Poderosos caballeros de Chile

“Uribe tenía razón” se lee en un esténcil junto a la Plaza de la Dignidad. En el afiche el poeta parece preocupado. “La dictadura / no fue un error, tiene apellidos / como colas de rata o lagartijas, / y su elenco de honor para asesinos / los regocija todavía, y dura / indefinidamente…”. La brutalidad de los militares golpistas y sus cómplices civiles horrorizó a Uribe. Para él Chile había terminado en 1973. ¿Terminará alguna vez el país que empezó con la dictadura?

Armando Uribe también sabía que aquel país (que no era el único) en realidad había comenzado generaciones atrás. Era la expresión de cierta clase dominante que él conoció bien porque perteneció a ella. La conoció tanto que llegó a retratarla en sus movimientos interiores, “en sus maneras de pensar, sentir y actuar”. Muchos, dice el poeta, quisieron la dictadura, la desearon, la añoran, desean la tiranía, y son crueles, clasistas y racistas. Uribe les habló de frente, sin disimulo. Tampoco cedió frente a sí mismo. 

A continuación, compartimos algunos fragmentos del libro "Caballeros" de Chile.


Los caballeros deben mandar

Qué importan las distinciones sutilísimas a que nos fuimos acostumbrando. Nosotros éramos, todos, sin distinción, el más perseguido entre nosotros como el más dominante, todos aventajados frente a los pobres.

La existencia de los pobres era lo que nos daba unidad entre nosotros.

La cultura que teníamos acerca de los pobres era nuestra fuerza de cohesión. Los observábamos todo el tiempo, tácitamente. Ellos eran: los otros absolutos, los otros de todos nosotros, los otros de todo.

Escarnecidos, peligrosos, feos. Contagiosos, protegibles. Necesitaban de nosotros, debíamos actuar de manera que les fuéramos necesarios para siempre. Dependientes.

Los caballeros deben mandar. Si no, este país se acaba.

“Nosotros, los pobres, ustedes, los ricos” 

“Ustedes los ricos son todos iguales. ¡Nos tienen fregados a nosotros los pobres!”. Me enojé: “Yo no tengo nada en contra de los pobres”. “Ustedes tienen de todo: por eso son ricos. ¡Nosotros sí que no tenemos nada!”. (De todo significaba: hasta dos pares de zapatos). “Pero nosotros les damos limosna a los pobres”. El niño, mayor que yo que tenía siete, él tendría nueve años o diez, pero no más alto que yo ni más fuerte, saltó como un gato al que le pisan la cola. “¡Rico desgraciado!”. Retrocedió, se agachó. Al pararse de nuevo, vi que tenía las manos llenas de piedras. “¡Vas a ver!”, me gritó retrocediendo de espaldas y tirándome piedras. Tenía buena puntería. “Van a ver lo que les va a pasar, ricos de mierda”. Retrocedía rápidamente, cateando a lado y lado por si salía una empleada a la puerta o alguien a mirar por la ventana. “¡Son todos iguales!”, gritó y lanzó la última piedra. Dobló la esquina y desapareció. No se le vio nunca más por esos lados.

Existíamos por contraste, teníamos identidad en comparación con lo que no éramos, contra los otros. De ahí el sadismo social chileno.

Cosas de utilidad inmediata

Se consideraba que el pueblo era muy feo. Tener cara de roto, manos de roto, facha de roto: insultos. La misma palabra roto —cualquiera que sea su origen histórico y su etimología— expresa: lo incompleto, lo violado, lo inservible, lo que se puede y se debe botar. ¡Modos de roto! No saberse mover, sentar ni comer ni vivir. Lo que está roto es barato. A los rotos chilenos se los puede tratar como cosas de utilidad limitada. ¡Hay tantos y todos igualmente rotos! Más de los necesarios.

La hipocresía social hace que estas nociones no sean casi nunca explícitas. La prudencia social en los últimos treinta o cuarenta años evita incluso que se manifiesten en el trato directo de patrones con asalariados. Pero en la conversación y con más frecuencia en los chistes entre “patrones”, la idea de la inferioridad congénita, espiritual y física, moral, estética y sensible de la gente del pueblo chileno, domina siempre y es una cantidad mensurable que los privilegiados están dispuestos a restar en sus cálculos sobre lo que merece el pueblo (lo que merece comer, la dignidad que merece).

