Después de la primera vuelta: democracia o fascismo (Primera parte)

Por Grínor Rojo

(Próximamente publicaremos la segunda parte y continuación del texto)

Preciso ahora, lo que he escrito en otras oportunidades, pero al parecer sin la suficiente claridad. Existen las democracias liberales y existen las democracias socialistas; lo que no existe, y no existe porque no puede existir, porque constituye una contradicción en términos, es una democracia fascista. Quiero decir con esto que ninguno de los dos adjetivos, “liberal” y “socialista”, contradice de suyo la significación del sustantivo “democracia”, y que las diferencias, que existen en efecto entre esos dos adjetivos, se producen por razones prácticas, de acuerdo con la importancia que cada una de las corrientes de pensamiento y sus respectivas políticas le asigna a uno o a otro de los polos involucrados. El liberalismo extremo, que hipertrofia la libertad, sobre todo la libertad económica, en desmedro de la igualdad social, y de paso también atenta contra el equilibrio ecológico, impugnándolos a ambos como un estorbo para el “crecimiento”, y el socialismo extremo, que hipertrofia la igualdad social, en desmedro de la libertad de las personas para pensar y enrumbar su destino, una actitud a la que descalifica como un pecado de robinsonismo individualista, no son equivocaciones doctrinarias sino deformidades puntuales, que tienen consecuencias graves y que deben ser abordadas y corregidas como lo que son. En definitiva, en una democracia, que se ha propuesto ser eso y no otra cosa, se puede ser más libertario o más igualitario, pero siempre que no se abandone el sustantivo común.

También, preservando el principio democrático esencial, existen modelos diversos para su actualización, desde la monarquía constitucional (por ejemplo, la británica, la española y las escandinavas) a la gran variedad de modelos republicanos (los modelos, estadounidense, francés y chileno son, en este sentido, buenos ejemplos de esa variedad, pero podrían agregarse otros). Y también pueden considerarse como formando parte de las actualizaciones las deformidades puntuales a las que me referí más arriba, la que antepone la libertad a la igualdad y viceversa. Pero el sustantivo “democrático” permanece firme en su sitio en todos los casos, como quiera que sea, por mucho que cueste retenerlo y en particular cuando se están haciendo maromas en las orillas de la transgresión. El adjetivo “fascista”, en tanto, es, en esto, el otro antagónico. Los fascistas no son liberales, no son socialistas y, sobre todo, no son democráticos e intentaré explicar por qué.

La democracia es uno de varios modos mediante los cuales se hace efectiva la soberanía, y esta consiste en la posesión y el ejercicio del poder en la ciudad, o sea en la posesión el ejercicio del poder público, en quién es o quienes son su/s detentor/es y en cómo lo emplea/n. Es este un poder que se aplica a la figuración y conducción de la polis, y que por lo tanto difiere del poder familiar u otros, aunque se registre a menudo un cierto grado de contaminación, como sucede con el pater familiae cuando su comportamiento emula al del soberano en el espacio de la casa. 

Pero soberano es solo aquel que posee el poder para imponerle su voluntad a los demás al interior de un colectivo cuya naturaleza es política. En la premodernidad, en la ciudad de la cultura premoderna, ese soberano era de ordinario una persona, era el rey (en otras oportunidades podía ser una personalidad religiosa, militar o alguna encarnación semejante, pero lo mismo daba) y, en tanto que detentor de la soberanía, a esa persona (o a sus atribuciones) se le/s asignaba/n a menudo un origen trascendental, con frecuencia divino.

