Pies forzados, cuarta entrega

Reiteramos nuestros agradecimientos a todxs quienes respondieron a esta convocatoria de escritura. Durante los últimos días hemos estado publicando los textos que hemos recibido. Aquí pueden conocer los anteriormente publicados:

Primera entrega

Segunda entrega

Tercera entrega


"Una noche, preocupado por sus problemas, el leñador yacía despierto en su cama.
-¿Qué será de nosotros -le preguntó a su mujer-. No tenemos para ti ni para mí: ¿cómo vamos a darle de comer a los niños? 
-Hay una solución -respondió la madrastra-: mañana temprano..." 
(Hansel y Gretel, en la traducción de José Emilio Pacheco)


Sin título (Ángel Leiva)

—Hay una solución —respondió la madrastra—: mañana temprano vamos a ir a robarle una gallina al viejo de la casa roja, para tenerles algo de comer, aunque sea solo por mañana y de ahí en adelante voy a salir a buscar un trabajo; creo que en el restorán buscan a alguien. Y tú lo único que haces es estar echado esperando que alguien venga a comprarte madera. ¿Así cómo quieres darle de comer a los niños?

—Oye, pero no podemos robar… —le respondió el leñador, molesto, pensando que era una idea de lo más absurda— ¿y qué te crees además? Si te pillan, te vas presa y les dejas esa imagen a los cabros chicos…

—Bueno ¿y…? ¿Prefieres que pasen hambre a robar una gallina? ¿O te da miedo robar? Además, como si tuviera tan pocas el viejo ese… —le respondió molesta, cansada ya de su actitud cobarde o pacifista— y no creo que eche de menos una.

—No sé… pero no creo que robar sea una solución…  

—¿Y qué otra solución se te ocurre? —le dijo alzando un poco la voz, teniendo cuidado con despertar a los niños— Durante toda esta semana tuve que echarle cada vez más agua a la sopa… y para la once un pan mojado y tostado sin siquiera margarina que sea… ¿acaso quieres que terminemos comiendo pichi y caca? ¿Eso quieres…?

—¡Ya! Te pusiste tonta —le respondió acomodándose en su lecho, dándole la espalda— ¿Y sabes qué? Haz lo que quieras, pero en robar yo no te voy a apoyar.

—Tú y tus ideas de “no robaras” y esas tonteras que limitan la vida… déjame sola nomás, yo me la puedo. No necesito de un hombre para comer ni para mantener a mis hijos…

—Ya, voy a dormir mejor.

—¡CHAO!

 

Cuando llegamos a Magallanes, en 1894, yo tenía 18 años de edad. ¿Por qué y cómo vine a dar a este último rincón del mundo?
Pikinini”, José Miguel Varas

Sin título (Andrea Araya)

Cuando llegamos a Magallanes, en 1894, yo tenía 18 años de edad. ¿Por qué y cómo vine a dar a este último rincón del mundo?

Mi papá fue contratado para la mantención del faro San Isidro. La razón es menos glamorosa de lo que esperabas, lo sé. Pero ese faro marcó mi vida para siempre.
Siendo la menor de tres hermanos con varios años de diferencia, me tocaba pasar mucho tiempo al cuidado de mi abuela materna que carecía de paciencia a sus 60 años. 

Un día de abril, caminando alrededor del faro, para escapar un rato de la rutina y de la vieja, escuché una voz firme, pero muy dulce y envolvente. El sonido del viento no me dejaba seguirla. Después de un par de vueltas, la encontré.

Recitaba uno de sus tantos poemas. Me impactó verla sentada sobre el pasto mirando el mar. Tenía 29 años. Pelo largo prolijamente trenzado y pegado a la cabeza.
Me acerqué, le sonreí y me quedé escuchándola.

Escribía durante las noches y en las tardes del día siguiente el faro y el mar le daban su veredicto, decía.
Desde ese día me convertí en su tercer juez.
Fantaseaba con ser como ella, tener su pelo, sus labios, su voz. A veces quería tocarla, acercarme más. Un día apoyé mi cabeza en sus piernas. Y ella su mano en mi cabeza.
Así pasaron meses. Yo quería que así fueran todos mis días.
El 26 de diciembre de ese mismo año no apareció en el faro, al día siguiente tampoco. Y al siguiente tampoco.
No me había sentido así. Mi primer gran dolor.

