A propósito de la presentación de mi libro Siete horas en manos de la DINA en la Feria del libro de Recoleta.

La flecha del tiempo puede entonces engañar nuestros sentidos, cuando soñamos todo es posible

Invitado a participar en la presentación de mi libro Siete horas en la Feria del libro de Recoleta el sábado 13 de abril, pude hacerlo a través de mi presencia en imagen y audio gracias a la habilidad técnica de mi esposa y mi nieto, y evidentemente, los técnicos en Chile. Pero con una dificultad: si los participantes en la reunión podían verme y escucharme a través de una pantalla, desgraciadamente yo podía solamente escucharlos. Un pequeño consuelo, pero peor es nada.

Con emoción escuché los comentarios elogiosos e interesantes de Magdalena Garcés, Jean Flores, Silvia Aguilera y Paulo Slachevsky, pero acompañado de una extraña sensación. Ello era apenas perceptible, pero me llevó una vez más a reflexionar a propósito de los encadenamientos de situaciones en una vida. El poder conversar sin poder ver a mis interlocutores me trajo inconscientemente el recuerdo de mi interrogatorio ocurrido hace ya tantos años: escuchaba a mis torturadores, pero no podía verlos. Felizmente el cuadro de la reunión era totalmente diferente, pero esa sensación se presentó a mi espíritu y me acompañó durante un buen momento. Pero no fue la única sensación. También llegó el recuerdo de mi primera visita a la embajada chilena en Paris en 1992, el dictador partido reemplazado por un presidente civil elegido en elecciones lo hacía posible. Pero al entrar a la embajada mi gran alegría se veía contrabalanceada por la imposibilidad de poder viajar a mi país. Como estaba presente en la reunión de Recoleta, sin poder ver a mis interlocutores y sin poder estar presente físicamente.

Pero seguramente mi gran alegría de poder participar en el acto de Recoleta, me trajo también el agradable recuerdo de mis tiempos de niño. Como lo afirmaba el gran poeta Austriaco Rainer María Rilke, “la verdadera patria del hombre es la infancia”, y como la reunión se efectuaba en el local de la alcaldía de Recoleta ubicada a un par de cuadras del lugar en donde viví cuando niño, en la calle El Roble 616, pude comprobar una vez más lo acertado de esa afirmación. Lo dije brevemente en el acto, que había vivido en el barrio Recoleta, pero lo que no dije, porque habría sido muy largo a comentar, a pesar de que estaba bien presente en mi espíritu, fue que un poco más lejos en la avenida Einstein, se encontraba la escuela, -que creo que todavía existe- en donde concurrí por primera vez iniciando mi vida de estudiante, cuando tenía siete años. Esa escuelita la visité por primera vez y sería el último día, porque me las arreglé para escaparme de la escuela antes de que terminaran las clases. Como nadie se dio cuenta de mi escapada, mi madre y mi padre se enojaron con la directora y mi profesora y me cambiaron de escuela. Cuando mi madre me acompañó a mi nueva escuela me dijo: “Trata de portarte bien y no escaparte, porque si no van a faltar escuelas para terminar el año.”

Curiosa es la vida, ¿esa escapada de la escuela prefiguraba mi escapada de adulto? ¿O esa escapada de escuela en el barrio Recoleta prefiguraba mi presentación en la alcaldía de Recoleta demasiados años después? No es fácil la respuesta, pero en todo caso lo ocurrido con la presentación, más bien lo ocurrido con mis sensaciones en la presentación, validaba una vez más el comentario de mi amigo y poeta Orlando Jimeno Grendi, quien calificaba mis cuentos de historias circulares, porque en mis cuentos la flecha del tiempo no seguía el camino al que estamos habituados en donde los efectos siguen a las causas. A veces en mis cuentos era al revés. Y quizás Orlando tenía razón, pero no solamente en mis cuentos sino también en la realidad, lo que es posible si le creemos a Macedonio Fernández cuando afirmaba: “Somos un soñar sin limites y solo soñar, no tenemos pues idea de lo que es el no-soñar”, dándole razón a la afirmación del siglo XVII de Calderón de la Barca: “La vida es sueño”. La flecha del tiempo puede entonces engañar nuestros sentidos, cuando soñamos todo es posible. Como es posible hablar de mi libro en la actualidad que narra mi escapada después de estar detenido durante siete horas y al mismo tiempo pasearme por la escuela que conoció mi primera escapada hace ya tantos años…

P.D.: Para una mejor comprensión de mi comentario, adjunto mi crónica Primer día de escuela que forma parte de mi libro Crónicas del Barrio Recoleta

Primer día de escuela

Mi primer día de escuela, momento tan importante en la vida de un niño y siempre inolvidable, terminó de una manera bien particular, quizás porque lo había empezado de igual manera y en verdad no lo olvidaría jamás ni mis padres, pero no por las razones habituales...

