Ejercer la autoridad
28 de Marzo de 2023
Raimundo Frei
Análisis del libro “Figuras de autoridad. Transformaciones históricas y ejercicios contemporáneos”, editado por Kathya Araujo (LOM, 2022)
Para los que llevamos 15 años de lectura de los trabajos de Kathya Araujo, sumergirse en una de sus nuevas obras supone siempre una exigencia. Durante estos años a sus lectores se les ha exigido mirar un entramado teórico –las configuraciones de sujeto, los ideales normativos, las pruebas estructurales, la desigualdad interaccional, y ahora, las figuras de autoridad– a la luz de un conjunto amplio de relatos recolectadas en distintos grupos de la sociedad chilena. A través de la fineza de sus análisis, uno debe ir sopesando la robustez teórica del argumento con los múltiples hallazgos de un trabajo enraizado en la experiencia cotidiana. A esta exigencia como lector, también hay que reconocer el placer de recorrer una escritura cuidada, y en varios de sus últimos textos, su rol como curadora de investigadores de diferentes disciplinas y generaciones. Quien haya pasado por la experiencia de esta curaduría sabrá también cómo crecen los textos a la luz de sus comentarios y sugerencias. En este sentido, el resultado final de sus apuestas teóricas, novedades metodológicas, escrituras singulares y colectivas –más allá de los puntos débiles que uno siempre intenta encontrar– siempre han estimulado seguir leyendo, y entendiendo el país que habitamos. Uno como lector sólo puede estar agradecido por su continuo trabajo.
En esta ocasión, en tanto trabajo editado, me es imposible detenerme en todos los hallazgos que este libro ofrece. Cada una de las esferas analizadas –familia, escuela, trabajo, hospitales, instituciones policiales y políticas– requeriría una larga y necesaria discusión de lo que se está jugando en cada ámbito. Como se advierte en el libro, es urgente pensar en cada uno de estos espacios, en sus particularidades y en las consecuencias que derivan del tipo de autoridad que intenta desplegarse, las formas de constituirse, y las relaciones que se establecen a partir de ellas. Pero ya en esta última idea se recalca algo que recorre todo el libro: la autoridad actualmente es un intento de llevarse a cabo más que una función social que se reproduce dócilmente. En vez de obedecer y acatar, se negocia; o al menos intentamos sentirnos convencidos de las órdenes. En vez de ejercer con mano férrea, debemos maniobrar dubitativamente. En sus últimos libros[1] Kathya ha insistido en que la autoridad no está necesariamente en crisis, sino que nos abrimos a su carácter relacional. Y lo que se intenta mostrar en este libro es precisamente cómo cambian esas relaciones en la sociedad chilena.
Dicho esto, no me queda más que discutir una tesis más general que ofrece la propia editora y cotejarla con parte de los hallazgos reunidos por las investigaciones reunidas en este volumen. Y para hacerlo, voy a utilizar y extender la metáfora con la que el libro comienza.
Al comenzar se recoge una anécdota de los diarios de la hermana de Wittgenstein, Hermine Wittgenstein. Ella recuerda un diálogo con el afamado filósofo austriaco, donde él intentaba explicarle a ella por qué él quería ser profesor de una escuela rural. Ella razonablemente no lograba entender la decisión de su hermano. Ludwig usa la siguiente comparación: “Tú me recuerdas a una persona que mira desde una ventana cerrada y no puede entender los movimientos erráticos de un transeúnte. Esa persona no sabe que afuera hay un vendaval y que quizás el transeúnte apenas se mantiene en pie con mucho esfuerzo” (traducción propia)[2].
Es claro que Wittgenstein sitúa a su hermana detrás de la ventana, en un lugar de incomprensión de un estado interior. Kathya también sitúa a la sociedad chilena –o al menos a quienes intentamos leerla– detrás de esa ventana, donde no se entienden los movimientos y no logramos del todo ver las corrientes de aire que asedian a las personas. Estado de incomprensión que a ratos atemoriza, y desde el cual simplemente emergen más y más preguntas: ¿qué hacen? ¿Pero, qué hacen? ¿Por qué lo hacen?
