¿Nihilismo occidental?

En uno de los artículos recogidos en el libro Contra el imperio, el escritor y cineasta Andre Vltchek critica la enfermante propagación de cierto nihilismo occidental que burbujea en las megalópolis de la franja norte de occidente, como París, Nueva York o Londres. Para Vltchek, en medio de la opulencia de estas ciudades, discurre una miseria mental y emocional bastante honda que se expresa, entre otras manifestaciones, como una falta de compromiso aguda hacia cualquier propósito que no sea individual, es decir, hacia grandes tareas políticas, intelectuales o emocionales, como serían amar sin calculadora o hacer de una buena vez la revolución.

Ante la falta de simpatía hacia propósitos cohesivos y comunitariamente expansivos, la vida se va encogiendo hacia un mínimo común denominador que podríamos llamar: proyecto personal de vida, donde la mayoría de los esfuerzos se destinan a lo que espantosamente denominamos la carrera profesional, nuestra carrera (o la carrera en relevos si consideramos a las generaciones precedentes), vale decir, afanarnos en nuestros trabajos para prosperar socialmente, prosperar también como consumidores y gastar e invertir más, sobre todo invertir en nosotros mismos, lo que podría traducirse al lenguaje del engranaje neoliberal como ser más competitivos. En este afán (y en pagar las deudas forzosa o voluntariamente contraídas) se nos puede extraviar el buen vivir.

De esta enfermedad triste padecerían los habitantes de esas grandes, luminosas y soberbias ciudades del norte occidental: “Si se lo mira más de cerca, allí no hay en realidad vida, vida como la que solían ver antes los humanos y como todavía la entendemos en otras partes del mundo”, escribe Vltchek.

A veces pienso que exagera, a veces pienso que no. Me ha tocado asomar las narices una vez y por un tiempo prolongado, digo un par de años, a una de esas ciudades occidentales nihilistas que Vltchek acusa, y ciertamente vi mucha más miseria que bondad, pero tampoco vi un desierto, todavía quedan flores y hay seres humanos intentado limpiar las aguas de sus vidas pese a todas las toxinas que dan vueltas. De todos maneras, parece imponerse un modo de ser que pugna por comprender el mundo nada más que en una dimensión de riesgos, costos y oportunidades, es una actitud tensa y competitiva, una tensión más que sumar a la existencia, y agota. Así, la vida en las ciudades puede ser pujante pero está cansada, debe descansar pero no lo entiende o si lo entiende no lo acepta ni lo practica, porque ante todo la vida se gana de verdad  produciendo riqueza, y con riquezas (o apariencia de riquezas, es decir, crédito) puedes comprar autoestima, y quién sabe cuántas cosas más, cifradas en marcas y mercancías reconocibles por sus encachados logos. La vida se sostiene, entonces, gracias a soluciones artificiales, adminículos (hoy también aplicaciones de teléfono) y fármacos; he ahí las farmacias, que nos esperan en cada esquina con sus puertas automáticas abiertas, y la proliferación de terapias falsificadas, que podríamos considerar meras experiencias de turismo emocional o mental, vanas zambullidas en la parte menos profunda de la piscina de la conciencia.

Vltchek, por su parte, mientras observa esta precaria voluntad de comprensión de sí (quizá emparentada con la autocomplacencia y las crisis de responsabilidad que afectan a la humanidad en general), señala la desmedida voluntad de expansión de este modo de ser occidental: “En vez de tratar de comprender su propia abismal condición, en vez de tratar de estar mejor, incluso de sanarse, ha tratado más bien de expandirse, de extenderse rápidamente por muchas otras partes del mundo”.

En América Latina conocemos los estragos económicos del saqueo colonial e imperialista, pero me pregunto qué tan atentos estaremos a los estragos mentales y emocionales que hemos acumulado a través de generaciones y generaciones colonizadas hasta el inconsciente. Me pregunto también, ahora en particular, si Chile puede ser considerada una nación occidental. Muchas personas, imagino, dirán que sí sin titubear.

Una profesora me contaba que, hace tres años, en una sala de clases de una prestigiosa universidad de Nueva York, se rieron civilizadamente de ella por sugerir que nuestros países latinoamericanos formaban parte del llamado mundo occidental. Latinoamérica, para los occidentales, era un aparte; no participaba del grupete (pensaba ahora yo) porque no se encontraba, ni jamás se había encontrado, en la posición cultural dominante (desde ese punto de vista occidental, claro está), sino todo lo contrario. ¿Quién está al centro del mapa? La cultura occidental quizá puede verse como una tradición y sucesión de dominantes, Grecia, Roma, la pequeña pero cruel Europa y sus imperios religiosos y genocidas, Estados Unidos con sus mutaciones de la doctrina Monroe y, luego, propagando por los viejos y nuevos medios su imperio de lo divertido y su mentalidad disney.

