Tercera entrega de pies forzados
La invitación de LOM ediciones a escribir y continuar un puñado de fragmentos literarios trajo consigo una variedad de narraciones breves, poemas, diálogos y reflexiones. Compartimos una tercera entrega de estas respuestas a los pies forzados y agradecemos a todxs lxs que han escrito, leído y compartido.
Cuando llegamos a Magallanes, en 1894, yo tenía 18 años de edad. ¿Por qué y cómo vine a dar a este último rincón del mundo?
“Pikinini”, José Miguel Varas
Demonios (Javier Ignacio Cortés)
Cuando llegamos a Magallanes, en 1894, yo tenía 18 años de edad. ¿Por qué y cómo vine a dar a este último rincón del mundo? Cada vez es más complicado susurrarle a esos registros yermos.
Mi padre fue uno de los chilotes que fundaron el Puerto de Porvenir el 13 de diciembre de ese año. Los otros dos fueron mi madre y yo. No hay registro de nuestros nombres en ese momento. La legión de croatas gestionó el levantamiento, pero mi padre fue el que estimuló el viaje a Porvenir en otros chilotes que lo siguieron meses después. Y fue quien comenzó con la cría de las ovejas.
Naturalmente me dediqué a esa labor ganadera, mientras Porvenir crecía como punto de comercio y de recolección de oro en la zona. Así, arreando ovejas en una mañana suavizada por el avance de los flamencos en las aguas del Estrecho, vi una figura singular en medio de esos parajes fríos.
Aquel horizonte inhóspito raras veces nos hablaba.
Allí estaba, como perteneciendo a otro plano. Alto, erguido, desnudo. De miembros recios. Su piel lisa se interrumpía con líneas y puntos que desteñían la lobreguez de su silueta. Me observaba. En medio de la llanura, me fui acercando seducido. Me llamaba. Él, un hombre de mediana edad impávido al viento. Yo, arrastrado a los límites inciertos y solitarios del mundo.
Avancé otro paso adelante y caí. Caí a un foso de agua del cual escapé aleteando desesperadamente.
El viento se había detenido.
El hombre no estaba.
Las ovejas, impasibles atrás.
Quizás la eternidad existe en la memoria de los cuadros fueguinos de mi juventud. Hoy, con 33 años, he vuelto a encontrarme el foso. Estaba seco. Pero dentro, decenas de cuerpos pintados, inmóviles.
Sí, habían vuelto a hacerlo.
Esos demonios imperecederos de nuestra historia.
¿Qué hago contigo esta noche
para que no tengas miedo?
del poema "Fuego", Gabriela Mistral)
Reflexiones de una mujer migrante (Rocío Cruz)
Llegaste con incertidumbre, sed de aventura y sin entender muy bien lo que en ese lugar pasaba. Bajo las caras prometedoras de gente amable, poco a poco descubriste a tus verdugos. Sin comprender muy bien de lo que se trataba, las caras más crudas del modelo se desnudaron frente a tus ojos, descubriendo que en ese lugar quién no era útil, pasaba a ser una carga despojada de su humanidad. Tristemente y aún joven, lo aprendiste de aquellos cercanos, que preferían guardar el alimento para quien dinero traía, argumentando que tú no tenías derecho a ese tipo de privilegios, pues dinero no tenías.
Continuó pasando el tiempo, y las noches se fueron haciendo cada vez más frías, ya el calor de quien había sido inspiradora se transformaba en desidia, dentro de tu cabeza, la pregunta retórica, ¿Qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo?, se transformó en cotidiana y recurrente, tenías miedo de quedar atrapada en ese mundo.
Algún día tendría que llegar el sol, pensabas, un sol cálido y no ese sol frío que acompañaba tus mañanas, las respuestas a tu pregunta fueron múltiples, todas buscando la calidez. Pasó el tiempo y esta no llegaba, por lo que decidiste acostumbrarte al hambre, al sueño y al trabajo duro, logrando finalmente sentirte orgullosa. Se cerró un capítulo, buscabas brillar y salir de ese anhelo interminable que algunos recién llegados llamaban esperanza. Yo ya no era recién llegada, ya llevaba mucho en ese ir y venir, y si bien no era cómodo, era desde hace mucho, lo único que conocía.
Un día sin darme cuenta, dejé de anhelar y como quien sale de una tormenta, volví a soñar.
Semillita (B. T. Franco)
¿Qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo?
