Lo que fue la transmisión del último discurso

Por Leonardo Cáceres Castro*

El 11 de septiembre de 1973 era martes y estaba nublado. Me desperté
muy temprano, cuando el teléfono me transmitió la nerviosa información
de un amigo que trabajaba en Investigaciones: estaba confirmado que
había un levantamiento militar en curso, y en Valparaíso la Escuadra que
participaba en la Operación Unitas había vuelto al puerto.
Desde un ventanal de mi casa, en la calle Tomás Moro, vi que se
abrían las puertas de la cercana residencia presidencial y tres o cuatro
autos Fiat, de los que usaba el presidente Allende, escoltados por varias
«tanquetas» de Carabineros, salían a toda velocidad y se dirigían hacia
la avenida Colón, rumbo al centro de Santiago.
Sin saber los detalles de lo que estaba pasando, salí de mi casa
junto con mi mujer, Gabriela Meza, también periodista y en esa fecha
subdirectora de la revista Paloma que, con gran éxito de ventas editaba
entonces la editorial Quimantú. Dejamos en la casa a nuestros cuatro
hijos, la mayor de 9 años y el menor de 15 meses. Yo era entonces jefe
de prensa de Radio Magallanes.

En el camino íbamos escuchando radio. Pasábamos de la Sociedad
Nacional de Agricultura, que emitía la marcial voz de Francisco
«Gabito» Hernández, alternada con la lectura de los primeros bandos
militares y discos de Los Cuatro Cuartos, Los Quincheros y similares; a
la Corporación y la Magallanes.


De pronto oímos la voz del presidente («yo estoy aquí en el palacio
de gobierno, y me quedaré aquí, defendiendo al gobierno que represento
por voluntad del pueblo»). Fue su primer mensaje, emitido por Radio
Corporación, cuando faltaban cinco minutos para las ocho de la
mañana.
Numerosas emisoras radiales de izquierda (Portales, Corporación,
Magallanes, Luis Emilio Recabarren, Sargento Candelaria, Técnica
del Estado, Nacional y alguna más) integraban desde hace varias
semanas una cadena voluntaria y militante –La Voz de la Patria– que se
«enganchaba» cada vez que era necesario para respaldar al Gobierno
Popular, como réplica a la poderosa cadena de la oposición que tenía
como cabeza a la Agricultura.
El viaje llegó hasta la plaza Baquedano, donde nos detuvieron
carabineros que portaban metralletas. Le entregué el volante del auto
a mi mujer y ella viró por Pío Nono para entrar por Avenida Santa
María, hasta el edificio donde estaba la editorial Quimantú, contigua
a la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Yo caminé por la
Alameda hasta la calle Estado, donde se encontraban los estudios de
la radio.
Cuando entré ya estaban casi todos: el periodista Guillermo Ravest,
director de la radio; Eulogio Suárez, el gerente; Felipe Amado, jefe de
radioperadores; periodistas, locutores, etc. Se vivía un clima de máxima
tensión, con la adrenalina a tope. Se intercambiaban las noticias con los
rumores en medio de una sensación de caos. Sonaban todos los teléfonos
al mismo tiempo.

El presidente volvió a dirigir al país un breve mensaje. (En total habló cinco veces, las dos últimas sólo por la Magallanes. Es interesante precisar aquí que esos cinco mensajes de Allende se emitieron a las 7:55, a las 8:15, a las 8:45, a las 9:03 y a las 9:10 horas).

Hicimos la «pauta» noticiosa del día sobre la marcha. Envié
periodistas a las sedes de los partidos políticos y de la Central Única
de Trabajadores, a la Asistencia Pública y, en especial, despachamos
un móvil a la planta transmisora de la radio, en la comuna de Renca.
Hasta allí fueron tres periodistas (Ramiro Sepúlveda, Jesús Díaz y
Carmen Torres, más Patricio Henríquez, también periodista pero del
canal 9 de la U. Chile, que llegó ese día a ofrecerse para colaborar en
lo que se pudiera). Acompañaba también a los periodistas el locutor
Agustín Cucho Fernández. ¿Quién podría asegurar que los golpistas
no intentaran silenciarnos y para ello ocuparan los estudios de la calle
Estado? En ese caso, pensamos, la radio podría seguir transmitiendo
desde la misma planta. También en eso nos equivocamos.
Pasadas las 10:00 de la mañana un avión Hawker Hunter sobrevoló
la planta transmisora de la Radio Magallanes y la bombardeó con
ráfagas de ametralladoras durante unos diez minutos. El ataque aéreo
solo se interrumpió cuando apareció una numerosa hilera de camiones
y vehículos policiales. Los carabineros entraron disparando a las
instalaciones electrónicas y se llevaron detenidos a los cuatro periodistas
y al plantero, Luis Castro.