A causa de unas vacaciones en la sureña ciudad de Constitución prolongadas más de la cuenta, comencé mi año escolar con un retraso de dos semanas. Por lo tanto mi primer día de escuela no coincidió con el primer día de los otros niños. Pero además lo hice en un día viernes por la tarde y para completar el todo, sin bolsón y sin cuadernos ni lápices. Aunque no estaba previsto y a pesar de mi vehemente oposición, siguiendo los autoritarios consejos de la directora de la escuela pública y mixta de la avenida Einstein – con quien habíamos tenido la mala idea de reunirnos justo después de la hora de almuerzo – mi madre aceptó dejarme en la escuela ese mismo día viernes por la tarde. Había llegado muy confiado y del mejor humor a la entrevista con la directora sin ni siquiera sospechar lo que me esperaba. Tan seguro estaba de comenzar mi nueva situación de estudiante solamente el lunes siguiente. Pero súbitamente me encontré en la piel de ¡alumno de Primer Año de Preparatorias! Las palabras de la directora resonaron como un seco golpe de martillo en mi cabeza: Aunque sea un mediodía ganado de escuela, es un medio día ganado...

Cuando vi alejarse a mi mamá, despidiéndose con un conciliador y muy mal venido, para mi gusto: Debes hacerle caso a la directora, parecía que el corazón iba a salirse de mi pecho, pero no tuve el tiempo de lamentarme. La directora, con la delicadeza propia de las directoras de escuelas, sin preguntarme mi opinión con firmeza me tomó de la mano obligándome a seguirla. Mis piernas se doblaban ante el peso causado por mi nueva situación, pero avancé como pude hasta llegar a una gran sala de clases. Entramos y la directora informó brevemente a la profesora de mi caso y dando una media vuelta desapareció en el pasillo por donde habíamos llegado. ¡Toda relación con mi mundo exterior había desaparecido! La profesora, gritona, como todas las profesoras sin autoridad, me preguntó mi nombre y me ordenó de sentarme en el único asiento libre. Al fondo de la sala, en medio de cuatro niñas bastante grandecitas para estar en primer año. Las palabras acompañando su decisión sonaron como una peligrosa advertencia en mis oídos: Siéntate al fondo, con las repitentes...

En medio del bullicio de la sala en donde había por lo menos cincuenta alumnos, me senté tímidamente en el asiento indicado – como una salchicha en un hot-dog – con dos niñas vestidas de delantal blanco a cada lado. Ante la ausencia del más mínimo implemento escolar, la profesora me pasó unas hojas de papel en blanco y un lápiz de carbón y mientras trataba de adivinar sus usos, me recordé lo que sabía sobre los repitentes de primer año: eran los alumnos que no habían aprendido a leer. Según mi madre eran niños con cabeza de pájaro. Además de la posibilidad de entretenerme un rato con las hojas y el lápiz, tenía la oportunidad de conocer a cuatro repitentes mujeres con cabeza de pájaro...

Mis compañeras de fila – como buenas repitentes – aunque mal, ya conocían las explicaciones de la profesora y no paraban de conversar y de reírse a pesar de las repetidas órdenes de la profesora intimando al silencio. Pero no solamente eran habladoras y alegres, entre ellas, parecían haberse puesto de acuerdo para ignorarme totalmente como si no existiera. Traté de entablar conversación con cada una, presentándome primero como lo exige la buena educación, pero sin obtener ningún resultado. Ellas no tenían ningún interés en saber cómo me llamaba...

Como todo alumno de un primer día de escuela no coincidente con el de los otros, no comprendía absolutamente nada de las explicaciones de la profesora ni menos el significado de los signos dibujados con tiza en el gran pizarrón. Según sabría después se trataba de los palotes, como se sabe, constituyen la base de la caligrafía. Pero si nadie me lo explicaba no podía adivinarlo. Situación comprensible debido a mi ignorancia en mi caso agravada por una molestosa miopía aun no descubierta. Suponía que los trazos de los niños en sus hojas tenían una relación con los signos del pizarrón, pero fuera de parodiar a mis compañeros – así la profesora podía creer que seguía el curso como los demás – un sentimiento de impotencia y absurdidad comenzó poco a poco a invadir mi espíritu. Esos primeros momentos me parecían interminables y por sobre todo terriblemente aburridos. ¡Como recordaba mis vacaciones! Después de observar las espaldas de los alumnos en la hipotética eventualidad de conocer alguno; de observar con atención las grandes y altas ventanas; de tratar de adivinar lo anotado por la profesora en el pizarrón; no paraba de preguntarme qué hacía allí. Si no pude responder a mi pregunta por lo menos adquirí la absoluta convicción de no encontrarme en mi lugar...