Déjenme seguir y extender esta metáfora. Primero pensemos un poco en la imagen de la persona detrás de la ventana. Por un lado, pareciera que no escucha el viento o el vendaval que mueve al individuo. Es decir, hay un problema de escucha que nos afecta. Nos cuesta escuchar, o quizás estamos imposibilitados para escuchar bien por ciertas barreras que nos distancian. Pero tampoco miramos bien. La persona detrás de la ventana no mira bien las señales que hay, de hecho. No mira el movimiento de las hojas, de la ropa, el polvo. Pareciera que aquellos detrás de la ventana no saben reconocer las señales mínimas que las personas situadas en un entorno complejo sufren. Y creo que este es un primer llamado del libro: debemos auscultar mejor, escuchar y observar con más cuidado cómo nos estamos relacionando. Porque, siguiendo con la imagen de Wittgenstein, no son conductas erráticas, sino personas que con esfuerzo se logran mantener en pie.
Un segundo despliegue de la metáfora es esta imagen de corrientes de aire, tormentas y vendavales, que de algún modo mueven a las personas. Con esta imagen quiero presentar brevemente las grandes transformaciones que Kathya señala en su primer capítulo, como cuatro corrientes de aire que nos hacen movernos peculiarmente.
La primera que recojo es la individualización. Desde principios del 2000, las ciencias sociales en Chile han ido develando las modalidades que toma este proceso. Fernando Robles ya en el 2001 hablaba de la “individuación desregulada” (arréglatelas como puedas); el 2002 el PNUD refería a la “individualización asocial” en un contexto del debilitamiento de las identidades tradicionales (i.e. la exigencia de definirse a uno mismo). Araujo y Martuccelli luego elaboraron el 2012 la imagen del hiper-individuo que enfrenta demandas desmesuradas y bajos soportes de apoyo (Desafíos Comunes, LOM, 2012). Es una individualización centrada en las capacidades y resiliencias del agente más que en las instituciones que la hacen posible.
Debo mencionar que ya este primer aspecto está tensionado entre dos figuras a lo largo del libro. Por un lado, en algunos de los capítulos se asocia la individualización a valores neoliberales. Es el neoliberalismo el que dotaría de preminencia a lo privado y a la competencia individual. No obstante, otros capítulos hacen pensar que la individualización va más allá del neoliberalismo cuando discutimos sobre la legitimidad y valoración de la autoridad. El gobierno de sí mismo, como diría el último Foucault, no estaría sometido a una autoridad tradicional que se justifica externamente, sino que se busca a partir de decisiones autónomas. Es claro que el neoliberalismo en Chile debilita los soportes públicos y deja a merced de peores servicios públicos a la población más precarizada. Pero cuando se hace referencia, por ejemplo, a los emprendimientos en el mundo laboral, no queda claro si es el mero efecto de una ideología neoliberal, o son personas que huyen de un tutelaje autoritario en trabajos mal remunerados.
En cualquier caso, queda claro en los capítulos de Camila Andrade con Kathya sobre la autoridad parental, o en el trabajo de las militancias políticas de Isidora Iñigo y Nelson Beyer, que el despliegue de la individualización en Chile impacta con intensidad las trayectorias de las mujeres, y ellas mismas desde diversas agendas empujan el debilitamiento de figuras autoritarias. Este es un punto clave a lo largo del libro.
Siguiendo con nuestra métafora, el segundo aire que empuja a nuestro Wittgenstein callejero son las expectativas de un trato horizontal. Desde el libro Desafíos Comunes (Araujo y Martuccelli, 2012) esta tesis ha cobrado fuerza y es parte central del diagnóstico de nuestra sociedad actual. Asimismo, este libro está inundado de ejemplos en la familia, en los servicios médicos, o en el trabajo, donde se demanda jerarquías que respeten, reconozcan la dignidad personal, que no pasen a llevar o menosprecien por razones de clase, género o edad. Quizás el capítulo que más claramente muestra esto es la reconstrucción histórica de la autoridad en la escuela de Pablo Neut, al narrar el declive de esa figura tan respetada, y tan temida a la vez, como era el profesor de antaño. Las prácticas reportadas para el siglo XIX y buena parte del XX son imposibles de pensarse hoy en día. Como se presentaba el profesor del colegio de mi hijo la semana pasada: “yo soy de la nueva escuela, me gusta un trato horizontal con mis alumnos, reafirmando su autoestima, valorando lo positivo y enseñándoles cuando se equivocan”. A su misma edad a mí me tiraban las patillas y me hacían recitar el Mío Cid Campeador.
En este sentido el libro es inequívoco: no hay espacio social en que no se busque un trato más horizontal y no se intente imponer una lógica de derechos. Niños, empleadas domésticas, trabajadores de supermercados, pacientes, militantes de izquierda, funcionarios de la policía de investigaciones se sienten sujetos de derecho.
