La comunicación como territorio de disputa: el legado de Armand Mattelart

Por Dominga López San Pedro

Imaginemos que antes de todo no hubo nada. Y, con nada, decimos realmente nada. Ni si quiera hubo vacío, porque para que haya vacío, algo debe contenerlo. Aquí no existió ni contención ni contenido. Luego, sin aviso, sí surgió algo: una luz, un susurro, un respiro muy leve. Un pecho que se elevó y regresó a su puesto, y que, al poco, repitió el gesto, una vez tras otra, subiendo y bajando en ese vaivén de respiraciones constantes, pero nunca permanentes. Esa vida, con ojos expectantes y una cabeza que necesitaba pensarse a sí misma, creó a un Dios que le dio sentido. Este “Dios” le apuntó con el dedo índice su camino, dijo: “Esto es malo y esto es bueno”. Cuando no sabía qué hacer, acudía a su maestro, el único que le daba respuestas. Pero no siempre acertaba. Porque, a pesar de creerse y sentirse todopoderoso, era tan humano como el ser al que dirigía con tanta holgura.

Esa vida, acostumbrada a escuchar a su deidad fabricada sin cuestionarla del todo, creyó heredar—para su enorme gusto— el poder de saberlo todo, en todos lados y en todo momento: pasado, presente y futuro. Se comenzó a percibir a sí mismo, equivocadamente, como un ser omnipotente, omnipresente y omnisciente. Cuando “Dios” trataba de decirle algo, simplemente lo ignoraba. Se pensó dueño de la verdad, cuando, en realidad, estaba tan perdido como aquel que fue su antiguo maestro. No lo sabía todo, pero creía saberlo.

Y en esa caverna de sombras es donde habita el engaño.

Imaginemos, ahora, que cada personaje de este cuento tiene un nombre. Digamos que el ser vivo se llama audiencia. No es un buen nombre, cierto, y no tiene apellido. Dios, en cambio, no se llama “Dios”, sino medios de comunicación. En un principio lo respetaron mucho, luego, lo detestaron, y, finalmente, terminó por caer en sopor prologado del cual no ha podido sacudirse completamente. Ahora ya no tiene ni una capa blanca que lo cubra, con suerte un chaleco que ha usado invierno tras invierno, esperando que la audiencia vuelva a buscarlo como en sus tiempos de gloria: “Tienen que saber esto de lo que me enteré hoy”, dice, tocando puertas. “De eso me enteré hace dos días, y no sigas viniendo que me empolvas la entrada”, le responden. Triste, se va caminando hasta la casa de al lado: “¿Sabes lo que pasó en Bolivia?”. Le cierran la puerta en la nariz. Al menos esta vez no le dijeron mentiroso.

Y, el poder que heredó la audiencia, fue la tecnología.

Esto no es un cuento. Este es el fenómeno de la comunicación moderna. Aquel intento de explicar su procedimiento es solo un rasguño en comparación con las profundas marcas de progreso teórico que dejaron las huellas de Armand Mattelart en torno al tema. Él es, sin lugar a duda, una de las mentes que más han democratizado el conocimiento de su área en pos del bienestar colectivo de la sociedad. El 31 de octubre, Mattelart nos dejó a sus 89 años de vida. En LOM ediciones lamentamos esta pérdida profundamente, pero, también, reconocemos y relevamos el trabajo que realizó no solo a nivel internacional, sino, especialmente, aquel que llevó a cabo en Chile.

Mattelart nació en Bélgica, el año 1936. En un país frío, muy distinto al calor árido que, durante los veranos, se tiende en la zona central de nuestro territorio. En 1960 terminó su formación de abogado en la Universidad Católica de Lovaina, una institución que es conocida por haber formado a muchos intelectuales latinoamericanos, entre ellos:  Tomás Moulian, José Aldunate y Pablo Salvat. Ahí, entró en contacto con muchos estudiantes de Latinoamérica, y comenzó a sentir interés por todo lo que estaba ocurriendo durante esa época en este lado del globo.

Cuando terminó sus estudios viajó a Chile junto a Michéle Mattelart, su esposa —una reconocida socióloga, escritora e investigadora que también publicó varios libros con él—. Una vez instalados en el país, comenzó a ejercer como profesor de sociología en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Además, alrededor de aquellos años, trabajó como demógrafo sobre la crítica a las políticas de control de la natalidad formuladas en el marco del programa Alianza para el Progreso, de John F. Kennedy.

