Después de la primera vuelta: democracia o fascismo (Segunda parte)
Por Grínor Rojo

Pero, ¿qué o quién tira la raya?
Como vemos, se trata de una minoría que no quiere dejar de ser minoría, aunque pretenda otra cosa, aunque pretenda estarle hablando al pueblo con una voz ecuménica, aunque se autorepresente como mayoría, porque la realidad es que quienes integran ese sector de la comunidad son los menos, pero que desde su punto de vista son los “más campetentes”, y que por eso pueden hacer que sus opciones de vida sean asumidas (obedecidas) por los más, por los que presuntamente no son competentes o no lo son en la misma medida que ellos y no pueden, por lo tanto, tener opciones propias, por lo que debieran aceptar calladamente las de quienes son sus superiores naturales. Unos son los iguales, los que deciden, y otros son los desiguales, los que ejecutan las órdenes que les dan los iguales. Estos otros son las “masas”, despreciables y terroríficas, pero también maleables, de las que hablaba don José Ortega y Gasset en 1929. No es infrecuente que se eche mano para tales propósitos de la idea del “mérito”, la idea de que los superiores lo son porque lo tienen, una de las falacias que mejor se venden en la ciudad capitalista.
Pero el método general de empoderamiento fascista es y no puede ser otro que el empleo de la fuerza. Si de lo que se trata es de que los menos les impongan a los más su voluntad, y que eso tenga lugar en la ciudad moderna, es decir en un espacio cultural en el que los hombres y mujeres que lo habitan han sido dueños de sus personas y miembros activos de su comunidad desde hace por lo menos tres siglos, la tarea no es fácil.
Y, si yo he escrito que este es el “método general” de empoderamiento es porque la fuerza a la que me estoy refiriendo puede ser tanto la violencia bruta como la persuasividad embaucadora, esta la que les fabrica a los embaucados el consentimiento, por lo común manipulándolos, punzando sus emociones, sus deseos, sus miedos y sus resentimientos. Puede recurrirse al empleo puro y duro del músculo, o puede confiarse en la eficacia de los aparatos ideológicos, siendo los principales de ellos la escuela y el sistema comunicacional. Es más: contemporáneamente, sin que el ejercicio de la violencia bruta haya desaparecido (los espectáculos escalofriantes que fueron el asalto al Capitolio en Washington, en enero del 2021, y el asalto en la Plaza de los Tres Poderes, en Brasilia, en enero de 2023, lo demuestran de una manera indisimulada, para no hablar de las varias guerras que actualmente se hallan en curso) y cuando la educación pública se desprestigia y pierde terreno todos los días, el sistema comunicacional se convierte en el motor ideológico más apto. Los menos pueden lograr hoy que los más compartan sus opciones con la ayuda de las plataformas digitales.
Concluimos que el presupuesto ideológico del accionar fascista es la sin razón. O, mejor dicho, que es el reemplazo del ejercicio de la razón y sus consecuencias por el ejercicio de la fuerza y las suyas. Los contenidos específicos de la sin razón fascista varían, me refiero a los contenidos que comparten los que forman el segmento más fuerte del colectivo. Pueden ser la raza, la nacionalidad, la religión u otros de la misma calaña, pero los efectos son los mismos. En estas circunstancias, el régimen israelí no difiere del régimen iraní. Irónicamente, que Benjamín Netanyahu diga que su ejército se ha visto en la obligación de matar en el Oriente Medio a setenta mil personas para defender a la civilización occidental de la barbarie islamista, y que la constitución iraní obligue a que las leyes y reglamentos civiles, penales, financieros, económicos, administrativos, culturales, militares y políticos de ese país estén todos ellos sometidos a la doctrina del Islam, son las dos vertientes de una vesanía simétrica. Ni Netanyahu ni los ayatolas iraníes son fascistas, conforme, pero está claro como el agua que ninguno de ellos es democrático.

