Las estrategias de guerra civil del neoliberalismo

Introducción del libro "La opción de la guerra civil. Otra historia del neoliberalismo"

 

El neoliberalismo, desde sus orígenes, es el resultado de una opción propiamente fundacional: la opción de la guerra civil. Y esta opción sigue siendo hoy, directa o indirectamente, la que dirige su orientación y sus políticas, incluso cuando estas no implican el uso de medios militares. Esta es la tesis sostenida a lo largo de este libro: mediante el recurso cada vez más explícito a la represión y a la violencia contra las sociedades, lo que hoy está teniendo lugar es una verdadera guerra civil. Para comprenderlo correctamente, es necesario, en primer lugar, retomar esta noción. Hay un sentido masivamente extendido que opone la guerra civil, como guerra interior, a la guerra interestatal, como guerra exterior. En virtud de esta oposición, la guerra civil se lleva a cabo entre ciudadanos de un mismo Estado. Mientras que a la guerra externa le incumbe un derecho al que se someten todos los beligerantes, la guerra intestina recae en la esfera del no derecho. Al reclamo de Gustave Courbet, en abril de 1871, en favor del estatus de beligerante para los comuneros, al invocar «los antecedentes de la guerra civil» (la guerra de Secesión de 1861-1865), se le objeta que «la guerra civil no es una guerra ordinaria». Esta primera antítesis debe completarse con una segunda, la de la política y la guerra civil: mientras que la política es la suspensión de la violencia a través del reconocimiento del imperio de la ley, la guerra civil es el desencadenamiento sin reglas de la violencia, de una ira «que combina, en forma indisociable, furia y venganza», en los términos de Tucídides. Estas antítesis, y otras más, obstaculizan un enfoque del neoliberalismo mediante su estrategia. Desde esta perspectiva, sabemos que la política puede aceptar perfectamente el uso de la violencia más brutal y que la guerra civil puede llevarse a cabo mediante el derecho y la ley.

Estrategias diferenciadas

Dos ejemplos nos permitirán adentrarnos al núcleo de la cuestión: el de Chile y el de Estados Unidos. El 20 de octubre de 2019, dos días después del inicio de las revueltas en el metro de Santiago, a raíz del aumento en el precio del pasaje, el presidente chileno Sebastián Piñera no dudó en declarar el estado de guerra en los siguientes términos: «Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta nada ni a nadie, que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite». Para la audiencia chilena, esta utilización del término «guerra» no tiene nada de una metáfora: el ejército está a cargo de hacer cumplir el orden, y los vehículos blindados resurgen en las calles de Santiago, rememorando los tiempos siniestros del golpe de Estado militar de Augusto Pinochet, el 11 de septiembre de 1973. Durante las semanas siguientes, los Carabineros se encargarán de darle a la palabra «guerra» un significado muy preciso, el del estallido de la violencia estatal contra los ciudadanos comunes (violaciones en comisarías, patrulleros que embisten contra los manifestantes con la intención de arrollarlos, cientos de manifestantes con heridas oculares o que perdieron la vista por el uso de balas de plomo, etc.).

Pero ¿cuál era el rostro del «enemigo poderoso y peligroso» al que aludía Piñera? El 18 de octubre de 2019 marca el inicio del movimiento conocido como el «despertar de octubre». En unos días, este movimiento horizontal, sin líderes políticos ni dirigentes, tomó las dimensiones de una verdadera revolución popular, inédita por su duración y su intensidad. Lo que irrumpió con fuerza en el espacio público fue toda la diversidad social. No es insignificante que las pancartas feministas y las banderas mapuches hayan flameado juntas en las manifestaciones. Las mujeres chilenas fueron pisoteadas por un familiarismo que exigía de ellas cada vez más sacrificios; los mapuches padecieron una «colonización interna autoritaria». Ciertamente, la guerra declarada por Piñera es una guerra civil, una guerra que requiere la construcción discursiva y estratégica de la figura del «enemigo interior», y que deriva de la opción de la guerra civil por parte de la oligarquía neoliberal contra un movimiento masivo de ciudadanos que amenazan directamente su predominio. Un grafiti omnipresente en las paredes sentencia: «Aquí nació el neoliberalismo, aquí morirá». No tiene valor predictivo, sino performativo: ya que nosotros vivimos aquí, es nuestra responsabilidad colectiva ponerle fin aquí a este sistema incompatible con una vida digna. Es la potencia de ese movimiento autoorganizado la que impidió la guerra civil pretendida por la oligarquía y es esa misma potencia la que impuso el referéndum sobre la nueva Constitución la que se extendió en el terreno electoral a través de la victoria del «sí» el 25 de octubre de 2020.