Al menos en el caso de Chile, podríamos decir que nuestras mediocres élites nos han puesto en la posición de ser abusados -parafraseando al triste falócrata lumpenburgués Piñera- y en consecuencia no cumplimos con el requisito de haber sido abusadores de otros, excluyente, en mi opinión, para formar parte del occidental club. Curiosamente, las mediocres élites de nuestra tierra, la falocracia empresarial (antisocial hasta la médula, pues impone sus condiciones de vida a punta de pistola militar o policial, masacre, simulacro de masacre o amenaza del “comienzo del fin”), sí se sienten parte del club occidental, precisamente porque ellos sí pueden ufanarse de haber abusado de otros a través de sus generaciones. (Creo que ya vamos como en la sexta reencarnación de Agustín Edwards, el informante; sabemos que Max Luksic descolla en el canal de la iglesia con tarifario que compró su padre; ¿en qué pasos andarán los jóvenes Piñera y los jóvenes Sutil?, me pregunto).

En cualquier caso, pienso que los efectos tristes del nihilismo occidental en nuestras ciudades sobrepobladas son innegables. Hablamos de pesimismo crónico, resistencia al cambio, obediencia servil, miedo, incluso censura hacia formas de vida alternativas a la carrera neoliberal. Es un derrotismo severo, una sumisión sofocante, expresada bajo la paradojal forma de un exitismo ramplón, tramposo y sobreexcitado que es amplificado por la publicidad y su instigación al consumo. La cadena es la deuda; compra hoy y vive sujeto al pago de convenientes cuotas hasta que esto acabe.

En los noventas se abrieron todas las llaves de la globalización y nos inundaron hasta el presente con imágenes de un mundo divertido y moderno (televisión por cable e internet mediante) y nos recordaron una y otra vez que debíamos parecernos a ese mundo espejeante, que no quedaba otra, que era lo mejor para nosotros. Hasta sueños importaron, como el sueño del auto propio, renovable cada cuantos años (no conozco otra cultura más fanática del auto que la gringa, allí proyectan esa famélica y vulgar libertad de carretera, de caminos ilimitados para sus bólidos a toda máquina suicida). Mientras estábamos divertidos, distraídos, choqueados (muchos, algunos, no todos) se empezaron a robar las aguas del macizo andino y adelantaron la tarea de privatizar hasta el átomo. Sabemos que el marasmo impuesto a nuestro pueblo se intensificó a partir de la dictadura militar y no empezamos a recuperarnos sino hasta hace poco tiempo. Innegablemente desde el estallido de la revuelta de octubre empezamos a quitarnos los mocasines de los momios y los bototos de los milicos de las espaldas y nos pusimos de camino hacia la restauración completa de nuestros vínculos comunitarios. Por eso apareció la paradoja del cansancio: estábamos tan agotados de ser empujados hacia una vida miserable que terminamos por despertar con energía incontenible a la conciencia común de que otra vida sí es posible, una vida auténtica, sin falsificaciones ni letras chicas ni acuerdos de dudosa estampa, una vida que valga la pena vivir.

Pienso que esto habla de una corriente revolucionaria profunda que nunca ha dejado de correr, que muchos ahora reencuentran, y a sus aguas limpias acuden para quitarse de encima la piel muerta que el neoliberalismo ha dejado. Pese a todos los daños colaterales, la corriente se ha mantenido intacta gracias un trabajo conjunto y creciente de memoria histórica que nunca se detuvo, una resistencia; incluso en las épocas más oscuras, la corriente se propagó silenciosa y sus aguas han ido poco a poco horadando la dureza y frialdad de la moneda y del plástico. Por eso podemos reconocer hoy que no fueron 30 pesos sino 30, incluso 500 años. Necesitamos amor, compromiso y entusiasmo para resistir y recuperarnos de este presente confinado y aumentar la fuerza de nuestro caudal revolucionario que ya se va a descargar: “Ninguna revolución ni tampoco ningún amor podría tener éxito sin un enorme entusiasmo. Ni revolución ni amor alguno pueden levantarse sobre cimientos de depresión y derrotismo”, escribe Vltchek. Ya lo sabemos, es con todo, si no pa qué.