Me dirán que exagero. Naturalmente hay excepciones. Naturalmente una actitud colectiva inconfesable como ésta se disfraza de paternalismos, racionalizaciones, argumentos económicos, piedad religiosa. No es del todo consciente. No sería soportada por la conciencia civil si no fuera secreta.

Pero se revela incluso en la celebración, de los dientes para afuera, de las cualidades del roto chileno. Hasta hay una estatua y una plaza en Santiago dedicada a ese roto. La escultura de bronce representa a un “roto” más griego, romano y mediterráneo de proporciones clásicas que chileno.

Vender, comprar

Los caballeros han tenido siempre una afición irresistible por la compraventa en grande pero con criterio en chico. ¡Vender el país! Si estaba siendo vendido mes a mes, sus minas subterráneas, el salitre, el cobre, el hierro, sus riquezas más profundas, a ingleses, a norteamericanos, al extranjero…

¡Europa! Se fue a Europa. Volvió de Europa pasando por Estados Unidos, está de viaje en Europa, está estudiando en Estados Unidos. Tiene amigos extranjeros, goza de la confianza de una gran firma de inversionistas, es persona seria: hace negocios con el extranjero. El sueño del criollo rico, transmitido de generación en generación aun después de siglos en América: volver a “Europa”, una Europa “del alma” (llamando “alma” al vacío moral dejado por el desprecio hacia los propios pueblos americanos), instalarse en esa costa azul que cubre todo el continente europeo, en esas aguas milagrosas, Baden-Baden, Trevi, Lourdes, termas. ¡Europa! Que con el tiempo pasó también a comprender Estados Unidos.

¿Los militares?

Los militares creen representar a Chile, el espíritu y cuerpo nacional, la historia, a voluntad del Estado. Los militares de hoy representan la voluntad de que el país (donde debíamos crecer) no exista. Esa voluntad es antigua en nuestra tierra, ha permanecido a través de todos los esfuerzos de hacer el país, desde el comienzo. Es uno de los rasgos ocultos inconscientes de las clases que han dirigido siempre Chile, hasta hoy. La tentación de que el país muera como tal y se entregue a la historia exterior, a los imperios, a los “imperativos de la geografía”, a los “círculos financieros internacionales”, a todo lo que a distancia, al ojo del provinciano isleño y cerril duro de cabeza y sin fantasía, escarnecedor y sin humorismo humano, envidioso, desconfiado, inseguro, le parece la realidad de este mundo. Los militares representan la voluntad de muerte del país. Cuando matan, no solo asesinan a quienes matan: a izquierdistas o a “rotos alzados”. Acaban —quieren acabar, pero no podrán— con el Chile histórico. No podrán hacerlo; porque el verdadero Chile histórico, la comunidad que verdaderamente necesita que Chile exista, y que ha sudado cuatrocientos años para realizar el país, es el pueblo perseguido y castigado, el que no tiene opción ni siquiera imaginaria en el mundo sino su lugar, su tierra, su trabajo.

Terremotos

Mueren algunos, pierden muchos. Tema de conversación en las terrazas interiores elevadas. Tema de políticos y negociantes; buenos para activar corporaciones de reconstrucción, auxilio, ayúdate que Dios te ayudará —o el Fisco—. Terremotos: así es la vida. Hay que saber perder (sabio principio cuando pierden los otros). Borrón y cuenta nueva.

Cuando los militares el 12 de septiembre, usurpado ya el poder, ocupándolo ilegal, aunque no clandestinamente, desenvainaron sus palabras de orden, recordaron los terremotos y ofrecieron: reconstrucción nacional.

La historia de Chile quisiera —quisieran los empresarios satisfechos de su historia de hoy— ser fenómeno de la naturaleza. Los militares creen ser telúricos —y lo son, terrosos, prehistóricos, con sus cabezas agujereadas como piedras pómez— y erosionar la historia: efectivamente, han hecho un forado en esa historia: han abierto la boca del volcán.

Imágenes recogidas del flickr de Paulo Slachevsky, excepto la imagen del esténcil.