Pero ¿es posible limitar la estrategia neoliberal de la guerra civil a semejante iniciativa estatal tendiente a aplastar un levantamiento popular? Definitivamente no. La amenaza de la guerra civil nunca se agitó tanto como durante las últimas semanas de la campaña presidencial estadounidense, mientras se producían violentos enfrentamientos entre supremacistas blancos y manifestantes antirracistas en Portland o en Oakland. El editorialista Thomas Friedman, en aquel momento, no dudó en afirmar en la CNN que Estados Unidos estaba en la antesala de una guerra civil. En 2020, la primera manifestación importante tuvo lugar en Virginia, cuando los demócratas ganaron el control del gobierno de ese estado y prometieron promulgar leyes de regulación de las armas: alrededor de 22.000 personas, muchas de las cuales estaban armadas, manifestaron delante del Capitolio de Richmond, bajo el cántico de «No obedeceremos». En abril del mismo año, se desbarató un plan para secuestrar al gobernador de Michigan e iniciarle un juicio por traición. La irrupción-espectáculo del 6 de enero de 2021 en Washington no hizo más que sacar a la luz un movimiento arraigado en lo más profundo de la sociedad estadounidense. Todas estas violencias no son la manifestación de una guerra civil clásica en la que se enfrentan dos ejércitos, como fue el caso en la guerra de Secesión, sino de una división profunda y duradera entre dos partes de la sociedad, largamente oculta detrás del prisma deformante de la oposición electoral entre demócratas y republicanos, y que hoy corresponde a una forma singular de guerra civil. Es muy fácil ver en Trump a un demiurgo que habría creado desde cero esta división en el seno de una sociedad hasta entonces pacificada. Lo que hizo Trump fue reimpulsar divisiones muy antiguas, raciales, sociales y culturales, para exacerbarlas en beneficio propio, alimentando particularmente el imaginario sudista, basado en la esclavitud y el racismo, como lo demuestran la exhibición de la bandera confederada y las milicias de los Boogaloo Bois, obsesionados por los preparativos de una guerra civil inminente. Pero, sin duda, lo más importante, a futuro, es el hecho de que Trump haya logrado unir facciones enteras de la población, llegando a aumentar significativamente la cantidad de votos en su favor entre 2016 y 2020 (de 63 millones a 73 millones en 2020). Ahora bien, lo que dio lugar a esta polarización no es más que una oposición de valores, la de la libertad y la igualdad o la de la libertad y la justicia social, en una palabra, la de la «libertad» y el «socialismo». Porque es esta oposición la que cargó de sentido el odio o el resentimiento que experimentaron gran parte de los electores. Como lo expresa Wendy Brown, el mayor logro de los republicanos en estas elecciones fue el de haber «identificado a Trump con la libertad»: «Libertad para oponerse a los protocolos anti-Covid, para bajar impuestos a los ricos, para ampliar el poder y los derechos de las empresas, para intentar destruir lo que queda de un Estado reglamentario y social». Es el apego a esa «libertad» lo que hace al trumpismo más allá de la persona de Trump, y es lo que le permite plantear un trumpismo sin Trump. Como sostiene la historiadora Sylvie Laurent, los milicianos del Capitolio no representan un cuerpo extraño para Estados Unidos, sino que «se inscriben en una larga tradición del terrorismo blanco estadounidense», que solo puede prosperar sobre el terreno fértil de un «nativismo» que data de cuatro siglos. Pero, además de Estados Unidos, la libertad, que es «más valiosa que la vida», también es el estandarte que levantaron los seguidores de Bolsonaro o la extrema derecha española, alemana e italiana en el momento más crítico de la primera ola de la pandemia, y es lo que siguen invocando al día de hoy. La guerra civil contra la igualdad en nombre de la «libertad» es indudablemente una de las principales caras del neoliberalismo actual tomado desde una perspectiva estratégica.