La consecuencia de esto –y es la tercera gran transformación que se presenta en la introducción– es la nueva alocación del poder. Tanto la individualización como la perspectiva de un trato horizontal alimentan la idea de que aquellos que antes tenían mucho menos poder, ahora cuentan con mayores recursos culturales para demandar o negociar los elementos que configuran el ejercicio de la autoridad. No es que se hayan invertido por completo los roles: ni patrones, doctores, dirigentes políticos, padres y madres, empresarios y jefes son subordinados, ni que los factores estructurantes que facilitan llegar a esas posiciones hayan declinado del todo. Pero los subordinados saben que cuentan con más soportes culturales e institucionales para impugnar el arbitrio y el mal trato.
Muchas de las investigaciones que alimentan este libro se han venido desarrollando desde hace ya varios años. Estas son tendencias de largo plazo. Por eso mismo, los efectos de estas nuevas configuraciones de poder también son ya más visibles. Por un lado, se nos dice que una clásica lógica de acción enraizada en la sociedad chilena –y ya revelada por Kathya en su libro Habitar lo Social (2009)– es la confrontación de poderes. Se nos indica que con las nuevas dotaciones de poder esta confrontación se agudizaría. Es decir, sin la validez del modelo autoritario se disputa más la cancha. En términos de un horizonte más democrático, esto puede ser muy fructífero. Que un médico explique bien o un jefe no abuse puede ser producto de que alguien finalmente encaró una mala práctica. Pero hay que ser sincero, en muchas ocasiones ha llegado a ser un proceso tremendamente agotador. Para quien ejerce la autoridad recaerá siempre la sospecha de que algún derecho puede pasar a llevar. Y para quien depende de una autoridad, una incesante búsqueda por encontrar el intersticio desde donde arrebatarle un poco de su figura de autoridad y sospechar del poder que posee. No sólo no hemos encontrado un modelo más democrático de ejercer la autoridad, sino que buscamos permanentemente por dónde puede volver el abuso.
Por lo mismo, creo que actualmente existen muchos puntos muertos en la interacción (una resolución negativa del conflicto), donde algún actor finalmente decide abandonar la relación. Ya sea que se renuncia a ejercer la autoridad o se renuncia a verse sometido a tal autoridad. Esto no es algo positivo para una sociedad como la chilena. Probablemente una de las ventajas más fuertes que se acumulan hoy y que sedimentan la desigualdad actual es la capacidad de huir de una mala autoridad: si carabineros no me protege, busco seguridad privada. Si mi doctor me trata mal o no encuentra una solución, busco otro en otra clínica. Si me cae mal mi jefe, renuncio y busco otro trabajo. Si ya no soporto mi familia, abandono mis responsabilidades como padre.
Volvamos a nuestra metáfora. Wittgenstein camina solo –obligado a ser sí mismo y mantenerse en pie con su propio esfuerzo–, y hacia donde se dirija sabe que se espera de él un trato más horizontal, y que hay nuevas configuraciones de poder que deberá afrontar. Pero cabe recordar que mientras esas corrientes de aire movían de un lado a otro a este transeúnte, vinieron varios aires huracanados a nuestras ciudades. Vino un estallido social que lo dio vueltas en los aires –con calles multicolores y una violencia desatada–; luego vino el huracán de la pandemia que lo obligo a encerrarse en la misma casa con su hermana y reconocer que la familia seguía siendo el único soporte que lo entendía y apoyaba; luego nuestro Wittgenstein salió a la calle y se dio cuenta de que el pasaje donde vivía ahora tenía un portón eléctrico. Y es probable que saliendo del pasaje le hayan robado el celular mientras decidía qué hacer. Y cuando fue a comprar uno nuevo valía el doble por la inflación del año pasado.
Hay que reconocer que estos huracanes –productos de una mezcla de corrientes de aires que nos arrastran desde hace décadas y que tienen su origen más allá de nuestra cordillera– han dejado no sólo a las personas inmovilizadas, sino agotadas y hastiadas. Además, estos huracanes han levantado tanto polvo que en muchos de los materiales cualitativos que uno lee en este último tiempo, no vemos más allá de unas pocas cuadras. Con esto quiero decir que el futuro aparece bloqueado y nadie sabe muy bien cómo avanzar hacia adelante. Refraseando a Reinhart Kosellek (Vergangene Zukunft, 1979), el horizonte de expectativas no se ve producto de cómo se ha ido configurado nuestro espacio de experiencia. Desesperanza abunda. Quiero contar que nunca en 15 años me había topado con testimonios de personas de sectores populares que desearan irse del país, y ahora se encuentran. Al mismo tiempo, la inseguridad desata sentimientos punitivistas y las confrontaciones de poderes al respecto están siendo cada vez más duras.