En la modernidad, esto es, en la ciudad de la cultura moderna, el soberano es, en cambio, el colectivo todo, el que forman unos hombres y unas mujeres que se manifiestan dispuestos a vivir como vecinos, y el origen de la soberanía que ese colectivo posee no tiene nada de trascendental ni menos todavía de divino. En la ciudad de la modernidad, el soberano es el pueblo (ahora dicen “la gente”, pero eso es solo por un prurito de timidez asustadiza), es decir que es un colectivo en el que se reúnen los hombres y las mujeres a quienes la ley ha investido con el privilegio de la ciudadanía. Me refiero a aquellos/as que son los/las miembros en regla de la civitas moderna, cuyo estatuto lo define habitualmente el texto de la constitución nacional y cuyas exigencias, de bienes, de nacimiento, de género, de edad, de alfabetización u otras, suelen constituir un primer recorte en la semántica del término. Esos hombres y esas mujeres se han otorgado ellos/as mismos/as a ellos/as mismos/as el poder para gobernar, lo que hacen directa o indirectamente. Esto último, cuando, por cualesquiera sean las condicionantes que los fuerzan (en las comunidades modernas, su extensión geográfica y demográfica y la complejidad consecuente) se ven en la obligación de utilizar mediadores para que los representen. En ese momento es cuando los participantes en la democracia “directa” hacen mutis por el foro y entran en escena los participantes en la democracia “representativa”.  

Debo aclararle al lector de estas notas de inmediato que, tanto en las democracias ultraliberales como en las democracias ultrasocialistas, el campo de acción de los representantes, a los que en calidad de mandatarios se les ha confiado el poder, no solo se incrementa, sino que tiende a independizarse y a menudo con la excusa tramposa de constituir estos personajes una élite “experta”, científica, económica, etc., la que se declara a cubierto de objeciones, preocupados sus miembros nada más que de la especificidad de los problemas que enfrentan, y eximiéndose con dicha excusa del control de los mandantes legítimos. Al contrario de los del ciudadano común, se no advierte que los juicios de esa élite no son “ideológicos”, que son “técnicos”. En el espacio de la ciudad moderna, se trata de un recorte tecnocrático a la soberanía popular, el que aquí se consuma con el pretexto sibilino de lograr la altísima eficacia que se presume que asiste a “los que saben” por sobre la pobre o nula eficacia de “los que no saben”, todo ello con vistas al hipotético logro del bienestar universal, el de un estado de cosas que asegura un desarrollo humano pleno. 

Para diferenciarse de la manga ancha de la “teoría política clásica”, las “teorías contemporáneas de la democracia”, que en Chile estuvieron de moda entre los cómplices intelectuales de Pinochet, Jaime Guzmán el primero de ellos, y cuyo elitismo el profesor Carlos Ruiz Schneider ha criticado erudita y elocuentemente, hacen una defensa férrea de estas reducciones, mismas que, apoyándose en el argumento espurio de “proteger” a la democracia (pero, ¿protegerla de qué o de quiénes?, es lo que cabe preguntarse), producen engendros del tamaño de la constitución chilena de 1980. Pero eso no basta para desconocer que en la cultura de la modernidad la soberanía no deja de pertenecerle al pueblo; que transitoriamente puede haberle sido rebanada e incluso arrebatada por la mano mañosa de los reduccionistas, eso es cierto, pero que no por ello deja de ser suya; que el pueblo sigue siendo su poseedor legítimo, que lo es a consecuencia de las fieras luchas que ese mismo pueblo libró para que se hicieran efectivos los grandes ideales de libertad e igualdad de la historia moderna, y que puede por lo tanto recuperar su soberanía extraviada si así se lo propone. Esto significa que, habiéndole traspasado voluntariamente el pueblo a los mediadores la capacidad para que estos actúen en su lugar, y por circunstancias que podrían ser atendibles, en una democracia moderna y sana debe existir también la posibilidad de revocar tal decisión y exigir la devolución de la soberanía a sus propietarios legítimos. Y hay numerosas maneras de hacerlo, desde la rebelión revolucionaria y cruenta hasta un sistema de reglas establecidas legal y pacíficamente. 

¿Apelando a qué fundamento el pueblo moderno se autoconsidera soberano? Expliqué hace un momento que en la cultura premoderna ese derecho era individual y de procedencia heterónoma, muchas veces trascendente. En tales casos, el presupuesto ideológico era de ordinario un dios, el que habría ungido a un determinado individuo con las atribuciones soberanas. En el mundo de la cultura moderna, el presupuesto ideológico correspondiente es menos esotérico, y esto tiene como consecuencia que el poder al que da curso es inmanente, plural, autónomo y perfeccionable. Es el poder de la razón. Es decir que en el mundo de la cultura moderna el presupuesto ideológico se asienta en la capacidad que para ser sujetos de sus predicados esta les reconoce a los seres humano por el solo hecho de ser quienes son, como un elemento que sería inherente a su condición de tales, lo que los hace dueños de y responsables por lo que dicen y hacen (es más: en este contexto, la posesión de la razón es el atributo que los/las convierte a ellos/ellas personas) y que, dando un paso más, se hace extensiva al colectivo del que forman parte. 

