Las cosas comienzan por no existir

Por Sergio Rojas [1]

Texto leído en la presentación del libro De triunfos y derrotas: narrativas críticas para el Chile actual, Santiago de Chile, Editorial LOM, 2023, el martes 11 de abril en la Biblioteca del GAM.

La derrota -precisa Faride Zerán- es el punto de partida de las voces que integran el libro que ahora comentamos.

“Perdimos”. Esta expresión refiere no solo un acontecimiento, sino también un sujeto de la derrota: un nosotros. ¿Quién es ese nosotros? Pierina Ferretti sugiere que “el resultado del plebiscito fue sentido por las izquierdas en el mundo” (76). Por lo tanto, ¿ese “nosotros, los que perdimos” es por un momento el lugar de la izquierda? ¿Es la derrota una bandera de la izquierda hoy? Diamela Eltit señala que “la nueva izquierda nace fuera de los ambientes populares y hasta ahora no ha alcanzado a desplegarse dentro de sus recorridos” (59); en este sentido, la derrota cae más bien sobre la izquierda política, en su incapacidad de representar lo que dice representar. Por otro lado, el “Rechazo” como opción triunfante, ¿tiene -o tuvo- un nosotros? ¿Cuál es la medida del triunfo, cuál la de la derrota más allá del cómputo de las votaciones, incluso más allá de la letra del borrador constitucional? Karina Nohales apunta lo que fue la “enorme dificultad para construir un relato general que expresara el sentido global del proyecto constitucional” (132). Acaso esta falta de relato da cuenta del momento actual del clima subjetivo del país, y también de su ambigua relación con el gobierno de la Unidad Popular. Hoy, al intentar comprender el curso histórico que ha seguido la política en Chile en el último medio siglo, es inevitable hacerlo a partir del colapso de la democracia en septiembre de 1973. ¿Cómo es que casi medio siglo de historia en Chile encuentra su “inicio” en un momento que, en sentido estricto, no es inaugural, sino de clausura? He intentado reflexionar en otras instancias este paradójico “coeficiente inaugural” de la catástrofe, donde busca el presente las claves del adelgazamiento histórico, de la intemperie. Hace casi 25 años atrás, en su libro Chile actual. Anatomía de un mito, Tomás Moulian se preguntaba por ese pasado que se encuentra alojado como familiar ajenidad en la actualidad: “¿Cuál es la matriz del Chile Actual?, ¿cuáles son los ancestros, el linaje de esta sociedad obsesionada por una modernización que alegremente confunde con modernidad?”.

La denominada “vía chilena” hacia el socialismo consistió en el proyecto de una “revolución en democracia”, lo cual suponía que un Estado Socialista con un gobierno marxista era algo políticamente posible en el marco de la legalidad vigente, debido a que la institucionalidad admitía tales cambios estructurales. Más allá de la voluntad democrática de Salvador Allende, lo cierto es que la revolución social y política contenida en el programa de la Unidad Popular no se consideraba políticamente viable si se optaba por romper con la legalidad, es decir, por la vía armada. Sin embargo, poco tiempo después, los hechos hicieron patente que dicho programa tampoco era posible en el marco de la democracia chilena. Esa especie de “camino sin salida” hizo nuestra historia.

El desenlace político de lo imposible es la derrota, pero no hablo de algo en sí mismo imposible, sino de la imposibilidad política que traza el horizonte de una época como su verdad. No me refiero, por lo tanto, a algo que simplemente “no existe” (la plena realización de la justicia, de la igualdad, de la dignidad), sino a que, a partir de un momento para el cual carecemos de una memoria y de una fecha exacta, aquello comienza a no existir, y este es precisamente el momento en que emerge la imposibilidad sobre la que se sostiene una época, movilizándose en gran escala la violencia reaccionaria. Lo que hace imposible la revolución es el hecho de que políticamente no existe un tránsito hacia un nuevo estado de cosas. Este punto me parece fundamental en el marco del problema que intentamos aquí reflexionar. El poder hegemónico no se sostiene en base a la represión y castigo policial, sino más bien por la sumisión de los individuos al orden de lo posible, he aquí lo que se denomina propiamente hegemonía del poder. 

Las críticas a los gobiernos de la Concertación como consolidación del “modelo neoliberal” apunta a lo que se ha denominado la “democracia de los acuerdos”, es decir, democracia en la medida de lo posible, democracia en la medida de la política instituida. Esta “medida de lo posible” ha sido esencial en nuestros procesos en los últimos treinta años, incluido el triunfo de la opción “Rechazo” en el Plebiscito de Salida. Claudio Lincopi se pregunta: “¿al movimiento indígena, al feminismo, a los pobladores o luchadores medioambientales les toca asumir el ethos tradicional del poder para lograr infiltrar sus estructuras institucionales?” (15). Lo que está planteando es justamente el problema que significa la política como horizonte de lo posible, como patrón de viabilidad.