Ella me abrió la puerta a la poesía como un camino de ida que me hace vibrar.
Cuando alguien me dice que no lee poesía, le pregunto: ¿Dónde está tu corazón?


Sin título (José Ugarte)

Desperté un día y estaba en otra época. "Llegaba a Magallanes, era 1894, tenía 18 años de edad. ¿Por qué y cómo vine a dar a este último lugar del mundo?", me preguntaba. Y no, no estaba soñando. Sentí esa sensación de déjà vu, de haber vivido eso antes, y mientras cavilaba en esa zona desconocida, se me vino encima un tipo fuerte todo engrasado y me encajó un combo como nunca antes me habían golpeado en plena cara, caí de bruces y sentí un líquido tibio recorriendo mi frente, sangraba... Pero, y más raro aún, no sentí dolor, no me desmayé, en un instante, miré mis manos y estaban plenas de grasas y callosidades... nada que ver con las manos de cirujano que, siúticamente, mi madre acicalaba cada vez que volvía de la clínica. Como en un acto reflejo, mientras el mocetón desdentado se aprestaba a darme el golpe de gracia con su puñal, revisé mi ropa, llevaba puesto un overol de cuero, reforzado por dentro por una gruesa capa de lana. Debajo de mi manga. ¡Oh sorpresa! Una pistola, nunca supe manipular un arma, pero una extraña habilidad adquirieron mis dedos y empuñaron de manera experta la pistola... disparé, pero la detonación desató un estruendo en el cielo, un rayo cayó sobre toda la escena. Vi un amarillo furioso en la mirada de mi rival y sin entender por qué mi lengua le dijo: "Ya demonio barato, diablo malparido, te vencí de nuevo", ahora vay a cobrar...

 

Nunca le ladró a un estudiante. Nunca les gruñó. Nunca mostró los dientes a los jóvenes que protestaban. Pero apenas se acercaba un carabinero, se paraba firme en sus cuatro patas, preparado para atacar y defender.
"El Negro tenía su historia”, Michel Bonnefoy


República y el último combate del matapacos (José Ugarte)

En sus viejas andanzas de perro patiperro, el negro matapacos pensó haberlo visto todo, mas esa noche fue distinta. Lejos de lo que muchos pensaban, matapacos no estaba muerto, vivía en París, luego de enamorarse de una fifi que lo dejó por un boxer del Parque de Príncipes. De regreso a la calle. Entonces era de noche, como las 4 o 5 am, bajaba por calle Menilmontant, después de haber disfrutado los manjares y caricias de Margarita, la cocinera del Moai Blue, que todas las noches le daba su buen mélange de pino con pollito, además de una sopita tibia con unas gotitas de vino tinto. Y antes de partir, sin que la viera el Jorge, le sobajeaba el bajo vientre con firmeza, pero con ternura. ¡Ahh, cómo se relamía de placer el mítico matapacos! Cuando sus 4 patas se aprestaban a llegar a Gambetta, se topó con un antiguo enemigo cara a cara (suena en su cabeza de perro la música de Kill Bill, esa tuuiuiannnnn tuiuiannnnn tannn). Pacofou, daba brazadas al aire con el poto adosado a su silla de ruedas, batiendo su musculosa humanidad y tratando de abusar de dos chicas que intentaban zafarse de su ataque. Eran ayudadas por un obrero que volvía a su casa luego del turno de noche, quien también sufría los embates sexuales del grandulón... matapacos no dudó un instante, saltó directo y certero al cuello, pacofou solo atinó a disparar... hoy al matapacos se le puede visitar en el Père Lachaise, al lado de la tumba de Morrison, a una cuadra de Chopin.

 

Desde la oscuridad (Nicolás Carmona)

Su madre lo dio a luz en cautiverio. Su mellizo nació cinco minutos después, pero era muy pequeño y débil. Murió antes de cumplir un día.