Entretanto, en el estudio de calle Estado redactábamos textos a toda
velocidad para alimentar las pausas entre un disco y otro del Quilapayún
o el Inti Illimani. En cierto momento entré al locutorio y me quedé
ayudando a leer unos comunicados de los cordones industriales, de los
partidos de la Unidad Popular y de la CUT.
Diez minutos después de las 9 de la mañana, Ravest aparece agitando
los brazos y golpeando el cristal que nos separaba de la sala de control.
En esta última había un teléfono a magneto conectado en directo con la
oficina del presidente, en La Moneda. Había teléfonos similares a éste
en las radios Portales y Corporación. Ravest nos dijo, por comunicación
interna, que Allende estaba en línea y que teníamos que anunciarlo
de inmediato. El control, Amado Felipe, alcanzó a poner en el aire los primeros acordes de la Canción Nacional, sobre la cual yo intenté
anunciar al presidente. Pero éste ya estaba hablando.


«Seguramente ésta será la última oportunidad en que pueda dirigirme
a ustedes… Mis palabras no tienen amargura, sino decepción… ¡Yo no
voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida
la lealtad del pueblo… Seguramente Radio Magallanes será acallada
y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La
seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes… Estas son mis últimas
palabras… mi sacrificio no será en vano».
Mientras oíamos al presidente yo me acerqué adonde estaba Ravest,
junto al parlante interno de la radio. Este me miró y me dijo lo primero
que le salió del fondo del alma: «Flaco, estamos sonados. Este es su
testamento político».


Con el apuro y los nervios, el radioperador dejó abiertos los
micrófonos del estudio mientras se emitía la voz del presidente y por
eso, en las grabaciones de ese histórico discurso se oyen de fondo voces
y órdenes, que se mezclan con el sonido de disparos en La Moneda.
Ninguno de nosotros sabía que ésta iba a ser la última vez que el
presidente Allende hablara al país, aunque yo creo que lo intuíamos.
Setenta y dos horas antes, el viernes 7, yo había asistido a un
inédito encuentro en la sala de plenarios del comité central del Partido
Comunista, situado entonces en la esquina de Teatinos con Compañía.
Allí estaba Luis Corvalán, secretario general del PC, además de varios
de los más altos dirigentes de ese partido y un grupo de periodistas
de izquierda de distintos medios. Guillermo Ravest tomó notas de esa
reunión. Corvalán abrió la reunión diciendo que el país se encontraba
en un punto «bastante crítico», y que a su juicio «ya estamos entrando
en el enfrentamiento». Agregó que «la reacción está lanzada y el golpe
ya entró en tierra derecha… creemos que ya no estamos ante un peligro
de golpe: el golpe ya está caminando, está echado a andar».


Por lo tanto, era clarísimo: en la mañana del martes 11 Allende
estaba hablando con la vista fija en los chilenos del futuro, en los que
iban a sobrevivir al golpe, en los que iban a oír su voz veinte, treinta o cuarenta años después. Allende habló para la historia. Minutos después
repetimos la transmisión de ese último discurso y alcanzamos a emitir un
comunicado de la Central Única de Trabajadores que leyó por teléfono
su entonces vicepresidente, Mario Navarro.


A las 10:27 horas la radio dejó de transmitir, pero nadie se fue a su
casa, todos nos quedamos en la radio esperando lo que iba a venir. En
algún momento apareció una joven periodista de la Universidad de Chile,
Valentina Montiel, quien vivía en ese mismo edificio de calle Estado 235,
pero en el piso 13º (los estudios de la radio estaban en el 6º piso) y nos
invitó a subir a su casa porque tendríamos mejor vista sobre el centro
de Santiago. Así lo hicimos y desde la sala de estar de su departamento,
que daba al poniente, vimos los aviones Hawker Hunter que planeaban
sobre el centro y lanzaban misiles sobre La Moneda. Segundos más
tarde, observamos las llamas de un gigantesco incendio en el palacio
de gobierno. Se quemaba la historia, nuestra historia.
La feroz hoguera duró 17 años.


Cuando ya la radio había sido silenciada, el director, Guillermo
Ravest, llamó a los que quedábamos a una improvisada reunión en la
sala de prensa. Fue una breve despedida. Ravest nos instruyó a todos
para que volviéramos a nuestras casas, porque era prudente desalojar
los estudios. Dijo que no sabía si nos íbamos a volver a ver, y que pese a
todo mantuviéramos la calma.
Varios hablaron en ese encuentro. Yo también pedí la palabra y
hablé con pura emoción. Dije que creía ser ahí el único que no militaba
en ningún partido político, pero que después de todo lo que habíamos
vivido me parecía que el único camino que teníamos por delante era
luchar contra el régimen que se acababa de instalar mediante la fuerza.
Pero eso no tendría ningún sentido si lo hacíamos solos, cada uno
por nuestra cuenta. Por lo tanto, pedí formalmente incorporarme al
Partido Comunista. Escucho aún el silencio que se produjo entre mis
compañeros. Varios se levantaron a abrazarme. Mi militancia en el PC
se prolongó hasta poco después del término de mi exilio, a mediados de
la década de los años 80.