Sin embargo, no podemos atribuirle a la extrema derecha el monopolio de la estrategia neoliberal. La izquierda denominada «gubernamental», y en particular la de filiación socialdemócrata, viene librando esta misma guerra desde los años 1980, aunque a menudo de forma más indirecta, pero siempre con temibles efectos sobre las relaciones de fuerza y las alternativas posibles. No solo no defendió a las clases populares ni preservó los servicios públicos, sino que los pauperizó y debilitó en nombre del «realismo», es decir, de los obstáculos de la globalización o de los tratados europeos, según los casos. El ascenso del neoliberalismo nacionalista de la derecha radical no habría podido captar el resentimiento de las clases populares sin esta participación activa de la «izquierda» en la ofensiva neoliberal.

Políticas de la guerra civil

Las guerras civiles neoliberales admiten formas muy diversas y son el resultado de estrategias a su vez muy diversas. Pero ¿cuál es el papel del Estado? ¿Y de qué modo los ciudadanos se oponen entre sí, suponiendo que esta fórmula tenga algún sentido aquí? ¿Se trata de una guerra de «todos contra todos», según la célebre fórmula de Hobbes? En La sociedad punitiva, Michel Foucault problematiza la noción de guerra civil al poner en debate la tesis de Hobbes según la cual la guerra civil sería un resurgimiento del estado de naturaleza. Previa a la constitución del Estado, esta guerra sería aquello a lo que retornan los individuos cuando el Estado se disuelve. A esta concepción hay que objetar que la guerra civil no solo pone en la escena a los elementos colectivos, sino que los constituye: los actores de la guerra civil siempre son los grupos en cuanto grupos, y nunca los individuos en cuanto individuos. Pero estos elementos colectivos no se relacionan aquí según el modelo de una confrontación entre dos ejércitos enemigos, como en la Revolución Inglesa (1640-1660). Los levantamientos populares, como la revuelta de los pies descalzos (Normandía, 1639-1640) en el siglo XVII, los disturbios en los mercados en el siglo XVIII o, más recientemente, los Chalecos Amarillos lo ilustran muy bien. Asimismo, contrariamente a lo que pretende el discurso del poder, la guerra civil no es una amenaza externa: esta lo habita, lo atraviesa y lo ocupa, porque «ejercer el poder es en cierta manera librar la guerra civil».  De modo que la guerra civil funciona como «una matriz dentro de la cual los elementos del poder actúan, se reactivan, se disocian». Es en ese sentido que podemos sostener que, lejos de ponerle fin a la guerra, «la política es la continuación de la guerra civil».