Las principales consecuencias ahora
Primera consecuencia: cuando en una comunidad nacional el fascismo consigue imponerse es porque en la conciencia colectiva de esa comunidad la “política” identitaria habrá sustituido a la política política, según lo expliqué más arriba. Sin adentrarme por ahora en las causas de un fenómeno que tiene características globales y que a mi juicio debiera ser el tema más importante en las discusiones sobre la política contemporánea, una de esas causas podría buscarse en el temor de los políticos progresistas de llamar a los fascistas por su nombre y en educar a las masas en el valor de la democracia. Sí, yo concuerdo con aquellos que dicen que el discurso del progreso debe atraerse el voto popular para sobrevivir, y sobre todo en este momento cuando el viejo proletariado, el ligado a la gran industria, ha decrecido cuantitativa y cualitativamente (La Central Unica de Trabajadores de Chile tiene como afiliados al 8,8% de los trabajadores del país y no todos son obreros) y aumentado en cambio el trabajador informal, el nacido bajo el paraguas del neoliberalismo, que está lleno de ganas de “emprender”, y frustrado porque sus anhelos carecen de eco. Pero eso no tiene por qué inhibir la lucha contra el fascismo, contra esos que declaran que va a solucionar los problemas económicos y sociales del país aplicando disciplina y mano dura. Por culpa de la ineptitud de los políticos progresistas para oponerse a esa simplificación morona y darle su verdadero nombre, la ciudad está perdiendo su calidad de recinto inclusivo. Se resigna a que exista una parte de la población que, compartiendo los rasgos identitarios requeridos, sea de primera categoría, y otra parte, que, no teniendo tales rasgos, quede relegada a una posición subordinada.
En segundo lugar, resurge en este escenario la figura del soberano individual, esta vez en la persona de un dirigente carismático, que no tiene compromisos con nadie y que, como ocurría con los reyes de antaño, sabe a nativitate lo que es mejor para sus súbditos. Un líder supremo, entonces, que se estaciona más allá del bien y del mal, severo, pero sabio y justo, y que va a poner orden en el caos que dejaron, como un reguero de calamidades, los políticos democráticos que lo precedieron. Es este un ser superior, que apareció en la TV o en las redes digitales y con la misión de devolverle a la ciudad la pureza y grandeza de su (mítico) pasado. Y, detrás suyo, siguiéndolo como un manso rebaño, marcha un colectivo que cree en él como si fuera Jesucristo, que lo admira y reverencia, un colectivo de gente buenísima y sin fracturas, en cuyo seno no se hallarán ni clases, ni razas ni géneros sexuales que se aparten de la norma que ha existido una e idéntica desde el principio de los tiempos. De lo anterior se sigue que cualquier oposición al líder, por un lado, y cualquier propuesta de pluralidad del poder o incluso de diversidad identitaria en el interior del colectivo que lo apoya, por el otro, además de una redundancia, sería un desatino.
Y, tercero y quizás lo más aterrador, es la necesidad absoluta que el fascismo tiene de reprimir permanentemente, de incurrir en un ejercicio obligatorio y constante de la fuerza. Esta es la única manera en que un régimen que contradice por principio la idea del ser humano que instaló la cultura moderna, la idea de un individuo que hace ya tres o cuatro siglos pasó de ser un súbdito obediente a ser un sujeto pensante, puede prosperar.
Al fascismo no le es posible prescindir de la represión, la represión es un componente sustancial de lo que es, que nadie tenga dudas a este respecto. La violencia, la real, cuya mano negra se extiende desde la cárcel al asesinato, y la simbólica, que es la de la persuasión ideológica mañosa, la de la tergiversación y la mentira, son parte constitutiva e inerradicable de su proyecto.