Después de las 13:00 horas de ese martes 11 de septiembre salí de
la radio por calle Estado, caminando hacia el norte. Llevaba en un
hombro una radio portátil y en el otro una de esas antiguas y pesadas
grabadoras con cinta magnética. En las esquinas de Huérfanos y de
Merced estaban apostados soldados con uniforme de guerra, cuidando
nidos de ametralladoras. Cuando me acercaba me preguntaron a gritos
a dónde iba. Yo respondí tímidamente, y bastante asustado, que a mi
casa, en el barrio alto. Parece que esas dos últimas palabras fueron como
un salvoconducto.


A mi lado iba el todavía gerente de la radio, Eulogio Suárez. Nadie se
nos acercó ni revisó las cintas que yo llevaba en la grabadora, en una de
las cuales estaba grabado el último mensaje del presidente Allende. En el
estudio de la radio se quedaron hasta el jueves 13 Ravest y Felipe Amado,
el jefe de los radioperadores, y se dedicaron a copiar decenas de cintas
con el último discurso de Allende, copias que después fueron entregadas
a corresponsales extranjeros y a dirigentes políticos.
Suárez y yo caminamos hasta Ismael Valdés Vergara, donde él tenía
estacionado su auto, y me llevó por la Av. Santa María hasta el edificio
de Quimantú. Allí me junté con mi mujer y nos fuimos ambos en nuestra
citroneta hacia el oriente, a la casa de uno de mis hermanos.


Compartimos con Gabriela las estremecedoras noticias del día,
incluyendo el bombardeo de los Hawker Hunter a la residencia
presidencial de Tomás Moro. Como mi casa estaba justo al frente, en
la esquina con Volcán Llaima, creímos que había sido alcanzada por
las bombas. Gabriela sabía que una amiga había ido a nuestra casa
temprano en la mañana y se había llevado a nuestros cuatro hijos. De
todos modos el clima era tan emotivo, que en ese viaje en la citroneta
se nos apretó la garganta y las lágrimas brotaron incontenibles. Fue
nuestro primer llanto compartido en la etapa de vida que se nos venía
por delante.


Gabriela me contó que esa mañana llegaron a la redacción de su
revista, Paloma, casi todas las periodistas que, a instancias de una
productora argentina que trabajaba con ellas, se dedicaron a sacar
las largas cortinas que daban a la avenida Santa María y las rajaron convirtiéndolas en vendajes de emergencia, porque se decía que era
seguro que los soldados, apostados en nidos de ametralladoras en Plaza
Italia, las atacarían en cualquier momento. Esa loca actividad se detuvo
cuando comenzaron los disparos y los dirigentes sindicales les ordenaron
a todos bajar al subterráneo del edificio, donde oyeron en una emisora
portátil que alguien tenía los últimos discursos del presidente.
Poco después de llegar a la casa de mi hermano, en calle Hermanos
Cabot, en Las Condes, Gabriela partió a nuestra casa en Tomás Moro,
convencida de que todo estaba en ruinas. Lógicamente no era así. Nuestra
casa estaba intacta, aunque con todas las puertas abiertas. Apenas ella
llegó se hizo presente un vecino con un ostentoso brazalete de Patria y
Libertad, que muy amablemente le dijo que los militares habían entrado
a la casa pero que no se habían llevado nada, pues solo buscaban a
miembros de la guardia personal del presidente Allende.
Mi mujer sacó entonces algo de ropa y la comida que estaba en el
refrigerador, más algunas preciadas botellas de pisco Quinta Normal
que teníamos guardadas en un clóset.


Ya cuando obscurecía llegó a casa de mi hermano un vecino amigo
que además era bombero y que había sido llamado al incendio en La
Moneda. Él nos confirmó lo que todos temíamos: que el presidente
Allende había muerto. También otro amigo muy querido, Augusto
Olivares. Se iniciaba así el dramático recuento de los muertos de ese 11
de septiembre.
Bebiendo el pisco a largos tragos repasamos una y otra vez las
impactantes imágenes de ese día y de aquel otro sueño que nos había
acompañado por tres años. Asumimos que lo habíamos perdido. Pero
comenzó otro, que nos acompañó en los largos doce años de exilio: el
sueño de volver a la patria y recuperar la democracia.

Leonardo Cáceres Castro. Creador y primer director del Depto. Periodístico de Canal 13 TV, UC. En 1973 era jefe de prensa de Radio Magallanes. En el exilio integró el equipo de Escucha Chile, de Radio Moscú. En 1987 fue parte del equipo fundador del diario La Época.