Gilma Camargo. Un perfil de una abogada muy pobre que venció al Pentágono
por V.A. Mojica
Hoy 20 de diciembre se cumplen 35 años de la invasión de Estados Unidos a Panamá. Por ello compartimos el perfil de Gilma Camargo, abogada defensora de los derechos humanos de las víctimas de la invasión, para nunca olvidar este suceso que marcó la historia de toda América Latina.
Diez mil doscientos veinte días después de haber presentado una denuncia contra Estados Unidos por los crímenes ocurridos durante la invasión a Panamá en 1989, Gilma Camargo, y unas sobrevivientes del ataque, se abrazarían y llorarían en la casa de la abogada porque le habían ganado al imperio. La defensora de los derechos humanos que jamás llora en público, lloró frente a ellas. Hacer justicia para otros sería el acto más bello que puede experimentar una mujer que se dedica a restaurar escombros humanos.
Del otro lado del teléfono una enfermera angustiada repetía: «hay demasiados muertos aquí». El terror se escuchaba muy próximo a más de siete mil kilómetros de distancia. Antes llamó a su abuela, que le dijo, tirada en el piso de su casa, que escuchaba a los aviones y a las tanquetas atacando a sus vecinos. También llamó a una tía que vivía en la ciudad de Colón, pero estaba desaparecida. Panamá ya era cenizas. Estados Unidos los había atacado con miles de soldados y con el armamento más sofisticado y brutal que tenían para capturar a un dictador de su confianza que dirigía uno de los ejércitos más pequeños del hemisferio. Gilma Camargo estudiaba en la Escuela de Derecho de la Universidad de la Ciudad de Nueva York y era reportera en WBAI, una radio comunitaria de esta capital. Indignada preparó un reporte sobre la masacre para la radio y marchó a la universidad porque tenía clases. Apenas salía el sol.
Algunas fosas comunes desaparecen con el tiempo. Gilma Camargo, José Luis Morín, un abogado puertorriqueño que presentó el 10 de mayo de 1990, en la Organización de los Estados Americanos (OEA), la denuncia contra Estados Unidos por la invasión a Panamá, y un ex colaborador del General Manuel Antonio Noriega, un contador de las extintas Fuerzas de Defensa, buscan una tumba que sigue oculta en un cementerio en Pacora, una comunidad ubicada a unos cincuenta kilómetros de la Ciudad de Panamá que habitan sobrevivientes de la masacre. Los muertos los escondieron en fosas clandestinas que desconocemos, otros —se piensa— fueron arrojados al mar, otros tantos fueron ubicados en necrópolis, apiñados en agujeros, en bolsas, unos encima de otros. En 1995 unos forenses argentinos visitaron este cementerio para dejar constancia de la brutalidad del ejército norteamericano, pero no fue posible excavar porque las autoridades panameñas retrasaron la búsqueda y cayó una lluvia muy fuerte. El cementerio se ha expandido con el incremento natural de muertos lo que dificulta precisar el lugar de la fosa común. El colaborador de Noriega señala distintos lugares; Gilma Camargo piensa que están cerca a un árbol, en una esquina del cementerio. «Por el tamaño del hueco —dice— en esta fosa muy bien caben unos cien cuerpos».