La madre le dio todos los cuidados que le habría dado a dos hijos. Durante los dos primeros meses estuvo siempre con ella, lo alimentó con leche materna, lo que fue fundamental para que creciera fuerte y vigoroso.  Al poco tiempo, los carceleros se lo llevaron. Lo pusieron en una celda fría y húmeda, donde había una pequeña ventana que en ciertos momentos dejaba entrar la luz del día. Por esa ventana escuchaba cómo los guardias golpeaban a su madre y la hacían sufrir. Ellos trataban de hacerla obedecer, le enseñaban cosas para utilizarla a su favor, pero ella no quería cooperar, razón por la que la golpeaban hasta hacerla llorar y gritar de dolor.

En las noches la escuchaba llorando y él lloraba con ella. Era su única forma de comunicarse, de sentir que estaban cerca.  

Un día no la escuchó más.

Los guardias le seguían llevando comida, como todos los días, pero él la rechazaba y reaccionaba con agresividad. Comenzaron a temerle. Cierto día lo golpearon, igual que a su madre, pero siendo él aún pequeño, y lo dejaron en la intemperie. Era libre, pero estaba muy débil, y en poco tiempo moriría para reunirse de nuevo con su hermano y su madre.

Antes de que eso ocurriera, una mujer lo encontró y lo llevó a su casa, dándole suficiente cariño para seguir adelante.

Ya adulto, en su paseo diario, vio a los guardias que mataron a su madre y lo atormentaron en su niñez, golpeaban ferozmente a un grupo de jóvenes.

Un gruñido provino de sus entrañas.

 

¿Qué hago contigo esta noche 
para que no tengas miedo?
(del poema "Fuego", Gabriela Mistral)

Niño perdido (Alejandra Trufello)

“¿Qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo? No has dejado de llorar y ya casi amanece. Pobre pequeño, quién ha sido capaz de abandonarte en estas calles desoladas e inmundas. Tenías los ojos muy asustados cuando viniste a pedirme que te ayudara. Estabas confundido, y no te supiste expresar muy bien”. El viejo tapa las delgadas piernas del niño con un cartón seco, y toca, con sus arrugadas y sucias manos de vagabundo, las mejillas del chiquillo, quiere cerciorarse de que no ha muerto.

“Estás tibio, pequeño”, dice mirando el oscuro callejón al sentir ruido. Algunos perros se pelean un hueso de pollo y pan duro de entre la basura. “Malditas bestias, quieren quitarme la comida”, piensa. “Pero no voy a pelear con ustedes hoy, no quiero despertar a la criatura, ha costado tanto que se quede tranquilo y pierda el miedo a estar extraviado”.

De vez en cuando mira al niño, desvalido y frágil, y se enternece. Saca de su bolsillo una botella de licor, sin quitar la vista a los perros, y bebe el último sorbo de vino, moja sus labios rotos y guarda la botella en su sucio chaquetón. Mueve la lengua por su áspera dentadura, y luego bota el aire impregnando de alcohol el vapor de su aliento.

Ya comienza a amanecer lentamente y el frío se incrementa. Es un invierno cruel y el viejo sufre. El niño da pequeños saltos y solloza nuevamente. Tenues rayos de sol se asoman entre las ventanas de los altos edificios. Mira, como las pelusas y los insectos suben por los senderos de luz, y siente algo de esperanza.

“De dónde habrá venido este niño. Pobre alma”, piensa. 

 

Sin título (Andrea Araya)

¿Qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo?
Hoy no tendrás que tapar tus orejitas para no escuchar.
Encuclillado detrás de la puerta
o debajo del umbral de la ventana.
Hoy no vendrá, hoy no habrá gritos ni heridas.
Hoy no me verás llorar.
Ya sé que antes te lo había prometido.
Sé también que no cumplí.

Hoy te leeré Las jirafas no pueden bailar,
y vas a terminar las páginas antes de darlas vuelta.
Pon tus pies detrás de mis rodillas.
Siente mi calor.
Aunque apenas quepamos en esta cama,
puede que pasemos frío.
Quizás nos dé hambre a media noche.
No te olvides que tenemos leche, huevo y pan.

Mañana cambiaré las luces, así los grises serán blancos.
No permitiré que el arcoíris desaparezca de tu mirada.
Tu inocencia es mi tesoro mejor guardado.

