Las lágrimas de la humanidad y la búsqueda de justicia*
Por Fedra Cuestas
El filósofo y escritor Guillaume Le Blanc es profesor de Filosofía Política en la Universidad de París Cité y miembro del Institut Universitaire de France. Su obra, traducida a varias lenguas, entre ellas al español, se centra en la cuestión de la crítica social. Entre sus textos se ocupa de investigar la vida atravesada por las normas. Apoyándose en la obra de Michel Foucault, profundiza sobre las relaciones de poder, la sujeción producida por la normalización y la resistencia a partir de la cual pueden surgir nuevas subjetividades. Distingue los conceptos de fragilidad, precariedad, exclusión y el lugar que ocupan las vidas que pueden ser calificadas mediante esos términos, en los intersticios y los umbrales de las redes del poder. Entre ellas se interesa por diversas figuras que recoge en sus libros. A modo de ejemplo podemos nombrar: los SDF (sin domicilio fijo), los extranjeros, etc. En esta ocasión la figura que atrae su atención es la del llorador y la lloradora, vidas atravesadas por el sufrimiento que produce un duelo. Si bien menciona que las causas de una pérdida pueden ser múltiples, se adentra en aquellas causas de orden social y político. A partir de allí hace ver el potencial político del llanto.
En el presente texto, Guillaume Le Blanc hace una arqueología del llanto indagando sobre las lágrimas de Aquiles, Antígona, Príamo, Proserpina, Juana de Arco, los pueblos indígenas sometidos a desplazamientos forzados en Estados Unidos, las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo durante la última dictadura en Argentina, las viudas de Sudáfrica en la Comisión de Verdad y Reconciliación, los padres de niños que mueren hoy en Palestina, entre otros fragmentos de relatos personales, o situaciones correspondientes a su propia historia familiar, o hechos ocurridos a cercanos y lejanos, incluso de lo que nos dice una obra de arte, o de lo que el cine documenta y hasta transmite a través de una ficción, el autor va extrayendo una filosofía a partir de las lágrimas. Esas pequeñas gotitas pueden contener desde el malestar por un disgusto individual pasajero, hasta el dolor que aqueja a un pueblo, o los traumas que marcan a la humanidad. Una a una forman el llanto, tal como los llantos de uno pueden sumar los llantos de los otros y conformar un mar de lágrimas. Pero nadie quiere bañarse en un mar de lágrimas, por eso los llantos mueven y remueven hasta captar en qué consiste el mal, lo cual abre las puertas a la posibilidad de intentar salir de él.
Tal como lo demuestra el autor, nunca decidimos llorar. No elegimos cuándo aparecen nuestras lágrimas. Haciendo un paralelo entre lluvia y lágrimas, el lenguaje nos muestra que ellas se precipitan solas. Así como podemos decir «se largó a llover», decimos «se largó a llorar». En ambos casos, ese precipitar incontrolable es señal de mal tiempo. Guillaume Le Blanc nos muestra justamente que los llantos son una señal que nos permite identificar el mal.
Pero quien se larga a llorar no puede controlar si la precipitación será solo una llovizna, una tormenta de verano o las prolongadas lluvias que tenemos aquí en el sur. Nadie quiere seguir llorando, pero a veces no se puede parar de llorar. Quien llora quiere dejar de llorar, porque quiere dejar de sentirse mal. A veces los llantos se secan en el desconsuelo. Aparece una queja, que toma la forma de reproche circular. Otras veces los llantos se transforman en una demanda formulada a un tercero. No todos los llantos son iguales, el autor distingue un llorar que es deplorar, de un llorar que es implorar.
Todo mal hiere, fragiliza y mueve a formular una queja, que es el discernimiento de una injusticia. El mal hace llorar. Deplorar es paralizarse en la queja. Implorar es reclamar con llantos. Cuando los llantos son ignorados, la humanidad del llorador o la lloradora son negados. La persistencia de las lágrimas es una forma de resistencia frente al poder de aniquilamiento, es dar valor a quien llora y a lo que se llora.
Las lágrimas van desde el abatimiento a la sublevación. El autor entiende que el trabajo de las lágrimas es el de sobrepasar la deploración inicial, para que la imploración pueda mover a la lloradora o al llorador a formular una demanda de justicia. Según Le Blanc nos hace ver, el drama de la injusticia trata sobre una pérdida ilegítima. Los llantos son el discernimiento de la injusticia mientras ocurre.
Implorar es demandar reparación sabiendo que esta es imposible. Se llora una pérdida que no se puede recuperar. Pero se puede restaurar la justicia revalorizando a las y los lloradores, a fin de evitar nuevas pérdidas.
Decíamos que los llantos se largan cuando y donde se impone un mal tiempo, y no siempre podemos dejar de llorar. No podremos dejar de llorar en tanto el mal no cese en su acción y la justicia no sea restaurada. No basta con que acabe el mal tiempo, este tiene que ser objeto de una memoria crítica que lo cuestione y conduzca a una condena social para que no vuelva a repetirse.
No decidimos cuándo comenzar o acabar de llorar. Esa ingobernabilidad del llanto lleva a que el autor distinga el reír del llorar. Podemos reír de otros y llorar por otros. La risa de otro apunta hacia la normalización de quien o quienes son objeto de burla. Esa risa distingue, discrimina, margina, sanciona. Por el contrario, es la solidaridad lo que convoca el llanto por otro.
