MICRORRELATOS: LA HISTORIA ES NUESTRA, LA CONTAMOS NOSOTRXS (SÉPTIMA ENTREGA)
Para afirmar... Para soñar... Para combatir... Para que sigamos leyéndonos... este verano, compartimos la séptima parte de los microrrelatos que recibimos a partir de la convocatoria del concurso "La Historia es nuestra, la contamos nosotrxs: A 1 año del Estallido".
Continuaremos publicaremos todos los textos que hemos recibido.
Redefiniendo el Amor, Javiera Pérez
Me observan mientras bajo la escalera, incómoda, paso bien la bip entre dos estatuas verdes custodiando el torniquete. Evacuación, micros llenas, comisarías subterráneas, frustración, gases, ansiedad, hay que caminar.
Te veo entre la multitud en salvador, me alivio, tenemos rabia, se siente en el ambiente, no obstante, siempre encontré contención en tus brazos. Tomo tu mano llorando con impotencia, ciega entre las brisas del zorrillo. Era nuestro día de cita, la continuamos de todas formas entre estornudos en un bar de bellavista.
Extraña noche, avanzando entre barricadas y semáforos nos dimos cuenta de que nuestra rabia no era igual, mientras mis lágrimas eran por el pueblo, tu lamento era por el metro, mientras me contuve en la calle y cabildos, tú te contuviste en el odio.
Sí, estábamos en un oasis y ese dieciocho de octubre, no sólo Chile despertó.
A los pies del General Baquedano, Verónica Uzon Endress
No me entienden, gritaba mientras lo arrastraban hacia el furgón, intentando explicar lo inexplicable: que lo suyo era estar allí a diario. Señor, usted no tiene ni la menor idea de quién fue el general Baquedano, le argumentaban iracundos. Ignoraban que él sí sabía que aquel hombre del siglo XIX fue General de ejército y Senador por Santiago.
Habrá que recuperar la plaza, decidió un día, en plena cuarentena, y ello se convirtió en su objetivo durante aquel inolvidable primer año de pandemia. Al principio porque el encierro en su departamento le hizo temer que se perdiese lo ganado, que era lisa y llanamente la voluntad de mejorar las cosas. Su temor creció cuando vio en televisión como ocultaban con brochas y pintura los grafitis y rayados de la gente. Eso le oprimió el corazón.
Ideó cientos de estrategias para recuperar el icónico espacio urbano, desde consignas y cánticos hasta llevar respetables personajes. Acercándose octubre comprendió que con su presencia bastaba. No porque él fuese un ciudadano ilustre, sino porque era un hombre común y corriente al que también se le había complicado vivir ¡Me convertiré en militante digno! decidió, y así lo hizo.
Primero en la línea, Tomás García Á.
Dijeron que se cayó, pero yo sé que lo mataron. Casi tres meses de intensas protestas cargábamos en el cuerpo y a esas alturas conocíamos su forma de actuar. Aunque salieran a decirnos que fue un accidente, no podían negar que ellos habían sido parte. Mauricio Fredes desapareció de la tierra, se lo tragó la calle gaseada, huyendo de los carabineros. Murió asfixiado. El último día del año lo despedimos en el cementerio. Con el corazón apretado y un lienzo tapándonos del sol que nos quemaba la cabeza, solo pudimos gritarle “Mauricio, tu muerte no fue en vano”. Mauricio por la cresta, la rabia que sentimos. Mauricio, bien lo sabes tú, solo luchando avanzamos.
Fuego en la ciudad
Miserables de mierda- le gritó mi mamá a la tele. -Malagradecidos, concha de su madre- remató. No recuerdo mucho que pasó ese día, solo sé que mi abuelo tragó el último trozo de pizza, se despidió con un abrazo corto y ligero y salió del local acompañado de tres sujetos vestidos de negro, que a mi corta edad me parecieron enormes. Siempre andaban con él. Me habían dicho que mi tata era un hombre importante, nada más. Pero yo no entendía qué significa eso en ese tiempo, el día de mi cumpleaños en el que nadie me cantó. Cuando lo vi de reojo en la pantalla, después de que mi mamá despotricara contra no sé quién, supe que realmente era alguien parecido a los reyes. Se veía enojado, pero yo lo estaba mucho más. Por su culpa no sople las velas, pero fuego no faltaba en la ciudad.
Recuerdos, Valeska Rivera
Me acuerdo trabajar apresurada, porque tenía un bus que tomar, como cada viernes.
Me acuerdo escuchar, toda esa semana, los rugidos de los chiquillos del Nacional.
