de Liz Hutchison, visibiliza fortaleciendo el papel de las y los protagonistas de una saga poco conocida hasta ahora.

El TDR se halla imbricado en las estructuras de poder: género, clase, raza y etnicidad, lugar de residencia y nacionalidad– y en las dinámicas de desigualdad de las sociedades latinoamericanas. Los argumentos y los hallazgos que muestra esta investigación histórica contribuyen al debate sobre la desigualdad social y de género. Incluso permiten afirmar que el TDR es un núcleo duro de la desigualdad y de la configuración de las relaciones interclase e interétnicas. Por ello, ofrece un prisma privilegiado para el análisis de los sistemas de estratificación social y distribución del bienestar y el poder en Chile.

Son muchas las aristas de la memoria y la historia de las trabajadoras domésticas en el marco sociopolítico del Chile del siglo XX las que encontramos en este necesario libro. En esta presentación solo me referiré a algunas de ellas en diálogo con algunos comentarios a la luz de nuestro propio tiempo.

En primer lugar, es destacable que en un contexto historiográfico que tradicionalmente negaba, y en muchos casos lo sigue haciendo, a las trabajadoras domésticas remuneradas la calidad de sujeto histórico y político, nos encontramos con este libro que no solo las visibiliza, sino que recoge su voz, su experiencia y su subjetividad. La memoria y el relato de las protagonistas se integra a un cuerpo de información proveniente de fuentes documentales sistematizada de manera rigurosa y crítica para dar cuenta de las huellas que han ido dejando las trabajadoras y sus organizaciones en la historia social, económica y política de Chile.

Resulta muy interesante la posibilidad de reflexionar sobre lo que la autora denomina el desplazamiento semántico de “sirvientes” a “trabajadores” en el discurso público y en la conformación de la identidad de las mujeres. El lenguaje crea realidad, a la vez que la realidad va creando habla y lengua, y también valores. Las conocidas como “trabajadoras de casa particular”, “trabajadoras domésticas remuneradas”, “la empleada”, “la nana”, “la criada”, “la asesora del hogar” e incluso “la sirvienta” (algunas denominaciones asociadas claramente a “no-trabajadoras”) tienen hoy como uno de sus lemas "Nuestro trabajo no es indigno, las condiciones son las indignas".

Resulta desafiante como muchas de las mujeres presentes en el libro pasaron de perder una identidad subalterna a construir una nueva identidad, la de trabajadoras asalariadas con derechos.

A pesar de las dificultades de medición existentes para capturar las distintas formas que asume el trabajo doméstico remunerado (“puertas adentro”, “puertas afuera”, con un solo empleador, con más de un empleador, trabajo por plataformas, con contrato, trabajo en la informalidad, jornada parcial, jornada completa) que se suman a las ambigüedades de definición, en la actualidad en Chile, el Instituto Nacional de Estadísticas estima que hay alrededor de 223.000 trabajadoras del hogar, el 86% trabajando en la modalidad "puertas afuera" y solo el 45% de ellas con un contrato de trabajo. Para muchas mujeres el trabajo doméstico remunerado representa la puerta de entrada al mercado laboral y una estrategia de sobrevivencia. Estas mujeres que ofrecen servicios domésticos en el mercado de empleo heredan la desvalorización e invisibilidad que las sociedades atribuyen al trabajo doméstico y de cuidados no remunerado que realizamos cotidianamente en los hogares millones de mujeres de todas las edades.

Leer el trabajo doméstico como un todo, ya sea remunerado o no, muestra los límites difusos que presenta la trama de género que nos habita, el eje de discriminación patriarcal y los estereotipos que afectan a las mujeres sobre todo aquellas que se encuentran insertas en esta relación laboral. La precariedad quedó en evidencia con los numerosos despidos de trabajadoras remuneradas durante la pandemia del COVID 19 y el aumento del trabajo doméstico no remunerado al interior de los hogares para todas las mujeres.