Parecía ser que su robusto cuerpo y enorme estatura serían más que suficiente para poder defenderse sólo. Pero por las noches temblaba. Porque cada vez que el reloj nocturno movía a su paso la luna, el peligro se acercaba. La tranquilidad corría y corría desesperada en busca de un escondite. El rocío lloraba y lloraba por no poder evitar lo que se venía. Y él, que temblaba desde sus raíces hasta sus hojas, intentaba irse volando con viento.
No hice nada más que acostarme a su lado, ¿qué más podía hacer?
Todos sabíamos que era inevitable. El fin se acercaba. Intentaba ser fuerte y no llorar, para no asustarlo más. Y fue en la caída del sol cuando del cielo él me regaló una nueva vida: en mis manos tenía el poder de hacer crecer vida ahí donde ya no la había.
Cuando ya era la hora temible no me moví. Planté mis piecitos en la tierra y lo abracé. Lo abracé. Lo abracé.
A la mañana siguiente ya no estaba. Pero yo seguía con su regalo. Ahí donde pudiese estar a salvo lo dejé, bajo tierra. Lo alimenté con agua, sol, paciencia y amor.
Todas las noches dormía a su lado, para qué creciera sin miedo. Y un día, hasta el sol se asomó contento por ver lo que nacía de la tierra. Dos abracitos verdes se estiraron hacia el cielo, y luego me miró.
Fui capaz de revivir lo que ya no había.
¿Quién se lo iba a imaginar? (Andrea del Cármen Castillo)
¿Qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo? ¿Si estamos con esta pandemia 2020, real y consistente como pesadilla, sucediendo repentinamente, presentándose cara a cara, a menos de un metro de cada ser humano de este planeta? ¿Cómo logro desacelerar los latidos de tu corazón debilitado si no puedo controlar los míos, cada noche y cada día que son como una sola cosa? ¿Qué te digo para que duermas sin que te sobresalten visiones imposibles de retorno a casa con nuestra mamá enferma?
Con mi mente te envío señales inalámbricas, esperando que reboten arriba en el satélite, se proyecten y lleguen a tu mente expeditas, nítidas y gratas, como cuando eras un niño feliz y bailabas conmigo al ritmo de las canciones que tarareábamos. Tenías unos cachetes rojitos y redondos, que se partían con el viento frío del invierno. Con cinco años recitabas poemas de hombre grande, y declamabas con voz ronca y exaltada - ¡¿Quién se lo iba a imaginar?! Y los abuelos aplaudían sonrientes.
No puedo estar contigo hoy… declararon cuarentena y toque de queda durante la noche. Las fronteras están cerradas. Tengo poco que imaginar en estas circunstancias. Estás a miles de kilómetros, tengo que volar por sobre dos inmensos mares para llegar a ese hospital desconocido que supongo pulcro, blanco e impoluto, con pasillos iluminados, piso brillante y pasos de buenas doctoras amables y frías como la Angela Merkel.
Hermano…por favor, inténtalo, debes ralentizar la respiración a un ritmo apacible… como lo enseñan los yoguis, y olvidarte por tu bien y sólo un rato de este año nefasto, de la falta de trabajo, de los niños refugiados, de los viajeros muertos en los mares del mediterráneo, y de tus días con noches de penúltimo linyera.
Tercera parte (Constanza Gonvel)
La vida lineal siempre es aburrida y en algún momento la intensidad te atrapa. No debería sorprenderme que a mí también me ocurriera, hay cosas que no podemos evitar. Enamorarnos, por ejemplo. Primero, sentí que estaba metiéndome en un problema gratuito, de esos de los que yo solía evitar, pero permanecí ahí. No era una relación fácil, no es que las relaciones fueran fáciles, pero esta era excepcionalmente complicada, tenía todo para no funcionar y aunque los primeros meses estuvieron cargados de pasión, qué inteligente habría sido parar en ese momento, pero continuamos. Momentos enteros, momentos a medias y carencias de momentos. Entonces llegó la segunda parte, el cuestionamiento ¿Por qué seguir? ¿Qué tenía de especial? ¿Realmente valía la pena? Yo había sido tan racional hasta ese momento, luego nada tenía sentido. Sin mediar palabra al respecto, sin realizar un acuerdo, aunque con plena convicción, esperamos pacientemente. Las idas y venidas se transformaron en lo habitual, algunas sintiendo mucho, otras solo para distanciarnos un poco más. No siento culpa y tampoco culpo, qué se puede hacer cuando vimos ocurrir una tras otra situación desafortunada en frente nuestro. Parecía que el universo entero nos gritaba no. Así pasaron años, atados de manos, casi perdiendo la esperanza. La desdicha nos golpeaba cada vez que estábamos tan cerca de lograrlo. Un día decidimos parar y dejarlo todo, no podíamos seguir ansiando tanto un momento que, apenas vislumbrábamos, desaparecía como una burla cruel. Se nos estaba yendo la vida, estábamos viviendo a medias. Era necesario terminarlo. Eso hicimos, abandonamos todo. Sentíamos temor, pero anhelo cuando nos reunimos en el lugar donde tantas veces nos habíamos despedido, nos miramos y sonreímos, no teníamos certezas, así que cuando preguntó ¿qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo?, yo solo respondí estar.