Aunque las guerras civiles del neoliberalismo se libran simultáneamente en varios frentes, y aunque su meta es imponer la dominación de las oligarquías a escala mundial, no por ello se fusionan en una única guerra, de la que el mundo pasaría inmediatamente a ser arena de combate y teatro de operaciones. Por lo tanto, no recurriremos a la expresión «guerra civil mundial», que, como sabemos, fue utilizada en sentidos muy diferentes desde que fue acuñada por Carl Schmitt. Para él, desde mediados de los años 1940, la Weltbürgerkrieg remite al fin de las guerras entre Estados, propias al mundo westfaliano y al nacimiento de guerras asimétricas, llevadas a cabo en nombre de un ideal de justicia que permite a las superpotencias ejercer un poder de policía en el marco de un derecho internacional renovado y sostenido por una voluntad misionera. Para Hannah Arendt, la expresión remite más bien a la guerra entre regímenes totalitarios (nazismo y estalinismo) que, pese a importantes similitudes, no pueden evitar el enfrentamiento directo por su voluntad expansionista –según un análisis retomado por Ernst Nolte en su obra La guerra civil europea, 1917-1945–. Otros autores, como Eric Hobsbawm, en Historia del siglo XX. La era de los extremos, se apropiaron de esta expresión para hablar del enfrentamiento internacional entre las fuerzas progresistas provenientes de la Ilustración y el fascismo.

Nosotros nos referimos a las «guerras civiles» del neoliberalismo en un sentido completamente diferente. Primera característica: estas guerras libradas por iniciativa de la oligarquía son guerras «totales»; son sociales en la medida en que apuntan a debilitar los derechos sociales de las poblaciones; son étnicas por cuanto buscan excluir a los extranjeros de toda forma de ciudadanía y, en especial, al restringir cada vez más el derecho de asilo; políticas y jurídicas, porque recurren a los medios de la ley para reprimir y criminalizar toda resistencia y protesta; culturales y morales, al embestir contra los derechos individuales en nombre de la defensa más conservadora de un orden moral generalmente ligado a los valores cristianos. Segunda característica: en estas guerras, las estrategias están diferenciadas, se refuerzan y se alimentan entre sí, pero no generan una estrategia unitaria global de la que las estrategias nacionales o locales no sean meras particularizaciones. Tercera característica: estas no oponen directamente un «orden global» de tipo imperial, aun dirigido por una potencia hegemónica, a poblaciones tomadas en conjunto, así como tampoco oponen dos regímenes políticos o dos sistemas económicos entre sí. Lo que sí oponen son oligarquías aliadas a ciertos sectores de la población, con el apoyo activo de otros sectores de esta. Pero este apoyo nunca está predeterminado, debe obtenerse cada vez mediante la instrumentalización de las divisiones existentes, y en particular de las más arcaicas. Así es como estas estrategias escapan a todo esquema de tipo dualista. Las guerras civiles del neoliberalismo son precisamente civiles no por oponer el «1 por ciento» al «99 por ciento», según un eslogan tan famoso como falaz, sino por poner en tensión y conformar a raíz de ello varios tipos de agrupación conforme a líneas de polarización mucho más complejas que la pertenencia a clases sociales: las oligarquías aliadas, que defienden el orden neoliberal con todos los medios del Estado (militares, políticos, simbólicos); las clases medias afectas al neoliberalismo «progresista» y a su discurso sobre las virtudes de la «modernización»; una parte de las clases populares y medias, cuyo resentimiento es captado por el nacionalismo autoritario; y, finalmente, un último tipo de agrupación que se constituye mayormente en las movilizaciones sociales contra la ofensiva de la oligarquía y que permanece anclado a una concepción igualitaria y democrática de la sociedad (en el que se encuentran particularmente las minorías étnicas y sexuales, así como las mujeres).