Como los grupos de amigos se habían formado el recreo no fue mejor. Pero por lo menos puse una distancia prudente con las repitentes. Un alivio cierto y se trataba de un recreo. Estaba al aire libre y de alguna manera recuperaba la sensación de mi libertad perdida. Pero si no conversé con nadie logré darme cuenta de la forma de la escuela, la repartición de las salas, la forma del patio, donde quedaban los baños y algo muy importante: donde estaba la puerta de la calle. A causa de la gran emoción había perdido todos mis puntos de referencias. Por lo menos el recreo me permitía recuperarlos...

Las dos últimas horas de clase comenzaron como habían comenzado las dos primeras, pero esa vez no solamente comenzaba a aburrirme de nuevo, además me dije que eso no iba a durar mucho tiempo. Para rematarlas, me encontraba de nuevo sentado entremedio de las altaneras repitentes. Respetuosamente, como lo hacían los otros niños, me puse de pie y levanté la mano pidiéndole a la profesora permiso para ir al baño. La profesora, a causa del gran número de alumnos encerrados en la misma clase, no tomó en consideración de que recién veníamos llegando del recreo. Momento cierto de descanso, pero en el cual los alumnos deben aprovechar para hacer sus necesidades. Mi pedido fue respondido favorablemente e instantes después me encontré solo en el gran baño de la escuela al fondo del patio. Después de lavarme varias veces las manos y asegurarme discretamente de no tener ningún profesor o inspector en las cercanías, ni menos la directora, quien seguramente se habría dado cuenta de mis intenciones, no por nada era la directora, sin pensarlo dos veces me dirigí con un paso decidido hacia el gran portón por donde se salía a la calle, sinónimo de mi libertad. Al llegar al portón me encontré con una dificultad que casi echa por tierra mi plan: No alcanzaba ni siquiera empinándome a tocar la manilla de la puerta con mi mano. Afortunadamente, mientras me preguntaba cómo resolver ese gran problema, un alumno de los cursos superiores se acercó a mi lado preguntándome qué hacía al lado de la puerta. Sin reflexionar le respondí lo primero que se me atravesó por mi espíritu, seguramente influenciado porque era una de las pocas cosas que sabía hacer bien: ¡La profesora me mandó a comprar pan!

El niño me observaba con su cabeza interpuesta entre la gran luminosidad del sol de la tarde y la mía y unos pelos muy finos de sus orejas, puestos en valor por la posición del sol, prolongaban de una manera más bien cómica su órgano auditivo. Pero no tuve tiempo de reírme. Mi respuesta pareció convencerlo y sin preguntar nada más me abrió el pesado portón y me encontré en la calle. Sin reprocharme en absoluto por lo hecho, completamente convencido de lo justo de mi acción y dando un gran suspiro de alivio, me alejé calmamente haciéndome el leso por la avenida Einstein, para no llamar la atención y denunciarme como fugado de escuela y doblé por la calle Recoleta, por donde continúe caminando hasta llegar a mi calle. Cuando mi madre me vio llegar, un poco sorprendida de verme tan temprano, pareció contentarse con mi explicación: Como es viernes, se sale más temprano. Y todo volvería, en apariencias, a lo normal. El día viernes transcurrió de manera placentera, mientras se disipaba el recuerdo de una penosa experiencia y el sábado y domingo pasaron como pasan en general esos días: muy rápido cuando la amenaza de la escuela se perfila al horizonte. E inevitablemente llegó el día lunes...

En los momentos de partir a la escuela, con bolsón y todo el implemento escolar necesario, de manera por cierto no muy corajuda me puse a llorar confesando mi fechoría y preparando mi espíritu y mi trasero al castigo que seguramente merecía. Pero cuando mis padres se enteraron de lo ocurrido no se enojaron conmigo sino con la escuela. ¡Ni mi profesora ni la directora se habían dado cuenta de mi fuga! Mi madre no paraba de exclamar con indignación: ¡Cómo es posible que un niño desaparezca de una clase y de la escuela, sin que nadie se dé cuenta! Y yo estaba totalmente de acuerdo con ella...

En los días siguientes comenzaría de verdad mis clases en otro establecimiento. En una pequeña escuelita privada en Recoleta a apenas unos metros de mi calle. Esa escuela tenía una desventaja y varias ventajas. La desventaja era para mis padres, pues como era privada no era gratis a la diferencia de las escuelas públicas. Las ventajas eran todas para mi: Quedaba más cerca de la casa – exactamente en la mitad del trayecto a la escuela de la avenida Einstein – habían pocas clases y en cada una pocos alumnos. La profesora vivía en mi calle, a cuatro o cinco casas de la nuestra, casi al lado de la casa embrujada y, detalle muy importante, era la mamá de uno de mis mejores amigos. Seguramente gracias a todas esas ventajas acumuladas terminaría mi primer año sin problemas y aprendería a leer y escribir. No parecía tan evidente cuando al momento de acompañarme por primera vez a esa escuela, mi madre, aunque sonriendo, me dijo: Trata de portarte bien y de no escaparte, porque si no, van a faltar escuelas para terminar el año....