Existe claridad respecto al carácter feminizado del trabajo doméstico remunerado tanto en Chile como en el resto de América Latina y el mundo, aunque como lo evidencia Liz, no ha sido siempre así. El enfoque interseccional y de género le otorga una mirada a esta ocupación en la que el orden de género dominante y su consecuente división sexual del trabajo, el racismo en sus distintas expresiones y el clasismo operan naturalizando este trabajo como propio de mujeres preferentemente pobres, rurales, mestizas, indígenas, migrantes sin oportunidades de un empleo alternativo.

Un aporte desde el escrutinio histórico es la identificación entre 1.900 y 1.940 de la presencia dominante de trabajadores varones en las primeras asociaciones del sector. De este modo, se obtiene una visión más compleja de este trabajo, se interroga como se constituye la segmentación horizontal de género en el mercado laboral a la vez que se desmistifica y deconstruye la normalización de que el servicio doméstico es un “trabajo de mujeres”.

Otra dimensión crucial de la historia es la agencia, la capacidad de negociación, colaboración y alianzas estratégicas desplegadas por líderes y activistas de las organizaciones de trabajadores y trabajadoras domésticas para hacer llegar sus demandas por mejores condiciones laborales a la vez que denunciar la discriminación social y legal que les afectaba y reclamar derechos negados sistemáticamente. Alianzas que, en distintos momentos de la historia de Chile, van desde la Iglesia Católica (con un importante peso) al movimiento feminista y amplio de mujeres (en deuda aún con las trabajadoras domésticas), pasando por el sindicalismo (mucho menos de lo que hubiera sido esperable), y el inicio de los debates sobre el vínculo entre el capitalismo y la división sexual del trabajo de las décadas del 70 y los 90 que continúan hasta hoy.

En esa misma dirección, resalta, a pesar del aislamiento en el que las trabajadoras realizan sus actividades y que influye en las dificultades para organizarse, la capacidad de incidencia desplegada con el parlamento, algunos partidos políticos, candidaturas presidenciales y los medios de comunicación con el objeto de despertar adhesión y apoyo a sus demandas.

Con este legado, y después de décadas de luchas y conquistas de derechos reflejadas en el libro, recién en el siglo XXI con un clima político favorable para promover el logro de más derechos para las trabajadoras del hogar hubo un importante cambio de rumbo. En 2014 fue promulgada la Ley 20.786 de trabajadores y trabajadoras de casa particular y en 2015 Chile ratificó el Convenio 189 de la OIT, en el entendido que la necesidad de regular este trabajo se fundamenta en la incompatibilidad de la condición servil en la que vivían la mayoría de las trabajadoras con las características democráticas de las sociedades.

El proceso de adopción del Convenio 189 tuvo impactos positivos en el fortalecimiento de las organizaciones de trabajadoras domésticas permitiendo consolidar sus estrategias de afiliación y la extensión y cobertura de derechos.

El trabajo doméstico era, y a pesar de los avances muchas veces lo sigue siendo, asociado a labores que no producen valor agregado y que por tanto no requieren de regulación y protección estatal iguales que las otorgadas al resto de ocupaciones. Las brechas en la calidad del empleo respecto a otros trabajadores del mercado laboral son impactantes.

Como un ejemplo de ello, recordemos el caso de la jornada laboral. En Chile en los años 80, la jornada estipulada para las y los trabajadores de distintas ocupaciones era de 48 horas, mientras que la jornada para las trabajadoras domésticas era de 72 horas, con una diferencia de 24 horas semanales, en 2010 la jornada general bajó a 45 horas manteniéndose las 72 horas de las trabajadoras domésticas, aumentando la diferencia a 27 horas. Solo en 2015, se equiparó la jornada para cualquier trabajador o trabajadora a 45 horas, permaneciendo la jornada de 60 horas para las empleadas puertas adentro. En 2024 se inició el proceso progresivo de reducción de la jornada para llegar a las 40 horas semanales en 2028. Para las trabajadoras "puertas adentro", la ley no impone un horario fijo, pero sí garantiza dos días de libre disposición al mes. Como sostiene Liz en su libro, a pesar de los avances y el reconocimiento, la visión estatal sobre el trabajo doméstico remunerado sigue una lógica histórica de abordar al sector mediante disposiciones separadas o especiales.