Resulta, en efecto, que la dominación neoliberal modificó por completo las reglas, los temas y los lugares del enfrentamiento: si los Estados se ordenan unos tras otros bajo la bandera del capital global, cuyos intereses protegen en desmedro de las reivindicaciones y expectativas en materia de igualdad y de justicia social, estos emplean y movilizan numerosos recursos y afectos para desviar esta aspiración hacia enemigos internos o externos, hacia minorías molestas, hacia grupos que amenazan las identidades dominantes o las jerarquías tradicionales. De este modo, el cuestionamiento al orden global pudo ser captado por quienes se benefician con él en primer lugar. Al levantar la bandera de la identidad nacional y del «nacionalismo económico», tan caros al exasesor de Trump, Steve Bannon, la derecha radical logró canalizar la furia de facciones enteras de la población, como lo demuestran el referéndum sobre el Brexit, la elección de Trump, la de Bolsonaro o la llegada al gobierno de Matteo Salvini en 2018. Esta concepción de los intereses nacionales, que pretende que estos también correspondan a los de los trabajadores, es inseparable de la promoción de los valores conservadores de la familia, la tradición y la religión. La denuncia de las élites globalizadas queda así envuelta en el gran relato fantasioso de la disolución de las identidades culturales. Sin embargo, este «nacionalismo económico» no apunta tanto a sustraerse del libre comercio, sino a fortalecer la soberanía del Estado-nación con el fin de librar la guerra económica internacional del modo más favorable a sus intereses. Detrás de su crítica de la globalización cultural, la derecha radical participa plenamente en el juego del mercado económico mundial, y la escalada «nacionalista-competitivista» en la que se regodea no le impide en absoluto –sino todo lo contrario– situarse en el terreno de la globalización económica. Esta nueva configuración solo puede reducirse a falsos antagonismos entre «globalistas» y «nacionalistas», o entre «democracia liberal abierta» y «democracia no liberal populista», ya que estos dos campos son en realidad dos versiones del neoliberalismo. Estas recodificaciones del conflicto finalmente permiten al neoliberalismo saturar el espacio ideológico y político, ocultando lo que estas diferentes versiones comparten: una misma defensa del orden del mercado global, un sistema antidemocrático y un concepto de «libertad» que se confunde con la mera libertad de emprender y de consumir, y con la afirmación dominante de los valores culturales occidentales, como lo demuestra ampliamente el trumpismo más allá de la persona de Trump.

Una racionalidad estratégica que se pliega al contexto

Varias interpretaciones de esta «novedad» fueron formuladas estos últimos tiempos. Según algunas de estas, el surgimiento de una derecha dura autoritaria, nacionalista, populista y racista corresponde a un desarrollo «monstruoso», a una «creación frankensteiniana» del neoliberalismo de los orígenes –el de Friedrich Hayek, de Milton Friedman o de los ordoliberales alemanes, que tenía por eje la defensa del libre mercado y de la moral tradicional–. Según otras interpretaciones, la violencia contemporánea del poder estatal corresponde al «viraje hacia otro régimen de poder», en las antípodas de la lógica esencialmente «pastoral» de la «adaptación» a la modernidad, que estaría en el centro del neoliberalismo y que habría que interpretar como la confesión de su propio fracaso. E incluso para otros, el resurgimiento actual de la versión «autoritaria» del neoliberalismo que remontaba a los años 1930 sería «la expresión de su debilitamiento político», de su «crisis de hegemonía avanzada».  En todos los casos, el neoliberalismo planteado desde sus formas contemporáneas experimentaría una desnaturalización o una degeneración que debería descifrarse como el síntoma de un modelo en crisis o, para decirlo con Wendy Brown, de un modelo «en ruinas».