Expande de esta manera la cultura moderna la capacidad legítima de cada ciudadano para ejercer poder sobre su cuerpo, dándole una cierta forma y conduciéndolo en una cierta dirección, al poder que ese mismo ciudadano y sus vecinos tendrían sobre el cuerpo público con intenciones similares y para fines similares. Es decir que es un supuesto fundante de la cultura y la política modernas que los ciudadanos se encuentren dotados cada uno de ellos/ellas de razón suficiente, y que a ellos/ellas esa razón suficiente les resulte posible pluralizarla, metamorfoseándose de este modo en una razón colectiva en cuyo marco el libre intercambio de ideas, la deliberación, la discrepancia, los acuerdos y los desacuerdos devienen prácticas normales. Con esto se presume que va a ser factible alcanzar un consenso de término medio para el desarrollo de la vida en común, un consenso que, aun cuando no satisfaga por entero a cada ciudadano, va a resultarles tolerable a todos. En eso consisten las ventajas y las desventajas de la democracia moderna (pongamos para estos efectos entre paréntesis las versiones arcaicas, la griega y la romana), las que, sin que por ello se transgredan los márgenes del sustantivo, son, también, históricamente perfeccionables. 

En el interior del colectivo democrático moderno, el mayor derecho le corresponderá a aquel segmento de la ciudadanía cuyas opiniones son mayoritarias, aunque en las democracias avanzadas no es raro que se les asigne también un cierto derecho a opinar a las personas del/los segmento/s “minoritario/s”, una política que a mí me parece correcta por cierto y que se puede realizar en una medida más o menos amplia. Cuando las mujeres (las que por supuesto que no son un segmento minoritario cuantitativamente, por lo que su discriminación o su subestimación son doblemente repulsivas) y los indígenas han exigido y exigen “reconocimiento”, por parte de la comunidad y del Estado, esto, precisamente, es lo que están exigiendo, a menos que ellas/ellos mismas/os desconozcan las implicaciones de la lógica en la que se apoyan, la que se halla por detrás de sus demandas. O sea, a menos que se planteen como meta de sus aspiraciones la consecución de una autonomía total e integral, justificada por el hecho de tener el grupo cuestionador una “común identidad”, lo que cambia la justicia de sus propósitos en la injusticia de los resultados dentro de una fórmula expuesta a reproducir lo mismo que cuestiona, esto es, la falta de consideración (o peor) por la diferencia. Es el inmenso despropósito que consiste en luchar por la formación de una nueva ciudad en cuyo interior los poderosos serán de una misma laya, únicos facultados para mandar, y que por consiguiente no es, no podrá ser jamás, una ciudad democrática.

Cuando esto es lo que ocurre es porque se está actuando con una lógica que dejó de ser política, me refiero a la que hace posible la convivencia inclusiva de vecinos diferentes en la polis, y se transformó en una lógica identitaria, la de una convivencia excluyente, de acuerdo con la cual los que priman son los de una misma identidad. A mí la lógica identitaria me parece comprensible e incluso aceptable hasta cierto punto, porque los seres humanos somos al fin y al cabo animales gregarios y por eso nos arrebañamos en manadas que constituyen nuestro refugio, nuestra protección y no pocas veces una cálida fuente de placer. Pertenecer a la barra del Colo Colo, ser “colocolino”, me dicen que constituye una experiencia gratificante. Comprensible y hasta aceptable, pero siempre que ello no se asuma con la pretensión de imponer esa identidad donde sea y como sea, a patadas y puñetazos si es preciso. 