El texto distingue dos partes, la primera destinada a llantos solitarios y la segunda reservada a los llantos solidarios. Si bien cuando necesitamos llorar muchas veces buscamos lugares solitarios, nunca queremos estar solos cuando algo nos hace llorar. El nudo central del libro visibiliza que todo llanto es una demanda al otro de que los llantos cesen, pero que terminen porque una transformación en el mal que los causó, ya no hace llorar. Esa demanda es nuestra primera manera de comunicarnos: el bebé llora porque se siente mal
(tiene hambre, frío, está incómodo) y demanda que el malestar se transforme en bienestar. Si su demanda es escuchada y los cuidados adecuados producen un cambio, los llantos se vuelven innecesarios. Pero la impotencia frente al mal los hace reaparecer en cualquier lugar y en cualquier momento de la vida.
Disfrazamos los llantos con mil vestidos y velos que los encasillan en asignaciones de género, los infantilizan, los reprimen y descalifican, sin ver lo que los llantos dicen. Esa ceguera impide dimensionar el llanto en su potencial político y de transformación social. Es tanto el esfuerzo por reprimirlos y desvalorizarlos, que no podemos valorarlos en su justa medida. Se visibiliza al llamado «llorón», se lo manda a llorar al campito o bajo las faldas de su mamá para ocultar su demanda, o se califica de locas a las «lloronas» para desacreditar el mensaje que trasmite su llanto. El llanto en el campo, internalizado bajo las faldas o internado en el clásico encierro de la locura, está fuera del alcance de la ley. De ese modo se intenta borrar la demanda de justicia que el llanto manifiesta.
Y si no siempre notamos la demanda que porta el llanto, menos aún sabemos interpretar lo que anuncia. El autor nos advierte, haciéndonos audibles los llantos de los elefantes, cuánta destrucción podríamos evitar y de cuánta violencia podríamos protegernos si fuéramos capaces de escuchar llorar. ¿Cuántas violencias consentidas por cómplices pasivos se ampararon en desoír lloriqueos tomados como irrelevantes que terminaron por ahogar vidas? O al contrario ¿cuántas vidas sometidas a condiciones inhumanas pudieron salvarse por escuchar sus llantos a veces manifiestos y otras veces contenidos?
Es que tanto las lágrimas de cocodrilo, fingidas con intenciones criminales, como los llantos desoídos de los elefantes que expresan temor frente a una violencia inminente dan cuenta de la humanidad, con lo inhumano y lo humano que hacen parte de ella. La humanidad también está compuesta por el guardia de un campo nazi, que solo setenta años después de haber cometido el crimen por el cual es juzgado, reconoce mediante lágrimas el mal al escuchar los testimonios, así como por los testigos que recobran la humanidad que les había sido enajenada, al poder decir en un tribunal lo que antes había sido silenciado. La humanidad abarca lo inhumano que deshumaniza y los llantos dan cuenta de ello.
Este texto nos habla de la humanidad y la deshumanización. La deshumanización causa llantos, pero los llantos son humanos y reafirman la humanidad frente a los intentos de deshumanización. En tanto demanda, ellos buscan restaurar la humanidad perdida a causa del mal sufrido. Pero esta demanda no se dirige a quien causó el daño. Tal como Antígona, quien se dirige al coro y no a Creonte, otras Antígonas como las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo exponen su pesar frente al pueblo. La demanda que las lágrimas expresan siempre va dirigida a una comunidad de testigos, convocando llantos solidarios.
La traducción del texto me evoca mi vida recordada solo en clave de llantos, o los llantos significativos que marcaron mi vida. Me reconozco riendo hasta llorar en momentos de felicidad y llorando de dolor por pérdidas irreparables. No es mi propósito referirme aquí a mis llantos solitarios. Pero entre mis llantos significativos parecería no encontrar en este libro lugar para ubicar llantos colectivos de emoción que vertí, en variadas ocasiones, junto a muchos otros. Puedo evocar algunos. Me recuerdo en Córdoba, abrazada con mi tía Inés, llorando de emoción el 10 de diciembre de 1983, por la recuperación de la democracia en Argentina. Recuerdo también haber llorado de emoción, junto a montones de latinoamericanos, quienes acudimos a la Plaza del Sol en Madrid en 1998, apenas supimos sobre la detención del dictador chileno en una clínica en Londres. Otra vez en Córdoba, ahora en octubre de 2016, en esa ocasión junto a mi tío Eduardo, recuerdo haber compartido lágrimas de emoción con una multitud
que llenaba las calles de la ciudad desde el Tribunal Oral Federal No 1, hasta la Ciudad Universitaria, pasando por el Parque, en el momento en que se escuchaba la sentencia de la megacausa La Perla-Campo de la Rivera. Y de vuelta por estas tierras donde habito, aquí en Chile, siento una mezcla de emoción y frustración por el recuerdo de las lágrimas de emoción que se me cayeron ante la imagen de Elisa Loncon y Jaime Bassa al iniciar la convención constitucional. Todas esas lágrimas de emoción pueden ser calificadas en subcategorías. Ninguna de ellas puede ser catalogada como lágrima de duelo. En el primer recuerdo había lágrimas de alegría; en los siguientes, lágrimas de alivio y tranquilidad por sentir que se logra justicia; en el último, las lágrimas del momento fueron de esperanza. La frustración por la esperanza perdida a la que se encadena ese recuerdo, es debida a que la justicia no logró restablecerse. Esa frustración sí conlleva un duelo. Pero las lágrimas de emoción no son lágrimas causadas por una pérdida, sino por una recuperación: la democracia, la justicia, la
esperanza...Veo entonces a través de ellas que en realidad las lágrimas de
emoción son siempre lágrimas solidarias compartidas. En estos casos son lágrimas compartidas por quienes creen justo restaurar la justicia y tienen la esperanza de lograrlo. Y es justamente un recorrido de esas lágrimas en búsqueda de justicia de lo que trata este libro.
*Prefacio del libro Osar llorar, de Guillaume Le Blanc. Traducido por Fedra Cuestas, profesora del Departamento de Ciencias Sociales, Universidad de Los Lagos.