Audaces y agresivos, por Grínor Rojo


Mi papá, que primero fue profesor primario y después profesor de trabajos manuales en la secundaria, consideraba que la palabra “audaces” nombraba a algunos sujetos que no tenían nada de admirables. Para él, esa era una palabra que nombraba a los “logreros” y a los “aprovechadores”. Personajes que realizan sus actividades en el filo de la ley, auscultando sus resquicios con lupa, para poder así infiltrarse y actuar, en cualquiera sea el campo de sus operaciones, para su propio beneficio. No son tramposos, necesariamente. Sus actividades son por lo general (no en todas las ocasiones, por lo tanto) legales, solo que sobrepasando a menudo la distancia que como todos sabemos existe más allá de la ética y antes de la ley. Un significado análogo a ese que mi papá le daba a la palabra audaces posee otra de la misma familia, que existe en español desde siempre pero que yo siento que hemos empezado a utilizar desde un tiempo a esta parte en su traducción del inglés. Esa palabra es “agresividad”. En español, la RAE la define en una primera acepción con un tinte negativo, diciendo que es la “tendencia a actuar o a responder con violencia” y sólo en una segunda acepción, positivamente, como “acometividad”. Este segundo significado es el que estaría próximo, aunque no del todo, advierto, al de la palabra inglesa, esa sí positiva siempre. En esa lengua, según el Merriam-Webster, “aggressive” puede significar cinco cosas: i) la tendencia a exhibir una conducta agresiva (se especifican una disposición combativa en el buen peleador y su energía y asertividad ruda); ii) la energía o iniciativa potentes (se ejemplifica con el buen vendedor), iii) “fuerte” o “empático”, ya sea en efecto o en intento (se ejemplifica con los colores); iv) “creciente”, “en desarrollo” y “desparramándose” (se especifica con los tumores); y v) más “severo”, “intenso” o “comprensivo” que lo usual (se ejemplifica con las dosis de medicamentos de quimioterapia o similares). La diferencia es clara, ahí donde en la acepción negativa la RAE le da a “agresivo” el significado de “violento”, el Merriam-Webster no usa ese adjetivo y prefiere el significado de “emprendedor convencido de sí mismo y enérgico”. Trasladado al español, yo no puedo menos que identificar este significado con el de “audaces” en el diccionario de mi papá, es decir, con el de la especulación económica sin límite o en el borde del límite. 

Que nos gobierne alguien en cuya persona haya una cuota mayor de la sabiduría del estadista que de la audacia y la agresividad del especulador.

Todo lo anterior me sirve para decir que no es lo mismo un individuo dotado de audacia y de agresividad, en el sentido en que mi papá entendía estas cosas, que ser un estadista y que lo que los que los chilenos queremos -me atrevo a presumirlo-, es que nos gobierne alguien en cuya persona haya una cuota mayor de la sabiduría del estadista que de la audacia y la agresividad del especulador. Este último no es un individuo que estudie, que proyecte o que planifique. Su aptitud consiste en saber cuándo dar el golpe, en meter el pie en el acelerador justo cuando hay que meterlo. Por lo mismo, tampoco es un individuo que posea un punto de vista abarcador, coherente y de largo plazo sobre sí y la realidad. Le basta con reaccionar puntualmente, según sean el aire de las situaciones que se le van presentando en el camino, y apostando a uno u otro número de acuerdo o lo que le indica el olfato. En esa posición de apostador, a veces acierta, amasa una fortuna y se hace rico. Y si es un político apostador, si es un presidente de la República por ejemplo, la cosecha puede ser harto grande. Pero eso no significa que no pueda ocurrir lo contrario, que la carta del naipe o el número de la ruleta no lo favorezcan, que el capricho de los dioses lo desconozca y en ese caso lo que arriesga es la ruina. El problema es que cuando el personaje al que me estoy refiriendo es nada más que eso, un individuo aislado, lo que él arriesga es su propio peculio; cuando es un político, en cambio, lo que arriesga es el bienestar (que también puede ser la vida misma) de un colectivo --el de una parte o el todo de sus conciudadanos--.

Un estadista, del otro lado, no es, no puede ser, un apostador. Tiene que ser uno que actúa después de haber pensado, proyectado y planificado, de ordinario junto con otros y habida cuenta de que él/ella no lo sabe todo; entiende ese/esa estadista que hay personas que, a causa de sus oficios y al menos en determinados asuntos, saben más que él/ella y a las que por lo tanto se debe escuchar. Tómese, una vez más, el ejemplo de Nueva Zelanda. Desde el comienzo de la pandemia del covid-19, entendieron la primera ministra de ese país y sus colaboradores que la relación inversamente proporcional entre el combate contra la enfermedad y la prosperidad económica era una dicotomía espuria y que, por el contrario, si se funcionaba clara y firmemente al principio, sacrificando en ese momento la actividad económica, el virus iba a ser contenido y la vuelta a la prosperidad posible e inclusive probable. Y de ese modo es cómo procedieron. Este 22 de abril de 2021 (yo estoy escribiendo esta nota el 25 de abril), Nueva Zelanda tenía 2.600 personas confirmadas con coronavirus y 26 fallecidos. Chile, por contraste, tenía en ese día 4.914 nuevos contagiados (sobre un total de 40.688 casos activos) y 179 fallecidos (sobre un total de 25.353). Si, yo estoy de acuerdo, los neozelandeses viven en una isla situada en el medio del mar, a dos mil kilómetros de Australia, y son cinco millones y nosotros vivimos pegados a un continente y somos dieciocho millones. Pero, ¿es eso solo lo que justifica esta diferencia de cifras?