Sin embargo, cuando lo abordamos en su dimensión estratégica, el neoliberalismo siempre surge dentro de un conjunto de relaciones (de composición o de alianza, pero también de antagonismo) con otras racionalidades políticas, que de inmediato se ven obligadas a diseñar enemigos y a pensar modos de acción que garanticen toda su eficacia durante la ofensiva. Acceder a esta dimensión estratégica del neoliberalismo supone volver a plantear la cuestión de sus orígenes históricos para demostrar hasta qué punto el lugar de la estrategia está pensada desde el inicio como central. Así lo evidencia el discurso inaugural del Coloquio Lippmann, donde, al proponerse hacer «el inventario de los problemas teóricos y prácticos, estratégicos y tácticos que implica el retorno a un liberalismo revisado», Louis Rougier destaca que la «tarea» no es solamente «académica», sino que consiste en «entrar en combate con las armas de la mente». Mejor aún: como lo señaló el propio Hayek, la eficacia de la estrategia neoliberal consistió primero en «apostar a la guerra de ideas» y al conjunto de los mediadores (intelectuales, periodistas, políticos, think tanks) que puedan garantizar el papel clave de «proveedores de ideas de segunda mano» (second-hand dealers in ideas) en el campo de la batalla ideológica. Ideado como proyecto económico y político, el neoliberalismo fue, en primer lugar, una respuesta a las formas de regulación social de la economía que el sufragio universal y la democracia partidaria habían impuesto al libre mercado en los años 1920, gracias al éxito electoral de los partidos socialdemócratas y al recurso de la planificación económica de parte de los gobiernos electos. El fondo de la cuestión es aquí la amenaza de «politización de la economía» que supone la democracia para el libre mercado. Las construcciones teóricas de Ludwig von Mises, de los ordoliberales, de Hayek o de Lippmann, de finales de los años 1920 a finales de los años 1940, están completamente atravesadas por este problema. Lo que los neoliberales rechazan y perciben como una verdadera patología social es que las «masas», aliándose –incluso en el marco legal de la democracia representativa–, puedan cuestionar el funcionamiento autorregulado del mercado. No fue la «experiencia del nazismo» lo que permitió a los ordoliberales definir su «campo de adversidad» al ver en él la «manifestación» de todas las formas de antiliberalismo (la economía protegida, el socialismo de Estado, la economía planificada o el keynesianismo). Lo que motivó la refundación del liberalismo fueron la experiencia de la socialdemocracia en Austria y la República de Weimar en Alemania. Por lo tanto, se habla, ante todo, del temor frente a un Estado social, que no dudan en llamar «Estado total», una denominación que resuena favorablemente con «totalitario». En las antípodas de una política estatal de protección de los riesgos sociales, el Estado neoliberal pretende construir el mercado y protegerlo ante un Estado abusivo que amenaza con regularlo y controlarlo. Pero, para llevar a cabo esta misión, aquel Estado debe permanecer constantemente en pie de guerra para impedir que la democracia interfiera en la economía. Si pudo demostrarse la naturaleza «constructivista» de un neoliberalismo que da forma a un orden económico competitivo, es necesario entonces reconocer el lugar de las estrategias de la guerra civil llevadas adelante por los gobiernos neoliberales contra todo aquello que amenaza a la «sociedad libre»: los gobiernos y los partidos socialistas, los sindicatos y los movimientos sociales, así luchen por reivindicaciones económicas, ecológicas, feministas o culturales. Es una guerra que toma esencialmente un doble aspecto: el de la implementación de un Estado fuerte y el de la represión al conjunto de las fuerzas y movimientos sociales que se oponen a ese proyecto.