La activista es hija de una generación de panameños que creció entre golpes de estados y asesinatos estudiantiles. En 1964 acompañó a su madre, Lucila Camargo, al aeropuerto porque se iría a trabajar a Estados Unidos por una crisis política. La abogada —que también tiene una licenciatura en Estudios Internacionales de la Universidad Friends World College— tenía seis años y jamás olvidó ese adiós forzado. «Yo estaba llorando mucho y me dijo que me iba a traer cosas muy bonitas». Ese año, un 9 de enero, las tropas de Estados Unidos mataron a veintidós estudiantes panameños que intentaron izar la bandera del país en la «Zona del Canal», un enclave cedido a perpetuidad en 1903 a los norteamericanos, que era más grande que la ciudad de Los Ángeles, que la ciudad de Nueva York, que la ciudad de Barcelona y que rodeaba el peaje para barcos que construyó Estados Unidos a inicios del siglo XX en Panamá. Desde ese momento, su abuela, Gilma Gladys Woolnough, una negra de ascendencia africana, que trabajó de lavandera para los americanos, se convirtió en su guía. Su abuela le enseñó a defender su color de piel, a defender su nacionalidad y a trabajar para otros. Fue con ella que presenció el racismo de la época y el ascenso de Omar Torrijos un 11 de octubre de 1968 a través de un golpe de estado. «Estaba en casa. Mi abuelo estaba trabajando en la Zona del Canal y no pudo regresar por un día. La finca estaba tomada por militares y había gente corriendo, tratando de salvar sus vidas.»
Las grandes denuncias se hacen por escrito. Un boletín del Gremio Nacional de Abogados, una organización en Nueva York que desde 1936 se involucra en temas como el racismo y la defensa de los derechos humanos, se publicó en marzo de 1990. Es, tal vez, el documento más crítico que existe sobre la invasión que los panameños no han leído. No tiene ni veinticinco hojas. Dentro de él hay un reporte sobre la invasión que se titula: «No hubo causa justa para Panamá». Allí se denuncia que el número de muertos podría superar las dos mil personas, que la Iglesia Católica elaboró un listado de seiscientos sesenta y cinco muertos, que la invasión se extendió por varios días, que bombardearon barrios como El Chorrillo, que los panameños tuvieron que cremar los cuerpos de sus hermanos putrefactos, que unas dieciocho mil personas quedaron sin hogar, que hay campos de concentración para refugiados donde no hay leche para niños, que los traumas mentales son inevitables, que las bombas y los misiles atravesaron hogares, ventanas, cráneos, cuerpos, que los medios de comunicación fueron controlados por los Estados Unidos, que la oposición política panameña que asumió el poder con la invasión no tenía un gran apoyo de la población y que son representantes de la élite económica panameña, que los americanos tienen un gobierno paralelo que les da órdenes, que el país está ocupado, que el ejército de Estados Unidos ha repartido entre la población panameña camisetas, gorras, calcomanías que dicen que la invasión es una causa justa, que algunos panameños están contentos con la acción militar y celebran en las calles la caída del régimen y el retorno de la democracia tras veintiún años de autoritarismo, que se violaron leyes internacionales, que los hospitales están saturados, que el ataque fue lanzado contra las comunidades sin avisarles por lo que no pudieron evacuar la zona, que las mujeres embarazadas perdieron sus hijos. El reporte fue preparado por una delegación de cinco personas que visitó Panamá unos días después de la invasión, en enero de 1990, y recorrió hospitales, barrios, morgues y conversó con dirigentes, militares y víctimas. En la página cinco del boletín, en un pequeño recuadro, se pueden leer los nombres de los redactores: tres abogadas del Gremio Nacional de Abogados, José Luis Morín, jurista del Centro de Derecho Constitucional y la estudiante de derecho Gilma Camargo. Camargo había conseguido —y esto no lo dice el documento— con el apoyo de sus profesores universitarios que esta delegación viajara a Panamá.
Rolando Herrera, un amigo de la juventud de Gilma Camargo, reconoce que ha sido cruel con la niña cariñosa y respetuosa que conoció hace más de cuatro décadas. «Yo me siento culpable —dice— porque también la abandoné». Herrera fue un dirigente estudiantil que se opuso al golpe de estado de Salvador Allende en Chile y a la firma de los Tratados Torrijos-Carter, acuerdo que puso fin temporal a la presencia de las bases norteamericanas en Panamá en 1977. Herrera pensó que jamás se haría justicia, que Gilma Camargo no podría sola contra los hijos de Abraham Lincoln y que el caso, tal cual las víctimas de la masacre, quedaría sepultado. Pero Herrera no era el único que no se involucró, tampoco lo hizo el estado panameño, ni muchos medios de comunicación, ni muchas organizaciones sociales, ni la justicia. «No recibió apoyo de nadie».