Decidir no es apostar y que gobernar no consiste sólo en madrugar al adversario.

Para que en Nueva Zelanda se produjera el resultado que allí se produjo era necesaria una visión cuyos resultados se hubieran previsto a mediano y a largo plazo. Eso es lo que ellos hicieron y nosotros no. Y para eso era necesaria la visión de un estadista y no la de un especulador. No la de uno que hoy ataca la enfermedad aquí y no allá y mañana allá y no aquí. Quiero decir con esto que hubiera sido bueno tener a la cabeza del gobierno de nuestro país no a uno que apuesta según sean las señales del día, en un juego que no tiene término, sino a alguien con la lucidez que se requiere para entender que decidir no es apostar y que gobernar no consiste sólo en madrugar al adversario. En Chile, la única medida más o menos exitosa (y si digo más o menos es porque ha decaído de manera notoria en las últimas semanas) fue la vacunación masiva. Permitió que menos viejos fueran a dar a la UTI y se murieran ahí, como ocurría durante los primeros meses de la pandemia. La vacunación masiva fue una medida de conjunto, fruto de la reflexión y de una mirada a mediano y largo plazo. Pero eso es todo. El resto ha sido improvisación, repentismo, situacionismo del peor.

Particularmente grave ha sido la gestión del problema y el manejo de la solidaridad con los más necesitados. En cuanto a lo primero, la estrategia (si es que se puede llamarla así) ha adolecido de toda clase de agujeros, malas comunicaciones (entre otras cosas, comunicaciones culpables de la creación de una sensación infundada de seguridad que hizo que mucha gente bajara la guardia), información defectuosa y enrevesada, turismo veraniego, fronteras territoriales abiertas, discriminación, etc. Por otra parte, cualquiera podía darse cuenta de que el día iba a llegar cuando, aunque no fuera más que por el simple cansancio, la fiscalización iba a ser imposible. No se puede esperar que los fiscalizadores, policíacos u otros, estén en todas partes y por todo el tiempo. No es viable y pedirlo o proponerlo es una tontera. Como suele ocurrir en nuestro país, esa era una solución autoritaria a un problema político: un placebo a la necesidad de convertir la lucha contra la pandemia en un objetivo nacional, mediante un discurso convincente, bien argumentado y bien informado y con acciones solidarias en terreno, en las ciudades y en los pueblos, en la calle, en las poblaciones, mano a mano los gobernantes con los gobernados. Pero, claro, cuando los gobernantes tienen un 10 por ciento de aprobación popular, una conducta de ese tipo deviene ilusoria.

Pero lo peor de todo ha sido la solidaridad con los más necesitados. Que las familias chilenas estén compensando los estragos que les causa la pandemia echando mano de sus ahorros previsionales es desde ya una fórmula vergonzosa y que yo no sé, pero dificulto que haya otro país en el mundo que la esté llevando a efecto. Que los políticos progresistas chilenos, debido a su inhabilidad constitucional para conseguir nada más que eso, estén apoyando la fórmula es, por otra parte, absurdo y necesario al mismo tiempo. Apoyar el retiro de los fondos previsionales es malo y oponerse al retiro de esos fondos es todavía peor. Pudiera ser que su único aspecto positivo sea el debilitamiento y la eliminación, ojalá en el corto plazo, del turbio negocio de las AFP. Frente a la no acción del ejecutivo (maniobrera o por indolencia o por ideologismo fanático o por torpeza sencilla, lo mismo da), en lo que concierne a imaginar y desplegar una batería de soluciones organizadas, que le hubiesen permitido al pueblo solventar sus necesidades básicas y enfrentar entonces la pandemia con un mínimo de posibilidades de éxito, en el ejecutivo, en el congreso y en el tribunal constitucional se están peleando para que se autorice a los cotizantes de las AFP para que ellos/ellas se degüellen a sí mismos. Es como para ponerse a llorar.

Hay elecciones programadas para todo lo que resta de este año, incluida la de presidente de la República en el mes de noviembre. ¿Tendremos los chilenos la claridad que hace falta para darnos cuenta de que es preferible no creer que si elegimos presidente a un fulano que es rico, este “no va a robar” o que, por eso, porque es rico, va a saber cómo manejar de una manera eficiente la economía del país? Tales presupuestos son supremamente falsos y, si para algo ha servido esta pandemia, es para probarlo. En el último año y medio los ricos se han enriquecido en Chile aún más y los pobres se han empobrecido en la misma forma. No hace falta ser ni sabio ni inteligente para ser rico. Sí que hace falta, y mucha, para ser un buen presidente.