Pero también se visibiliza que frente a estos escenarios no hay sólo movimientos erráticos movidos por vientos huracanados, sino que se aprenden nuevos repertorios de acción. Por ejemplo, Rosario Fernández –a partir de su estudio sobre empleadas domésticas y empleadoras– reconoce un trabajo de reconocimiento mutuo que permite cambiar el modelo de autoridad. Y no sólo en ese espacio: hay ejemplos de profesores, matronas, jefes de supervisión en tiendas que hacen un incesante trabajo afectivo por mantener las jerarquías y la horizontalidad que exige el respeto a la vez. La autoridad pareciera estar forzada a un “trabajo emocional” (Hochschild, 1979[3]) para mantener la relación. Hay que cuidar el equipo laboral, hay que cuidar el ánimo de los estudiantes, o el espíritu de las bases militantes si queremos seguir. El libro muestra que el trabajo de la autoridad se convierte crecientemente en un asunto emocional.
Otro repertorio que aparece es el transaccional. Yo tranzo para mantener el orden. En el capítulo de Paulina Bravo, Alejandra Martínez, Loreto Fernández y Angélica Dois, se cristaliza muy bien esta figura en una matrona que para ganarse a su paciente le dice: “mira, si transamos un poquito, ¿te parece?…démosle tantas mamaderas, intentamos, veamos”. Hay aquí un registro de que ya no se puede convencer al modo antiguo –la amenaza– sino que se hacen micro-negociaciones. En el capítulo de Araujo y Andrade me da la impresión de que sucede algo similar: se transan momentos de respeto y autoridad. Te paso el celular, te dejo jugar 3 horas, te compro esto, si se hace esto y lo otro. En las tiendas comerciales jefaturas y trabajadores también transan ubicaciones, permisos, unos minutos de descanso. Y de esto hay varios ejemplos. Este es un repertorio marcado por la idea de una negociación continua y emergente, a veces beneficiosa para las dos partes, pero reconozcamos que desgastante para toda organización.
La última corriente que se señala en la introducción es el cambio tecnológico. El capítulo de Antonio Stecher y Álvaro Soto muestran todas las consecuencias que tiene y puede tener el despliegue de formas de control managerial basado en nuevos dispositivos tecnológicos en grandes empresas del retail.
Habría que insistir, no obstante, que en todos los capítulos se podría haber desplegado con mucha más fuerza este último punto. Por ejemplo, el trabajo de Judy Wacjman[4] muestra que las madres se han visto estrujadas por las nuevas tecnologías. En vez de la liberación del tiempo prometido a través del cambio tecnológico, a esas mujeres omnipresentes que muestran los capítulos de este libro se le podrían sumar todas las pruebas que implica la profunda digitalización de nuestra vida social. En el mismo sentido, Danah Boyd[5] en su estudio sobre adolescencia y nuevas tecnologías en Estados Unidos muestra el brutal tiempo que deben usar padres para seguir a sus hijos en redes sociales, controlando lo que hacen. En las escuelas, el uso de celulares desafía tanto a docentes como profesores. Para qué decir las autoridades políticas enfrascadas en el uso de su Twitter, Instagram y Tiktok.
El capítulo sobre trabajo de Antonio y Álvaro creo que además muestra otra faceta poco develada en los demás capítulos. Llama la atención que muchas de las descripciones utilizadas implican no sólo una figura de autoridad singular (el jefe o la jefa) sino múltiples supervisores y fuentes de autoridad en el mundo laboral. Eso me hizo pensar que, en la actualidad, en todos los ámbitos las autoridades trabajan colectivamente: hay equipos docentes, equipos médicos, parejas que resuelven juntos problemas con sus hijos, dirigentes que piensan en sus militancias. Esto creo que se relaciona con la dificultad de ser autoridad. Es mejor pedir ayuda y asumir esto entre varios que asumir totalmente toda la responsabilidad. Si bien se ha insistido en que la autoridad implica una relación, uno podría enfatizar más el hecho de que en la práctica las autoridades buscan a otras para organizarse y responder frente a las demandas. Reconocer esto es importante porque mientras muchas de las tendencias actuales en torno a la autoridad agotan a sus participantes, creo que esta alivia.