Identificar como una «ambigüedad», un «fracaso» o una «señal de crisis» el hecho de que la gubernamentalidad neoliberal pueda recurrir simultáneamente a formas constitucionales y a formas directas de represión estatal equivale, por lo tanto, a soslayar la verdadera coherencia estratégica del neoliberalismo, en la medida en que integra plenamente la idea de necesidad, al menos en ciertas situaciones, de recurrir a la violencia. No obstante, es preciso aclarar que la violencia neoliberal no es una violencia de tipo fascista que se ejercería contra una comunidad calificada de extranjera al cuerpo de la nación, aunque pueda movilizar esos afectos, sino que se caracteriza ante todo por una violencia conservadora del orden del mercado ejercida contra la democracia y la sociedad. Los neoliberales están convencidos de que lo que se juega en el orden del mercado, mucho más que una elección de política económica, es toda una civilización basada principalmente en la libertad y la responsabilidad individuales del ciudadano-consumidor. Y ya que la «sociedad libre» parece estar cimentada sobre tal fundamento, con todas sus prerrogativas, el Estado conserva un papel destacado y tiene el deber de utilizar los medios más violentos y más contrarios a los derechos humanos cuando la situación lo exige. El mercado competitivo funciona, en tal sentido, como el equivalente de un imperativo categórico que permite legitimar las medidas más excesivas, incluso al recurrir a la dictadura militar si es necesario, como en el caso de Chile en 1973. Ahora bien, es ese punto fijo que, paradójicamente, garantiza la misma plasticidad de la estrategia neoliberal. Este permite, por una parte, explicar las razones por las cuales el neoliberalismo, en ciertas ocasiones históricas, es llevado a conjugarse con el advenimiento o el restablecimiento de la democracia liberal. Pero también permite comprender por qué, cuando el orden del mercado parece amenazado directamente en su propia existencia, se anexan, por el contrario, las formas políticas más autoritarias y la violación de los derechos individuales más elementales. La elección de esta segunda orientación siempre fue perfectamente asumida. En un artículo de 1997, titulado «What Latin America Owes to the Chicago Boys» (Lo que América Latina les debe a los Chicago Boys), Gary Becker no duda en escribir acerca de estos: «Retrospectivamente, su voluntad de trabajar para un cruel dictador y de basarse en un enfoque económico diferente fue una de las mejores cosas que pudieron pasarle a Chile».

Otra historia del neoliberalismo

Este libro se propone establecer el vínculo que, desde sus inicios, mantuvo unido en forma estrecha el proyecto neoliberal de una sociedad puramente de mercado junto con la estrategia necesaria para llevarla a cabo. Relacionar el neoliberalismo bajo el ángulo de la racionalidad estratégica y el de la violencia que le es intrínseca es cuestionar su interpretación teórica como conjunto de las doctrinas o posiciones puramente ideológicas, y es, por lo tanto, analizar el terreno en el que se despliega, que no es más que el de una lucha social y política para imponer su dominación. Sabemos que el término «neoliberalismo» es objeto de un uso inflacionario que hoy genera cierta confusión. No es muy difícil constatar, y esto se ha hecho doctamente, que desde los años 1920 y 1930 existen divergencias epistemológicas, incluso ontológicas, entre las diferentes corrientes que hoy calificamos, retroactivamente, de neoliberales. Sin embargo, una historia minuciosa de las ideas, además de resultar estéril, está condenada a pasar por alto lo esencial: el neoliberalismo no es solamente un conjunto de teorías, una colección de obras, una serie de autores, sino un proyecto político de neutralización del socialismo bajo todas sus formas, y asimismo de todas las formas de exigencia de la igualdad, un proyecto propiciado por teóricos y ensayistas que son también, desde el inicio, emprendedores políticos. El neoliberalismo es fruto de una voluntad política común de instaurar una sociedad libre, fundada principalmente sobre la competencia, una sociedad de derecho privado, en un marco determinado de leyes y principios explícitos, protegida por Estados soberanos preocupados por encontrar anclajes en la moral, la tradición o la religión, al servicio de una estrategia de cambio total de la sociedad». En otros términos, el neoliberalismo, al igual que el socialismo, al igual que el fascismo, debe interpretarse como una lucha estratégica dirigida contra otros proyectos políticos, calificados en forma global y sin demasiados matices de «colectivistas». Se trata de imponer a las sociedades ciertas normas de funcionamiento, entre las cuales, para todos los neoliberales, se destaca la competencia, que debería garantizar la soberanía del individuo-consumidor. Solo esta dimensión estratégica y conflictiva del neoliberalismo permite comprender tanto las condiciones de su emergencia como su continuidad en el tiempo y sus consecuencias sobre el conjunto de la sociedad.