La llegada al poder de Omar Torrijos fomentó una fuerte represión contra los estudiantes que durante la década del setenta del siglo pasado encabezaban las luchas sociales panameñas. A Félix Montañez, un dirigente del Frente Estudiantil Revolucionario 29 de Noviembre (FER-29), en 1975, lo atropellaron y luego los militares lo presentaron descuartizado en fotos. Eran tiempos de torturas y de progresismo político, de interrogatorios que culminaban en decesos, de secuestros en cafeterías que terminaban en violaciones. Gilma Camargo era dirigente de esa organización revolucionaria que consideraba que el acuerdo Torrijos-Carter no eliminaba la presencia de los norteamericanos en el país —Torrijos al regresar de la firma del nuevo tratado canalero le dijo a los panameños que el país quedaba «bajo el paraguas del Pentágono»—, sino que lo extendía de por vida. La líder estudiantil se convirtió con el tiempo en un objetivo de la Guardia Nacional, la institución que se encargó de desaparecer panameños incómodos, creada por Omar Torrijos y dirigida por Manuel Antonio Noriega, y salió del país. Estando en Nueva York, recién llegada, Gilma Camargo leyó en un periódico que habían matado a otro compañero del FER-29. Paramilitares se habían infiltrado en la Universidad de Panamá y le dispararon a su gran amigo Jorge Camacho. Era el 14 de junio de 1978. Faltaban cuarenta y ocho horas para que Jimmy Carter, el Presidente de Estados Unidos, visitara Panamá para celebrar el acuerdo. «Me dio un ataque de nervios horribles —dice Camargo—. Doy gracias a la vida que yo estaba allá, porque si estaba acá no sé qué hubiera hecho.»
Un día viajamos a Colón, al atlántico, al cementerio de la comunidad de Pilón. Afuera del auto había una comunidad de negros habitando viviendas coloridas improvisadas a medio construir. La visita tenía un solo objetivo: encontrar la tumba de José Isabel Salas, la víctima de la invasión que seleccionó el abogado José Luis Morín para evidenciar la excesiva crueldad del ataque contra una población indefensa ante la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH). Morín se inclinó por este tribunal internacional —unas semanas después que recorrió con Gilma Camargo y otras tres juristas del Gremio Nacional de Abogados las áreas afectadas por la invasión— porque en Estados Unidos los militares gozan de impunidad en casos de guerra y porque en Panamá la justicia estaba controlada por Estados Unidos. Antes de este viaje estuvo con la periodista Amy Goodman en el programa Democracy Now. Allí explicó cómo murió la esposa del señor Salas. «Fue atacada por artillería. Ella estaba en la cocina en ese momento. Su cuerpo fue destruido, es decir, literalmente destruido en ese ataque, mientras ella estaba en casa, y en formas que eran simplemente indescriptibles. La gente dijo que sus restos estaban esparcidos en la cocina y tuvieron que ser metidos en una bolsa». Dionisia Meneses Castrellón de Salas tenía 58 años. Era el 22 de diciembre de 1989 y un helicóptero de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos disparó un misil contra su hogar. Murió descuartizada, instantáneamente, entre su familia, cuando cocinaba un arroz. En Pilón, no obstante, la tumba del señor Salas no aparece. El cementerio está organizado por números en desorden. Una de sus hijas nos acompaña y sólo recuerda que su padre estaba enterrado con unos familiares. Repentinamente aparece un sepulturero que vive en el cementerio y nos dice que José Isabel Salas fue removido de su tumba porque alquilaron el hueco a otra familia que tenía un cadáver por enterrar. El señor Salas murió de un infarto el 17 de diciembre de 1993, tres días después que Morín y Camargo le informaran que se había admitido la denuncia.
