Quebrar la melancolía de la queja

Por Daniel Jofré, académico Instituto de Psicología UACh;
José Cabrera, académico Instituto de Psicología UACh

El filósofo Guillaume Le Blanc en su ensayo “Osar llorar” se interroga sobre el significado existencial, político y metafísico de las lágrimas, reconoce que en el acto de llorar se suprime la ilusión de control, no se trata entonces solo llorar sino de “ser llorado”. El reconocimiento de esta pérdida de la ilusión de control de las lágrimas no siempre ha remitido, como en la actualidad, a la debilidad y a lo femenino, incluso, subraya el autor, las lágrimas también detentan una potencia emancipadora. El libro “Osar llorar” traducido al español por Fedra Cuestas y publicado por LOM, está compuesto por una serie de pequeños textos que se agrupan en dos partes, la primera “Llantos solitarios”, la segunda “Llantos solidarios”, que en su conjunto componen un emocionante ensayo de 180 páginas.

La primera de estas partes ofrece una vista panorámica sobre el sentido humano que poseen las lágrimas, atravesando la vinculación de estas con el trabajo de duelo, que consiste en aceptar la pérdida de algo desaparecido, por ejemplo, una persona amada, o bien, con la tragedia que representa la negativa a consentir el trabajo de duelo, provocando una paralización del tiempo que genera una vivencia del mundo “sin futuro”. Se distinguen de esta manera, las lágrimas de los llantos melancólicos, en el sentido que Freud ofrece en su obra “Duelo y melancolía”. Le Blanc aborda entonces la permanencia que generan las lágrimas respecto de aquello que se ha perdido, las lágrimas mantienen “(…) al desaparecido en el vértigo prolongado de la aparición” (p. 34). Se observa de este modo que toda pérdida es ante todo una “prueba psíquica” que nos recuerda que aquello que se ha perdido no termina de permanecer presente pese a su ausencia. En tal caso, las lágrimas son un modo de resguardar la posibilidad de un tiempo futuro, pese a que igualmente representan la fragilidad de nuestra existencia, es decir, la imposibilidad humana de sustraerse completamente a la potencia del mundo exterior, de la vida y de la muerte. Le Blanc se adentra también en la dimensión moral que revelan los llantos, en el sentido de que igualmente nos dan noticia de la toma de conciencia respecto de una mala acción, de su disimulación o encubrimiento, y por tanto, las lágrimas también pueden dar origen al sentimiento de injusticia. De esta forma, el advenimiento del llanto es también una primera figuración de una queja que comienza a narrarse tanto para aquel que ha sufrido una afrenta como para los otros. Así, los llantos también pueden “(…) quebrar la melancolía de la queja.” (p. 49), al permitir mediante la rabia que se dirige al agresor superar la pasividad, desear salir del lamento y propulsarse a un porvenir de reparación. Punto de vista desde el cual, el autor reconoce el sentido metafísico de las lágrimas, estas permiten intuir desde la certeza de la impotencia humana, la trascendencia que permite una “(…) realidad humana humanizada.” (p. 52). Llorar es, por tanto, una potencia que supera los propios límites, pero que surge, en un primer momento, como impotencia. Se propone de este modo superar una filosofía del control que busca refrenar las pasiones, por una filosofía de la vida no soberana. Esta vida que llora, por otra parte, es de igual forma antisocial y representa, por tanto, la posibilidad de refrenar una adaptación mecánica a las normas sociales o a los mecanismos de normalización que en la actualidad tienden a tipificar patologías mentales asociadas al acto de llorar. Siendo así, emerge del llanto la posibilidad de generar las condiciones de un encuentro con otros que han sido invisibilizados por los mecanismos del poder, es decir, con aquellos que han sido puestos en un lugar social en el cual sus lágrimas no cuentan. Se proyecta de este modo, desde las lágrimas, la posibilidad del levantamiento, en el sentido que G. Didi-Huberman reconoce la potencia de los pueblos para luchar contra las injusticias, dando cuenta de la posibilidad de un nuevo futuro compartido.

En la segunda parte, el libro se interroga sobre las posibilidades colectivas y políticas del llanto. En tal sentido, el llanto es incorporado dentro de los márgenes del reconocimiento, en tanto asume la función de una demanda que transita desde la deploración –la queja por el mal sufrido– a la imploración –la transformación de la queja rumiada individualmente en clamor que se expresa en el espacio público–. El despliegue del llanto en el ágora es una demanda dirigida a la polis, un llamado que pretende exponer las disimetrías entre un poder de aniquilación y la impotencia de las víctimas, quienes, solo premunidos por el poder de implorar, se apropian de la potencia que les otorga la denuncia a fin de dar cuenta de la injusticia de la que han sido objeto. Es en este sentido que Le Blanc sitúa el llanto como el punto de origen la justicia, en tanto este transmuta la experiencia de pérdida en denuncia, abriendo así el espacio de instanciación para la tragedia, una vía en que lo “patético es la ruta hacia lo político” (p. 148). Será a través de la figura de Antígona que Le Blanc explorará la potencia de las lágrimas frente a la potestas, el lugar de la autoridad capaz de infligir el dolor de la injusticia. Enfrentada a la ley de la ciudad Antígona responderá con la potencia de sus lamentos, una forma de llorar que deja de concernir solo a la doliente hermana que brega para ofrecer sepultura a su hermano, ya que adquiere la capacidad de desgarrar la soberanía del poder vigente. Vemos así que la afectación del doliente no es una condena de impotencia, ya que ella es también la fuente de un afecto político fundamental: la rabia. Esta es para Le Blanc una forma de sublevación de las lágrimas, una respuesta ante la ausencia de reconocimiento que amenaza al llorador(a). El no reconocimiento de las lágrimas resultaría en el borramiento de la significación política, social y moral de los lloradores, lo que Le Blanc interpreta tanto como una eliminación de los sobrevivientes, pero también como la creación de un complejo melancólico que se introyecta desde el campo social en el espacio psíquico de los dolientes.

Lo que está en juego en el reconocimiento de valor colectivo del llorar es la posibilidad misma de lo humano, en tanto constituye una forma de atravesar los límites que impone una alteridad que segrega entre las vidas que quedan dentro de los márgenes de lo humano de aquellas que son arrojadas fuera de sus lindes; llorar por la vida de los otros, ser contagiado por el llanto de aquellos que han sido arrojados más allá del umbral de la visibilidad y la existencia social, es un modo de recuperar esas vidas liminares, esas existencias amenazadas por el proceso deshumanizador que supone la ausencia de llanto y duelo al que son expuestas. Si lo humano vuelve a comparecer en el acto de un llorar colectivo que reconoce la injusticia y devuelve a las vidas segadas al espacio del reconocimiento, entonces las lágrimas son para Le Blanc la posibilidad de sostener una potencia capaz de inventar un futuro, una forma de abrir una senda que permita escapar a la melancolía insondable de un duelo sin duelo, un duelo doble ya que implica una pérdida inicial causada por la injusticia, pero también una pérdida posterior que recae sobre todo el cuerpo social cuando se niega la posibilidad del llanto y la conmemoración de las víctimas.