El país, sin embargo, comenzaba a sentirse cada vez más inquieto, y el impulso provenía de un movimiento joven, rebelde, crítico y universitario. Las olas de su ajetreo y descontento ya existían desde antes, y su lucha por la Reforma Universitaria estaba en pleno proceso cuando, en 1968, ocurrió el Movimiento de Mayo en Francia. Armand observó las revueltas, dentro de su contexto nacional e internacional, con mucha atención. De hecho, uno de los episodios que más lo marcaron fue cuando los estudiantes de la Universidad Católica colgaron en el frontis de Casa Central un lienzo que decía: “chileno, El Mercurio miente”, como respuesta a las decisiones que las líneas editoriales de varios medios habían tomado en contra de los estudiantes. Esto provocó un giro decisivo en él y su forma de entender el rol de las comunicaciones.

Paso a paso, el camino de su vida se iba demarcando casi imperceptiblemente a través de este tipo de experiencias con su entorno, como se irá viendo a lo largo de esta historia. 

Cuando asumió el gobierno de la Unidad Popular, la seguidilla de conflictos que intentaba generar un clima de inestabilidad en el país desde distintos frentes continuaba operando. Uno de ellos, era el de las comunicaciones, que afectó tanto a las editoriales como a los medios de prensa. Mientras Mattelart apoyaba al gobierno de Allende, a través de asesorías en torno a la comunicación y la cultura, conoció al argentino-chileno-estadounidense (sí, las tres) Ariel Dorfman. Ambos formaron parte de un proyecto que consistió en una editorial estatal que empezó a publicar un sinfín de libros a precios reducidos, entre ellos, una serie llamada Cabrochico (1971) que competía con las historietas de Disney por la atención del público infantil chileno. Fue junto a Dorfman que, en tan solo diez días, escribieron el libro Para leer al Pato Donald (1971), un análisis serio y, a la vez, divertido, sobre cómo la visión de vida de los adultos permeaba en la formación de las infancias que consumían las historietas de Disney. El capitalismo, el control, el poder, el dinero, la ambición y la dominación sin límites se comunicaban como valores a través de dicho contenido, y los niños se formaban en base a lo que veían, escuchaban y leían.

Valientes. Fueron muy valientes. Desafiaron al autoproclamado lugar donde los sueños se hacen realidad” como no se había hecho antes. Y no en cualquier país, no. Fue en Chile, el lugar donde se editaban y publicaban las historietas de Walt Disney para luego ser distribuidas a otros países de Sudamérica, como Argentina y Uruguay. ¿Cómo se atrevían a ofender de esa manera a Pato Donald, Rico McPato y los sobrinos? ¿Qué culpa tenían ellos de lo que ocurría fuera de su universo de viñetas? Horror, un horror. Impensable. Abominable.

Pero, mientras los más reacios se negaban a reconocer que la comunicación comunicaba aunque no quisieran, el libro se transformó en un best-seller internacional y muy reconocido por su enorme contribución a la discusión del tema.

Ese mismo libro fue quemado en 1973, durante los primeros días en control del poder usurpado por parte de la dictadura de Pinochet. Ambos autores tuvieron que huir de Chile, no solo por sus ideas, sino por su aporte al gobierno anterior. Durante su ausencia forzada, Armand tuvo una experiencia que muchos exiliados compartieron: el desafío de pensar Chile fuera de Chile. Llevó su entendimiento de las comunicaciones al extranjero, pero sin olvidarse de aquel que fue su hogar por un buen período de tiempo. Así, sus estudios posteriores los realizó a través de la mirada, por siempre marcada, de la experiencia latinoamericana.

A solo dos años, cuando el horror era todavía tan nuevo, tan paralizante y abrumador… él no se quedó quieto, y ya estaba codirigiendo La Espiral (1976), una película documental que evidenciaba el sabotaje organizado por parte de la oposición para desestabilizar el gobierno de Allende. Reveló al pulpo cuyos tentáculos se fueron extendiendo para asfixiar económica y socialmente a Chile desde las sombras. Pero esa no era la única bestia, por supuesto que no. En el documental quedó clara la intervención de un Leviatán que, por viciosa tendencia, nunca ha dejado de asomarse sobre el muro y manipular piezas que no son suyas en el ajedrez del mundo: Estados Unidos. Evidenció que la empresa multinacional estadounidense (Internacional Telephone & Telegraph), que era la mayor accionista de la Compañía de Teléfonos de Chile, operó para desestabilizar el gobierno de Allende a través de financiamiento a sus opositores. Actualmente, el caso está documentado en memorandos filtrados por la prensa y posteriores desclasificaciones de archivos de la CIA.