«Gilma —dice su amiga Isis Jaén— prefiere que coman sus perros antes que ella». Tiene dos criollos: Laila y Fula, que la protegen en casa y un gato sin domesticar que se llama Noche. Cuando la visitas los perros están en su único sofá de dos puestos y también ocupan su cama para dormir. Isis Jaén dice que sus animales son sus familiares más cercanos. Isis Jaén también sabe que la doctora Camargo se acuesta muchas veces sin comer, que prefiere tener internet que alimentos para poder seguir con el caso y que, en antaño, cuando ejercía su profesión en Estados Unidos, le pagaban hasta doscientos cincuenta dólares la hora. Gilma Camargo se ha empobrecido porque le ha dedicado la mitad de su vida a una causa. «Se ha enamorado —dice su amiga—, pero los amores se han quedado en medio del camino porque sus objetivos eran otros».
Es la última audiencia que celebraría la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH) sobre el Caso Salas y la invasión a Panamá. A un costado del salón hay una decena de abogados americanos, entre hombres y mujeres blancos, que defienden a Estados Unidos. Del otro lado del salón, Gilma Camargo, una abogada negra, progresista, antiimperialista, que ha trabajado toda su vida a favor de los pueblos y sus autonomías, defiende a los sobrevivientes. En el centro los jueces que deciden quién tiene la razón. Es 9 de diciembre de 2016 y la sesión se realiza en Washington. Es la última oportunidad para recordar la historia de un caso que tenía más de dos décadas de trabajo. Gilma Camargo lleva un abrigo prestado color crema, el turbante que usualmente utiliza en su cabeza, las uñas y los labios pintados de rojo. Está en ese salón por un milagro, porque no tenía dinero para viajar, no tenía ropa para afrontar el frío y no tenía cómo llevar a los testigos al tribunal. En este largo recorrido murió su madre de cáncer, su padrastro, su abuela, su abuelo, murieron algunas víctimas y otras enfermaron. Más de veinte años acumulados de llamadas telefónicas, de envíos de cartas al tribunal notificando cada situación que sucedía en Panamá con los sobrevivientes. Gilma Camargo está en este tribunal internacional convertida en una experta en el terror. Sabe cómo se asesinan cientos de humanos en acciones cortas, sabe los traumas que sufrieron sus clientes que son imperceptibles para muchos, conoce al Pentágono y a sus tropas, las estrategias que tomaron para invadir sin sentir culpa. Les ha dicho que ya es el momento de tener una sentencia, que se han acreditado más de doscientas víctimas, les ha recordado que el gobierno de Estados Unidos reconoció que eran conscientes del crimen de Dionisia de Salas. Gilma Camargo tiene la serenidad que le caracteriza y los ojos brillosos de aquella niña de Pueblo Nuevo que jamás abandonó su cuerpo. Yolanda Varcacía, la microempresaria que perdió todo en la invasión a Panamá, su salud y la de su esposo, y que le ayudó a recolectar las evidencias durante este tiempo en los rincones más inhóspitos de Panamá donde enviaron a los desplazados, también está allí, con un abrigo prestado, testificando. Estados Unidos no acepta su responsabilidad porque estaban en una guerra y atribuye a Noriega la culpa. Gilma Camargo les dice que las víctimas empeoran con el pasar del tiempo y que una gran mayoría de los casos documentados no tienen vínculos con el general acusado de narcotraficante. Casi al finalizar la audiencia, Camargo, tiene la última palabra de su equipo que conforma ella misma. La abogada quiere que se aclare lo que no se aclara. Quiere saber dónde están los muertos y cuántos son y quiere además que más nunca se invada a su país. «Sólo podemos pedir que se haga justicia al pueblo panameño.»