La representación del TDR, y del trabajo doméstico no remunerado como labores no productivas, se ha traducido en una apreciación menoscabada de su contribución social y económica, así como en la subvaloración hacia las trabajadoras, que en ocasiones se acompaña de malos tratos, acoso sexual y violencia simbólica. Lejos de posiciones victimizadoras, narrativas paternalistas, y menos aún de parentescos ficticios (“es como de la familia”) hay consenso que las trabajadoras domésticas se encuentran en los estratos más bajos de la jerarquía social.

A la luz de los nuevos debates sobre las trabajadoras domésticas remuneradas como trabajadoras de cuidado directo e indirecto, no quedan dudas de su importante papel en el bienestar de las familias de clase media y alta, así como en amortizar la desigualdad de género a su interior sin redefinir por ello el contrato sexual. Se habla y repite que esta disponibilidad de “mano de obra reproductiva barata” ha sido lo que ha permitido que muchas mujeres, desde mediados del siglo XX, se insertaran en el mercado laboral desempeñando trabajos profesionales, técnicos y en empleos más jerarquizados, dando la ecuación “mujeres pobres apoyando a mujeres ricas” y muchas veces tensionando el vínculo empleadora-trabajadora.

Siendo esto una realidad, desde mi posición considero que, dada la división sexual del trabajo y el orden de género dominante que explican parte de las resistencias de los varones a participar activa y cotidianamente del trabajo doméstico y de cuidados al interior de sus propios hogares, en verdad la trabajadora doméstica remunerada reemplaza al hombre, lo que él no hace, no contribuye, no participa, o lo hace parcialmente.

Esto queda claro cuando se analizan las encuestas de uso del tiempo que evidencian que las mujeres tienen una jornada de “trabajo total” diaria, es decir en el mercado y en los hogares, superior a la de los hombres, y ni hablar de la carga mental asociada al trabajo de gestión del TD, mostrando la falta de corresponsabilidad en las obligaciones de cuidado y de mantenimiento de la vida. La falta de participación de los hombres contribuye a la transferencia de los trabajos domésticos y de cuidados de unas mujeres a otras, y a su consecuente desvalorización.

El reconocimiento del TDR como “trabajo de cuidado” tiene implicancias analíticas que permiten redimensionar sus funciones y visibilizar su importancia para el sostenimiento y la reproducción de la vida. La mirada desde la “lógica del cuidado” implica reconocer las funciones no sólo económicas, sino también sociales, afectivas y emocionales de este trabajo. Como sostenía Haydeé Birgin, la contratación de una trabajadora del hogar le permite a la empleadora la ilusión de una emancipación precaria. Pero al mismo tiempo nos preguntamos por los cuidados y las responsabilidades domésticas en los hogares de las propias trabajadoras domésticas remuneradas. En Chile, ad-portas del siglo XXI, en 1998, el Congreso finalmente otorgó a estas trabajadoras licencia por maternidad mientras las trabajadoras de otras ocupaciones gozan de un descanso prenatal y posnatal desde 1919, 80 años antes.

La mirada que ofrece este libro nos interroga sobre los sesgos y las fronteras conceptuales que han guiado la historia de las mujeres y del mercado laboral, así como sobre el análisis sociológico y antropológico en torno a las trabajadoras domésticas, incluso el realizado desde la academia feminista. Situar la resistencia y la movilización de las trabajadoras domésticas otorgándoles valor y un papel en la conformación de nuestra sociedad y en la narrativa nacional, con sus luces y sombras, nos llevan a pensar en lo colectivo, y su potencial transformador, como una única forma de conseguir y defender derechos.

Para finalizar, me quiero tomar una licencia personal. Quiero decir que no pude leer el libro de Liz sin tener muy presente a mi abuela materna, Nicolasa Vidondo Ozcariz, una niña de un pueblo de Navarra, España, que a los 12 años migró a Barcelona a trabajar en el servicio doméstico, y que a los 19 años migró a Argentina donde siguió trabajando en el servicio doméstico hasta que se casó, y a su trabajo doméstico no remunerado le sumó el atender una lechería.

 



[1] María Nieves Rico, antropóloga y socióloga. Consultora independiente en políticas públicas con enfoque de género y derechos humanos