Porque, a diferencia de la lógica política moderna, que, como su nombre lo indica, es la de los ciudadanos todos, conviviendo en el cuerpo de una ciudad democrática, pero que por serlo no es insensible a las diferencias, o sea que es una lógica que afecta a los vecinos del conjunto moderno transversal pero flexiblemente, la lógica identitaria es vertical, monolítica, discriminadora, inmutable y agresiva. No le gusta a la lógica identitaria los que son diferentes, sino solo los que son iguales, y por eso discrimina. Basándose en la recurrencia en las personas que constituyen el colectivo de un cierto rasgo, de ordinario una “patencia” física obvia (a veces más de una, pero con una basta), de clase, de género, de raza, de religión, etc., define, a partir de ahí, la esencia y la forma del colectivo. El régimen “político” israelí y el régimen “político” iraní, ambos de los cuales la identificación religiosa es un factor determinante para la posesión de la ciudadanía, son un par de ejemplos a mano. En el primer caso el ciudadano es judío y en el segundo es musulmán. Es así como uno de los rasgos que caracterizan a los miembros del colectivo acaba convirtiéndose en la base con que se imprime significado a la totalidad. El inciso B del primer artículo de la Ley Israelí “básica”, la que se promulgó el 19 de julio de 2018, establece explícitamente que Israel “es el Estado nación del pueblo judío”. Por su parte, el régimen iraní es una teocracia, como se sabe, en la que los que emiten las órdenes son el ayatola supremo, es decir un Líder Supremo que es omnipotente, y un Consejo de Guardianes nombrados por el Líder Supremo.

Esto es compatible con el fascismo ciento por ciento. El fascismo no es un producto de la lógica política, sino de la lógica identitaria. Más preciso: el fascismo es uno de esos excesos temibles en los que puede incurrir la lógica identitaria. En este sentido, el nacionalismo xenófobo fascista no es un capricho. Para cohesionar al grupo y a su clientela, el fascismo recurre a la inflación del rasgo nacional, al haber nacido los individuos en un mismo suelo, al tener la misma sangre, al hablar la misma lengua, el tener el mismo color de piel, en fin. Los no nacionales, es decir los que no participan del o los rasgos marcados, o son enemigos o son inferiores. Si el fascismo no los ha eliminado por completo no es por respeto a su humanidad, lo que para el fascismo es inconcebible, sino porque le sirven, porque con ellos puede ponerle una cara al otro odiado y, por odiado, útil. Que contemporáneamente se escoja a los “extranjeros migrantes” para cumplir ese papel no tiene por qué sorprendernos. 

Así, cuando el fascismo niega la democracia, cuando desprecia sus instituciones y procedimientos, es porque le está dando la espalda a “lo político”, y lo está haciendo en nombre del emocionalismo irracionalista de “lo identitario”. Sabido es que los fascistas se caracterizan a sí mismos como los campeones de la antipolítica, acusando a “los políticos” profesionales de falsos y corruptos (son “la casta”, según los llama el argentino Milei). En realidad, lo que les molesta no es la falsedad o la corrupción de los políticos profesionales, sino el deliberar y el negociar. Tampoco siento yo una simpatía muy grande por los políticos profesionales, muchos de los cuales se apresuran a ponerse a las órdenes de la horda fascista cuando esta tiene la mano de arriba, lo que estoy defendiendo es la posibilidad (y, a lo mejor, la necesidad) de “hacer política”, algo respecto a lo cual no solo los políticos profesionales sino los sujetos modernos todos tenemos o debiéramos tener tanto derechos como responsabilidades.

Con lo que quiero decir que los fascistas no están en contra de tal o cual modelo específico de actualización de la democracia, sino que están en contra de la democracia misma. No creen los fascistas en la razón, ni que esta sea una justificación para deliberar, acordar y mandar (si es que la razón existe, lo que desde ya les parece bastante dudoso). No creen que todos los habitantes de la ciudad sean “sujetos de razón” y que por eso sean “sujetos de derecho” y tengan la misma autoridad. Para ellos, el derecho y la autoridad son una consecuencia de la cantidad de fuerza que tienen algunos para introducir sus opciones en la conciencia y/o los actos de los demás, ya que para los fascistas el origen del poder no es otro que el poder mismo, y no todos han nacido con ese don o, si es que algo de ese don poseen, no es en la cantidad y la calidad suficiente como para autorizarlos a decidir y conducir. Para los fascistas, hay unos que son más fuertes que otros y, porque lo son, pueden más. Estos son los que, obviamente, merecen una cuota mayor de autoridad. 

(Próximamente publicaremos la segunda parte del texto)