Me acuerdo que el Metro de la Chile estaba cerrado, el Transantiago ausente y la gente transitaba por plena calle de la Alameda.
Me acuerdo que caminé junto a un mar de oficinistas hasta el terminal, cubriéndonos nuestros rostros con un pañuelo o el chaleco para la tarde.
Me acuerdo que perder el bus, ya no importaba.
Me acuerdo que, llegando a Estación Central, la lacrimógena nos obliga a buscar refugio en los locales aún abiertos.
Me acuerdo que ingresé a una carnecería y fingí hacer una fila, para que no me lanzaran a los leones.
Me acuerdo que me dejaron subir a cualquier bus para ir a casa.
Me acuerdo que pase el fin de semana viendo a través de redes sociales, como el presidente de nuestro país le declaraba la guerra a la ciudadanía.
Me acuerdo que cuando volví al trabajo, lo primero que vi al emerger del subterráneo, fueron unos fusiles largos en manos de unos flacos jovencitos uniformados.
Y recién entendí la magnitud de lo que estaba sucediendo.
18’O’, Claudio Navarrete Hidalgo
“Son tantas weás que no se qué poner” decía un viralizado cartel, palabras cargadas de chispeza, rabia y memoria histórica. El salto del torniquete en el metro hizo estallar la revuelta popular por efecto de acumulación y la indignación salió a la calle como vapor en olla de presión. Era inevitable ante tantas injusticias y abusos.
Nos apropiamos del espacio público y nos encontramos en las marchas defendidas por la primera línea, en las espontáneas barricadas de neumáticos y adocretos, en las simbólicas estatuas derribadas, en los viejos y nuevos cánticos callejeros, en los diversos panfletos y rayados de muro, en el agua con bicarbonato compartida, en las cacerolas deformadas por cada golpe, en las pañoletas, capuchas y mascarillas, en los aplausos desde los balcones y edificios, en las miles de banderas de cuidadanías activas no partidistas, y en las diversas asambleas territoriales con prácticas horizontales.
El ‘18-O’ se convirtió en el primaveral despertar después de tan larga hibernación construida por la deslegitimada clase política, en un escenario reanimador de esperanza. Fue la bofetada a la idea fatalista de que las cosas no se pueden transformar. Y a un año de ese día, esto recién está empezando.
Con el Chicho en medio de la plaza, Andreas Pinar
Alguien saltó el torniquete primero. Alguien gritó la consigna primero. Lo vi por televisión. Ahí estábamos con mi abuelo frente a la tele, él y yo, expectantes, nerviosos, conmovidos. ¿Qué sería esto? ¿Acaso otro impulso digno y suicida de los justos o una rebelión indudable, de barricadas combativas, de un pueblo dispuesto a vencer en las calles y poner fin a la pesadilla pantanal de los estatutos del dictador? Es octubre 18, y la tarde y la noche se prolongan como los cigarrillos, apagados y vueltos a encender. Los días siguientes ratificaron la querella decidida de corazones que despertaron de aquel sueño mentiroso inducido por treinta años de infamia. Y recordamos. Recordamos a los que un día estuvieron ¿Dónde están? Ha pasado un año. Es octubre otra vez. Aquí estamos nuevamente, con mi abuelo, en medio de la plaza y lloramos por nuestra estirpe obrera y humillada. Por la bisabuela que quedó huérfana en Santa María de Iquique, por el bisabuelo preso en San Gregorio, por el tío baleado en Plaza Bulnes. De pronto un joven con su hija en hombros enarbolan un afiche con el rostro de Allende. Entonces lloramos al ver al Chicho. Lloramos lágrimas de esperanzas.
Gritos de justicia, Catalina S. H.
Bajo las escaleras que me llevan a la estación de metro. En el último peldaño veo a una señora vendiendo parche curitas junto con su hijo. Me acerco y le compro algunos mientras veo al resto de personas pasar con cara de disgusto. Sigo mi camino hacia el andén, cuando llega el metro, me subo y se cierran las puertas. Empiezo a escuchar el discurso de un caballero que perdió la visión y que está pidiendo un aporte voluntario para poder sobrevivir el día a día. Lo escucho con atención, pero el resto desinteresado y enfrascados en sus celulares. Saco lo último que me queda de dinero y se lo doy al caballero. Ya no tengo cómo llegar a mi casa, pero sé que hice al mundo un poco más feliz y pienso en el futuro y cómo me gustaría que fuera, más justo, más honesto, más humano. No logro entender cómo se puede vivir ante tanta injusticia y ser ajeno a eso. El metro se detiene y escucho gritos en la estación, “no son $30 son 30 años” y sé que ese futuro que pienso está por comenzar.