Y el éxito de este proyecto pasa por el despliegue del terror primero y la desmovilización del pueblo después. El objetivo mayor es por supuesto la desmovilización del pueblo, es convencer a la “gente” de a pie de que la cosa pública no tiene que ver con ellos, que no es de su incumbencia, que todo lo que ellos tienen se lo han ganado con el sudor de su frente, sin pedirle ayuda a nadie, y que por lo tanto lo mejor que pueden hacer es concentrarse en sus acciones, en el bienestar de sus personas (y, si mucho los apuran, también en el bienestar de sus familias). Se habrá alcanzado así la meta buscada, se habrá instalado en sus conciencias la paz del consentimiento. Me refiero a la renuncia al ejercicio pleno de la subjetividad (a la renuncia a la condición de “sujeto”, a la “sujetividad”, es lo que decía Bolívar Echeverría). Al cabo, en la nueva ciudad vivirán los aterrados y los otros, los que viven aceptando el terror como un remedio necesario para su protección. Y, en cuanto a los que no están contentos con dicha fórmula, a los que pretenden seguir siendo ciudadanos plenos, ellos/ellas serán neutralizados o, mejor aún, eliminados/as. El fascismo no tiene adversarios, solo tiene enemigos.
En este contexto, es casi ofensivo añadir que para los fascistas los derechos humanos, cuyo primer mandamiento es que el uso la fuerza descontrolada no debe reemplazar nunca a la potestad de ley, no son más que palabrerío. Es coherente totalmente que Donald Trump bombardee a unos supuestos narcotraficantes en el mar del Caribe, sin mostrar las pruebas del delito ni llevar a los culpables a juicio, como lo es el que él y Javier Milei desconozcan los dictámenes del derecho internacional, los de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, los de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU y los de las Corte Internacional de Justicia de La Haya. Nada de lo que tales organismos propician es de su interés. Peor todavía: lo que esos organismos propician es contrario a su interés.
Si he escrito todo lo anterior es porque en Chile estamos ad portas de una elección presidencial en la que lo que se está eligiendo no es otro gobierno, sino nada menos que la preservación de la democracia. He recordado, en otra parte, que los fascistas clásicos se hicieron del poder por la vía electoral, que en Italia y en Alemania se apropiaron del mismo debido al desconcierto de unas comunidades nacionales que fueron golpeadas severamente por la Primera Guerra Mundial, a las que los políticos de la época descuidaron de formas diversas, y que buscaban desesperadamente una alternativa a esa torpeza.
Benito Mussolini fue designado, por el rey Víctor Manuel III, con la aprobación parlamentaria, primer ministro de Italia el 22 de octubre de 1922; Adof Hitler fue designado canciller del Reich alemán por el presidente Paul von Hindenburg el 30 de enero de 1933. Es decir que ambos nombramientos, aunque hayan sido de mala gana, se hicieron dentro de la legalidad vigente en los países respectivos y con el apoyo de las masas, y esto es algo que nosotros debemos tener muy claro. Diferenciar a los fascismos por su manera de llegar al poder o por su manera de salir del poder es ignorancia.
El procedimiento fue impecable, entonces, no así su continuación, porque Mussolini disolvió el Parlamento italiano quince meses después de su nombramiento, el 24 de enero de 1924, y, todavía más enérgico y veloz que su compadre, Adolf Hitler hizo lo propio el 24 de marzo de1933, es decir dos meses después de haber sido nombrado canciller. Fue entonces cuando Hitler hizo aprobar la Ermächtigungsgesetz o Ley habilitante. Conocida como Gesetz zur Behebung der Not von Volk und Reich o Ley para el remedio de las necesidades del Pueblo y del Reich, con la que acababa con la separación de poderes y convertía a su persona en la fuente mesiánica de toda decisión.
De nosotros, de los chilenos y las chilenas, los/las que iremos a votar el domingo 14 de diciembre de 2025, depende que aquellas circunstancias oprobiosas de otros lugares y de otros tiempos no se repitan de nuevo en nuestro país, como ya lo hicieron una vez; que el emocionalismo de la lógica identitaria no se imponga por sobre la racionalidad de la lógica política; que, embutido dentro de un traje de calle y con un apellido alemán, el general Pinochet se haya escapado de su tumba y esté de regreso en un sillón de La Moneda, y que las agresiones contra los compatriotas disconformes -el silenciamiento, la cárcel, la tortura y la muerte- sean otra vez una rutina obscena.