En 1986, desde Francia, escribió Pensar sobre los medios, junto a Michèle Mattelart. Un ensayo, publicado el por LOM ediciones el año 2000, que no solo consistió en una reflexión sobre los medios de comunicación masiva, sino que llamó a tomar conciencia y asumir un papel más activo como sujetos protagonistas (audiencias).

Hay que detenerse aquí un segundo.

Hablar sobre ser sujetos protagonistas activos, conscientes de nuestro consumo y del rol que tenemos como audiencias, es algo que ha estado muy de moda este último tiempo. Necesariamente lo ha estado, porque nos hemos dado cuenta de las consecuencias del avance desenfrenado de las tecnologías. Pero ellos no nos advirtieron sobre esto el 2010, el 2015 o el 2020. No, ellos lo advirtieron en 1986. Hace casi cuarenta años. Aunque su enfoque se asoció a los medios de comunicación y no tanto al rol de las redes —porque, indudablemente, estas no eran lo que son actualmente—, ya estaban dirigiendo la conversación hacia el lugar en el que hoy se encuentra.

Así como fueron avanzando las tecnologías de la información (¿Hacia adelante? ¿Hacia atrás?) con sus formas de repercutir en nuestra sociedad, también se fue profundizando el estudio de Armand Mattelart a lo largo del tiempo. En 2017, durante una entrevista para La Voz de Galicia, afirmó que el problema consiste en que “nos han hecho creer durante mucho tiempo que la tecnología era redentora”. Es decir, que la idea de las redes sociales y los dispositivos digitales a mano a toda hora, se nos presentaron como una herramienta capaz de empoderarnos y permitirnos conocer la verdad desde cada rincón, sin tener que movernos un centímetro de nuestro sillón. Pero, las lógicas desde las cuales estas han sido implantadas responden a una anulación absoluta de la privacidad. Cada movimiento se sigue: el tiempo en pantalla, las interacciones, las preferencias, los miedos, la rabia, la pena, la angustia, cada emoción imaginable, los amigos, conocidos y desconocidos, cada conexión, las compras, alergias y fobias, cada detalle, los sueños, las pesadillas y creencias, cada impulso del espíritu, las discusiones, las conversaciones y silencios, cada secreto es estudiado, calculado y rastreado. Dato a dato, se va recopilando la mayor información posible de cada uno hasta transformar a los individuos en una masa manipulable.

En la era digital potenciada por las nuevas tecnologías, no existen los secretos. Armand planteó que, de hecho, esta libre circulación de la información halla sus fundamentos en el ideario ultraliberal, que se ha infiltrado en todas las áreas de nuestra sociedad. Mattelart nos advirtió que estamos expuestos, muy expuestos, a los actores que manejan esas tecnologías. A los actores que pueden moldear esas herramientas según sus intereses, utilizarlas según gusten y observarnos cuando les plazca. Si el usuario o la usuaria no paga por el producto (internet, redes sociales), entonces, el producto es él o ella. Nuestra información se come a mordiscos.

¿Muy pesimista? Tal vez, pero Mattelart no lo fue.

Él tomó las pistas del presente y del pasado, y se atrevió a dar una idea sobre lo que se podría venir a futuro. Primero, dijo, hay que reconocer que vivimos en un mundo donde todavía existen democracias tangibles y reales. Eso no se puede negar. Mientras existan las democracias, existirá la manera de ir en contra de la lógica de poder que domina las tecnologías de la información. Además, a medida que avanzan los años, el sistema capitalista ha ido perdiendo su credibilidad, y algo está cambiando. Muchas personas ya no están dispuestas a basar sus vidas en la capacidad de producción y consumo que tienen, se sienten vacías. Y, si el orden hegemónico controla las tecnologías, entonces, “la revolución tendrá que suceder simultáneamente en las redes y en las plazas” (Mattelart, 2002).

 

Fotografías: @pauloslachevsky