Mientras te abrazo guardo en silencio mi secreto:
Yo también tengo miedo.
Las imágenes me recorren como escalofríos.
Su sombra gigante, su cabeza reflejada en la pared.
Los gritos, los insultos, las gotas de saliva en mi hombro.
Tiemblo cuando cierro los ojos. Puedo oler su vapor.
Son llamas que desde el vientre suben hasta la garganta.
Muero de ganas de gritar ese fuego y quemarlo todo.

Muy pronto tendré mucho que decir y poco que callar.
Nos olvidaremos para siempre del ascensor impar,
no volverás a pedirme que te tome para apretar el 13.
Las noches nunca más serán oscuras, mi amor.
Te prometo primaveras y otoños brillantes.
Te entregaré mi corazón cicatrizado.

Hoy estamos fuera de casa.

 

Tonalidades de la noche (Sam Lizana)

¿Qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo?
¿Y qué hago por la mañana para que no tengamos frío?
La tarde no la pienso: las brasas están apagadas y los ojos semiabiertos.
La luz se lleva malos y buenos sueños, pero no se lleva los inviernos.
Y es invierno en tu piel, se te cae la nieve por el pelo.
Lo sabré cuando te vea vestida a través de la ventana,
aunque ahora pareciera que es cuando más te veo.
Es que te siento y no te siento.
Y lo siento, por dejarle al día que me cubra con su aliento.
Por suerte, ya va atardeciendo...
¿Qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo?
Y mañana… Se me habrán caído la piel y los huesos.
Y quedaré a cuerpo descubierto,
abrigada por ti.
Mi especie se me sale ahora del cerebro, porque tu presencia escapa de mi lengua, de mis dedos, de mi con-ciencia.
¿Cómo te mencionas a ti misma cuando nadie está escuchando?
¿Qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo?
De decirnos nuestros nombres.
A oscuras y en silencio. Toda tú a campo abierto.
Y mañana... me abrazo a la escarcha en la cama.
Cargo mi especie a la espalda, tu muerte antes del mediodía.
Tengo frío de ti, tú ya no me miras. Ni cuando cierro los ojos me miras.
Solo yo tengo frío.
Sola y tengo frío.

 

Sin título (Anamaría Argandoña)

¿Qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo?
Esta noche más que nunca
El miedo llegó para quedarse
Instalado en cada rincón, cada gesto
Aparentemente inofensivo, involuntario
Casual, antes impensado, neutro, irreflexivo
Esta noche, a partir de esta noche
Nada será como antes
Lo más inofensivo resultará ahora amenazante
Un mango, un tirador, una puerta, un interruptor
Una llave, todo puede esconder la amenaza de infección y muerte
Un abrazo, un beso, un apretón de manos
Una conversación frente a frente, un simple estornudo
Una tos, un tic, una reunión, una fiesta, un té entre amigas
Una comida, un asado, un restorán, un café, un lugar público cualquiera
Todo encierra el posible descalabro
Qué hago contigo esta noche para que no tengas miedo
Si yo también lo siento, nada es igual
Nada volverá a ser lo mismo
Da miedo hasta lo que era inocuo
Cada superficie, todo lo que tocas
Puede condenarte, ser tu sentencia de muerte
Lo peor es sentirse solo en estas circunstancias
Qué hago contigo, y también conmigo
Si yo siento lo mismo
Acompañar tu desesperación
Compartirla en igual medida
Esta noche y en adelante
Porque ya nada, ya nada es igual
Esta espera se prolonga
Se eterniza más allá de lo soportable
Qué hago contigo
Estar presente esta noche
Esta noche y todas las noches que vengan
Si tenemos suerte
Y sobrevivimos esto
Para que no tengas miedo
Miedo a lo intangible
Miedo a lo invisible
Miedo a la infecciosa sicosis
Miedo a contaminar el oasis de tu entorno
Miedo a caer irremediablemente
Miedo a quedar inerme, entubado
Indefenso frente a un enemigo insidioso y microscópico
Sitiado, alienado, atormentado
¿Hay vacuna contra el miedo?
¿Alguna terapia que alivie el mal?
¿Alguna inyección contra la desesperación del encierro?
¿Una tableta contra el dolor del abandono?