Esta dimensión revela, en efecto, una gran confluencia en el objetivo político que persiguen estas doctrinas, lo que permite hablar con precisión de una racionalidad política perfectamente identificable y no solo de «neoliberalismos» en plural. Podemos concebir este «orden de mercado» de diferentes maneras, defenderlo o restaurarlo, ya sea como un orden espontáneo que reclama ser ratificado y consolidado por el marco jurídico (el neoliberalismo austro-estadounidense influenciado por Hayek), ya sea como un orden construido por la voluntad normativa del legislador (el ordoliberalismo alemán). Pero, más allá de estas diferencias, todos los neoliberales están convencidos de que solo una acción política permitirá realizar y defender semejante orden social. Esa fue la base del acuerdo que se formuló por primera vez durante el Coloquio Lippmann de 1938 y por segunda vez con la fundación de la Sociedad del Mont-Pèlerin en 1947. Todas las grandes batallas posteriores del neoliberalismo político reflejarán aquel acuerdo, y ningún neoliberal dejará de denunciar al Estado providencia ni de combatir de manera implacable al socialismo y al comunismo.

Al poner el énfasis en ese acuerdo estratégico, este libro no se propone cuestionar las otras maneras de escribir la historia del neoliberalismo, particularmente aquellas que se inspiraron en el razonamiento de Foucault. A comienzo de los años 2000, se trataba principalmente de insistir en un modo de funcionamiento a la vez original y general, basado en la competencia de empresas, instituciones, individuos y países entre sí. Esta genealogía permitió echar por tierra las lecturas erróneas del neoliberalismo, que lo presentaban como un «ultraliberalismo» asimilado a una ausencia de reglas (la «ley de la selva»), un retorno al naturalismo de Adam Smith, o aun como el restablecimiento de un «capitalismo puro» que finalmente alcanzó su esencia. Esta genealogía también, y ante todo, logró poner en evidencia el tipo de intervencionismo propio del neoliberalismo: un intervencionismo interesado en crear y mantener la estructura jurídica indispensable para el orden del mercado. No obstante, posee el defecto de subestimar su carácter radicalmente antidemocrático y de sugerir que la gubernamentalidad neoliberal podía instalarse de manera pacífica, con una reforma tras otra, de a poco y mediante pequeñas victorias, luego de toda una serie de ensayos y experiencias que finalmente formaron un sistema. En síntesis, a la luz de los desarrollos recientes del neoliberalismo, esta genealogía ocultó la violencia abierta mediante la cual el neoliberalismo, en determinadas circunstancias, es llevado a imponerse.

Tal es, por lo tanto, el propósito del presente libro: añadir a las genealogías existentes un capítulo imprescindible, escrito a la luz de las formas cada vez más brutales de las políticas neoliberales. Y lo que aparece, al tirar de aquel hilo, no es un neoliberalismo «nuevo» o «degenerado», sino el lado más oscuro de su historia, la de una lógica dogmática implacable que no tiene miramientos en emplear cualquier medio para debilitar y, en lo posible, aniquilar a sus enemigos. Por lo tanto, de los tres sentidos del término «estrategia» que distingue Foucault, aquí es el tercero el que esencialmente prevalece, ya que sobredetermina a los otros dos: «... los procedimientos usados en una situación de confrontación con el fin de privar al oponente de sus medios de lucha y obligarlo a abandonar el combate». En simultáneo, esta identificación estratégica del enemigo siempre está asociada a una utopía radicalmente antiigualitaria, que es como el revés positivo de ese otro lado negativo. Ya desde el Coloquio Lippmann, el ordoliberal Alexander Rüstow arremetía de frente contra la reivindicación de la igualdad, en la que veía el principio de los «síntomas patológicos» de su tiempo: «En vez de reemplazar el escalonamiento artificial y forzado del señorío feudal por el escalonamiento natural y voluntario de la jerarquía, se negó el principio del escalonamiento en general y en su lugar se levantó el ideal, falso y erróneo, de la igualdad». No hay mejor manera de expresar que las guerras del neoliberalismo son, a la vez, guerras en favor de la competencia y en contra de la igualdad.