Sin título. (Francisca Koppmann)
¿Qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo? Llevo observándote desde hace semanas, sé que estás asustado, estás cansado, agobiado. Temes dormirte sin saber qué pasará al otro día. Me abrazas fuerte cada noche, anhelando que amanezca, que la oscuridad desparezca. Yo te acompaño en silencio, a veces me duermo a tu lado, otras veces simplemente me siento y te contemplo. Pero no veo lo mismo. Ya no eres quien solías ser. No eres la misma persona que conocí hace años. Tus ojos te delatan, muestran ese miedo que con tanto esfuerzo intentas ocultar. ¿Ocultar de mí? No lo sé. Quizás eres consciente de lo bien que te conozco. Quizás no. Las últimas noches han sido todas iguales, llenas de temor. Tiritas mientras duermes, el sudor recorre tu cara cuando amanece, mojándome la piel y recordándome lo unidos que hemos estado siempre. Tan unidos que sé lo que piensas, lo que sientes, puedo oler tu miedo. Pero no sé qué hacer, siempre has sido tú quien me consuela a mí, quien me acaricia hasta que me duermo o me consiente en mis caprichos. Desde el primer día ha sido así, desde que me encontraste y me rescataste. Por aquel entonces era yo quien temía, era yo a quien la incertidumbre carcomía, el no saber si habría un mañana. Creo que nunca has vivido algo así y por eso te comportas de esta manera extraña. Quiero calmarte, pero no sé muy bien cómo hacerlo. Quiero decirte que sí habrá un mañana y que no debes temer. Pero, ¿qué más puedo hacer aparte de mirarte y dormir contigo cada noche? Es lo que he hecho siempre, antes tú me protegías a mí y ahora yo lo hago por ti. Pero por más que quiera, no puedo hablarte, al menos no en un idioma que tú entiendas. Puedo acompañarte, pero quizás no de la manera que tú querrías. Por eso te miro, me pregunto qué puedo hacer para que no tengas miedo, porque sé que esa fue la pregunta que te hiciste tú cuando me miraste aquella primera vez en la calle. Cuando me viste ahí abandonado y te decidiste a hablarme, a acariciarme, a adoptarme. Porque sí, soy un simple quiltro, pero, tal como tú me dices siempre, soy tu mejor amigo, y los amigos se acompañan, se quitan el miedo. Espero que esta noche sea la definitiva, aquella en la que pueda yo rescatarte. Esta noche no quiero que tengas miedo.
Sin título. (Alejandro Jeldes)
Cómo me hago cargo de hacerte sentir seguro. Me fui de casa otra vez, siempre esperando no volver, pero soy fiel, de casa, de apegos y de miedos. Vuelvo siempre, concentro la alegría de todos mis días, achino los ojos y suavizo una sonrisa. Abro la puerta y saludo de grito, fuerte y enfático. Palmerita es el primero en saltar y mover su cola, revolotea a mi lado y yo, a su ritmo, lo imito. Te saludo de beso, pregunto por tu día, qué ha pasado en el mundo, “Está la cagá, como siempre” respondes con una sonrisa. Pongo la tetera, miro el refrigerador, necesito ir a esconderme un poco. Pretendo trabajar en el computador, escribir por horas, pero la compuerta abajo de mi cama me llama, me pide que mire otra vez abajo. Desciendo rápido, prendo las luces y te veo, solo tengo preguntas retóricas para ti ¿Qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo?, ¿Cómo te protejo cuando estés arriba y yo acá abajo, esperando mi turno? Descanso de la alegría que agota. Cuando te vi subir esperaba que me traicionaras y me dejaras acá adentro, te diste vuelta y me miraste con tristeza.
Fotografía del mural de Fernando Daza por Ricardo Hurtubia, bajo licencia Creative Commons.