Esto último podría develarse con una mayor observación etnográfica de las prácticas de autoridad. De hecho, metodológicamente, los capítulos más iluminadores tienen esa mirada múltiple y situada: uno escucha la voz de autoridades y sus subordinados, y cómo ha ido cambiando históricamente. Al contrario, cuando una de las figuras de esta relación no aparece, se pierde parte importante de la complejidad del fenómeno. Uno se pregunta, por ejemplo, en el capítulo de Rosario, ¿qué piensa el hombre de clase alta en las relaciones de sus mujeres con las empleadas domésticas?, o en el capítulo de Isidora y Nelson, ¿cómo despliegan su autoridad las dirigencias a la luz de la individualización de las nuevas bases militantes de izquierda? O, en el capítulo de Lucía Dammert y Jennifer Morgado, ¿cómo se percibe la autoridad de la PDI en su relación con la población? Ante esto último no puedo dejar de señalar lo que un colega me narraba: según su experiencia en Villa Francia, La Legua o en El Castillo, la violencia y la humillación impera en los allanamientos de la PDI. No debemos olvidar que en el libro “Habitar lo Social” (2009) de la propia Kathya, el símbolo del abuso en los sectores populares era la fuerza policial. Que la ola de punitivismo que nos invade no nos haga olvidar el maltrato de la autoridad policial que se sufre en los sectores populares.
Para terminar, y perdón por extender tantas aristas, pero eso es precisamente lo que provoca este libro, creo que actualmente hay que entender mejor la demanda por una autoridad eficiente. Sin duda se ha consolidado la exigencia de un trato más horizontal basado en una cultura de derechos. Pero también se escucha con fuerza la necesidad de que las instituciones funcionen para volver a confiar o, al menos, conectarse con ellas. Debo decir que no entendí del todo la idea en el capítulo de salud cuando se hacía una referencia a una cultura más democrática, implicando con ello un cierto saber compartido. Yo la verdad nunca he escuchado eso a nivel de la población en mis investigaciones. Al doctor se le pide mirar a los ojos, escuchar, atender bien, pero también curar y sanar. En la mayoría de los casos, no se desea igualar conocimientos o tener representantes de mis propias intuiciones, se desea que la doctora nos evite la muerte o nos sane un dolor. Y que eso no demore 3 años, ni que se nos vayan todos los ahorros en ello. Pero eso aplica a todas las autoridades: que sepan criar, educar, dar trabajo decente, estable y bien remunerado, proteger, conducir el país y transformarlo. Cuando percibimos que no se cría adecuadamente, que pocos colegios ofrecen educación de calidad, que existen muy pocos trabajos en los que el respeto impere a todo nivel, que no siempre se accede a buena salud, y no hay ni protección ni conducción política efectiva, es que terminamos preguntando: ¿qué hacen? ¿Pero, qué hacen? ¿Por qué se mueven así de manera tan errática?
La hermana de Wittgenstein al escuchar la metáfora utilizada por su hermano expresaba finalmente: “ahí comprendí, en qué situación interior se encontraba mi hermano”[6]. Creo igualmente que después de leer este excelente conjunto de capítulos uno puede abrir la ventana y entender mejor qué estamos viviendo interiormente como sociedad y lo que enfrentamos ante tanto viento huracanado. Felicitaciones a la editora y a todo el equipo del Núcleo Milenio de Autoridad y Asimetrías de Poder (NUMAAP).
*Fotografías de Paulo Slachevsky
[1] Me refiero a “El miedo a los subordinados. Una teoría de la autoridad” (Lom, 2016) y ¿Cómo estudiar la autoridad? (Editorial USACH, 2021).
[2] “Du erinnerst mich an einen Menschen, der aus dem geschlossenen Fenster schaut und sich die sonderbaren Bewegungen eines Passanten nicht erklären kann; er weiss nicht, welcher Sturm draussen wütet und dass dieser Mensch sich vielleicht nur mit Mühe auf den Beinen hält”. (Hermine Wittgenstein, Familien-Erinnerungen, 2015: 293)
[3] Hochschild, A. R. (1979). Emotion Work, Feeling Rules, and Social Structure. American Journal of Sociology, 85(3), 551–575. https://doi.org/10.1086/227049
[4] Wajcman, J. (2015). Pressed for time. The Acceleration of Life in Digital Capitalism. Chicago: The University of Chicago Press.
[5] Boyd, D. (2014). It’s complicated. The social lives of networked teens. New Haven and London: Yale University Press.
[6] Da verstand ich, in welcher Verfassung er sich innerlich befand.