El 5 de octubre de 2018 este tribunal recomendó a Estados Unidos reparar integralmente a las víctimas de la invasión, ofrecer las medidas de salud físicas y mentales que sean necesarias para los sobrevivientes y realizar una investigación para aclarar los sucesos que nunca se investigaron. El abogado Miguel Antonio Bernal, un veterano defensor de los derechos humanos en Panamá, quien llamó a Gilma Camargo la madrugada del 20 de diciembre que invadían el país, me dice que esta victoria solo lo puede lograr una persona con mucho conocimiento y determinación. «No es cualquier persona que asume la responsabilidad, por lo engorroso del tema, por lo dificultoso de las pruebas documentales, pero sobre todo por la denuncia que se está haciendo. Se está denunciando al ejército de Estados Unidos, al Gobierno de Estados Unidos. No estamos peleando con el Gobierno de Belice». La joven que alguna vez practicó en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que realizó su tesis universitaria sobre las operaciones de paz en El Congo, la mujer que defiende a personas acusadas falsamente de terrorismo en Estados Unidos o que son acusadas de violar el bloqueo que tiene este país contra Cuba, la jurista que defiende a la reina congo de un palenque muy pobre, recibió la noticia de la victoria primero que todos y por correo electrónico. Aquella tarde enmudeció y de sus ojos salieron unas lágrimas que podrían ser de felicidad, pero que también podrían ser de dolor.
Voy camino a la casa de Gilma Camargo a llevarle una tarjeta para su teléfono celular porque necesita hacer unas llamadas y no tiene dinero. Hace unos días le llevé un café pero no tenía gas en la cocina y quedó pendiente para otra ocasión. La abogada prepara una nueva estrategia para hacer que Estados Unidos le haga caso al fallo. En las últimas semanas ha visitado Colón, Villa Luchín, Felipillo, Arraiján, El Chorrillo, ha recorrido los sitios donde sucedió la tragedia y donde fueron enviadas las víctimas de la invasión después de la masacre. A las reuniones lleva el fallo de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH) para que los sobrevivientes entiendan que ganaron el caso aunque los medios no hablen mucho del tema y les dice que necesita su apoyo para buscar a los muertos que no aparecen. Recuperar la dignidad de una persona rota es lo que más disfruta esta abogada. Fueron las víctimas quienes desde el primer día se organizaron para recolectar las evidencias que posteriormente Gilma Camargo utilizaría en las audiencias. Fueron las víctimas quienes apoyaron económicamente a la abogada en muchas ocasiones para que el caso siguiera su curso. Son los sobrevivientes quienes han conformado el Frente Salas para que Estados Unidos respete la decisión final. Gilma Camargo cree que los escombros humanos se pueden restaurar cuando asumen su defensa. Ese día que le llevé la tarjeta de teléfono me dijo que ha soportado todo este proceso porque es resiliente como una pantera y que era además su obligación, porque si no lo hacía ella, nadie más lo iba a hacer. Unos días después de esta visita recibí un mensaje de la abogada en mi teléfono celular. Estaba contenta, como usualmente, porque a la abogada los problemas que consideramos complicados no le afectan. El mensaje decía: «Comeremos pollo. Me pagaron $15 que me debían. Llego a casa justo antes del diluvio. Tomo un descanso y luego voy a combatir al imperialismo.» Y seguido agregó un emoticono de un rostro llorando de risa.
* Este perfil fue incluido en una antología de crónica latinoamericana de la revista Cuadernos Hispanoamericanos de España y forma parte del libro de Lom Ediciones, Derrumbes Ajenos.
Fotos
- Gilma Camargo en la ciudad de Colón de Panamá días después de conocerse el fallo de la CIDH que condenó al ejército de Estados Unidos por la invasión a Panamá.
- Foto de la morgue de un hospital en Panamá tomada por el fotógrafo Juantxu Rodríguez. Rodríguez fue asesinado de un disparo por el ejército americano durante la invasión a Panamá, mientras retrataba la masacre. Muchos de sus archivos aún no aparecen.
- Foto de los saqueos sucedidos en Panamá durante la invasión a Panamá tomada por el fotógrafo español Juantxu Rodríguez.
- Gilma Camargo y algunos amigos buscando una fosa común en un cementerio en la comunidad de Pacora en Panamá.