También Rodrigo Atria reflexiona la cuestión, señalando que, en el contexto del actual proceso constitucional, post derrota del 4 de septiembre, la política como condición de viabilidad opera a la vez como principio de realidad, nuevamente una medida de lo posible. Sin embargo, lo que sugiere Atria, al menos así lo leo, es que con el acontecimiento que fue la Convención esa medida se habría desplazado: “No hay ninguna posibilidad de que la izquierda proponga con seriedad y una mínima posibilidad de éxito algo que esté a la izquierda de la propuesta de la Convención”. Y, desde el otro lado, “es poco probable que la derecha logre que la nueva Constitución sea más neoliberal que la existente” (37). Es decir, lo que un día será realidad comienza siempre por no existir, comienza por ser una realidad que se echa en falta. Por lo tanto, la pregunta acerca de cuándo algo comienza a hacerse realidad implica esta otra: ¿en qué momento algo ha comenzado a no existir? La posibilidad política de la plurinacionalidad, por ejemplo, se discute incluso respecto a aquellos países donde goza de reconocimiento institucional, sin embargo, como señala Lincopi: “la plurinacionalidad se ha transformado en una categoría posibilitante de nuevos tipos de relaciones de poder entre los Estados y los pueblos indígenas” (18), superando el multiculturalismo y la interculturalidad.

De todas maneras, la derrota sucedió; me refiero a que es importante no reducirla a su evento electoral, tampoco hacerla recurso de una construcción narcisista de subjetividad en el tiempo de la falta de relatos. En lo personal, lamenté la derrota ese 4 de septiembre, y probablemente la decepción habría perdurado en mí durante bastante tiempo si el resultado hubiese sido más estrecho, pero el apoyo al “Rechazo” fue tan mayoritario que muy luego la sorpresa se impuso sobre la decepción. Me refiero a que el resultado del plebiscito se me impuso como un abrumador dato de realidad. Como señala Nohales, se trata “no solo de una de las radiografías más completas de la sociedad chilena a las que hemos podido acceder en mucho tiempo, sino también una de las más complejas” (124). Es necesario hacerse cargo de una pregunta que no ha dejado de persistir desde aquel día: ¿por qué el pueblo no hizo suyo el “Apruebo”? El “nosotros” del Apruebo -¿la izquierda?- fue derrotado en las urnas por el pueblo. Y entonces ¿quién o qué es “el pueblo”? La cuestión da que pensar, ante el riesgo de hacer del “pueblo” un significante vacío en la academia; riesgo, incluso, de hacer de “la” izquierda una realidad eminentemente universitaria. Se trata ahora no solo de intentar hacerse cargo teórica y políticamente del triunfo del “Rechazo”, sino también de reflexionar el hecho de que, como propone Nelly Richard, la propia izquierda, dentro y fuera de la Convención, en un gesto de “autoafirmación narcisista”, “no pudo contemplar siquiera la posibilidad de que triunfara el Rechazo” (139). Diamela Eltit habla incluso de un nuevo elitismo, inserto ahora en los movimientos identitarios y que, “más allá de su valioso intento de cambios culturales no consideran a plenitud las formas e inflexiones de las culturas que buscan emancipar” (73). Manuel Canales señala que la desigualdad “fue el olvido de la izquierda y el centro durante toda la transición. Fue lo que volvió a saberse con nitidez durante octubre y luego, de nuevo, se nos olvidó” (51).

El problema de la izquierda no sería hoy un “ideologismo setentero”, como se ha dicho desde la derecha, sino su elitismo, que además no deja de imaginar al “pueblo” como estando esencialmente afuera de toda institucionalidad. Digámoslo de otra manera: cierta izquierda imagina desde adentro… de la política, de la universidad, o de la militancia, un afuera que es “el pueblo” al que dice representar y en nombre del cual radicaliza sus demandas, sus teorías, sus llamados a la acción. Con esto se relaciona lo que Nelly Richard lee como un problema de traducción, cuando, por ejemplo, señala que “muchos convencionales optaron por proyectar la revuelta al interior mismo de la Convención Constitucional, insistiendo en la misma retórica de la indignación y del resentimiento, sin tratar de ensayar alguna traducción” (143). Considero esto como un problema de máxima relevancia. No se trata ahora, por cierto, de “ponerle nota” a los convencionales, sino de pensar precisamente ese problema de “traducción”. En mi perspectiva, el problema surge en la traducción política de la revuelta, es decir, hacer ingresar en el orden institucional la urgencia de una forma de vivir en la medida en que, como señala Rodrigo Karmy, la sublevación de octubre “aspiraba a poblar el mundo de otra forma y desmantelar así el circuito neoliberal” (96).

Cuatro acontecimientos nos condujeron hacia el plebiscito del 04 de septiembre de 2022, donde se votó la posibilidad de una nueva Constitución. Primero fue la revuelta social que se desencadenó en octubre de 2019; luego, el 15 de noviembre del mismo año, vino el “Acuerdo por la paz social y la nueva Constitución”; al año siguiente, en el plebiscito del 25 de octubre, con un contundente 80% a favor, la ciudadanía aprobó elaborar una nueva Constitución; finalmente, el 15 y 16 de mayo de 2021 se eligieron los integrantes de la Convención Constituyente que redactaría el borrador de esa nueva Carta Fundamental.

Acertadamente Karina Nohales observa que “la revuelta no tuvo en su origen la exigencia constituyente, pero esta dimensión terminó jugando un lugar central” (128). ¿Fue esto producto de una inevitable traducción institucional de la “espontaneidad” no organizada que Pierina Ferretti reconoce como esencial en los acontecimientos de octubre? La revuelta podía entenderse como expresión de una radical impugnación al régimen mercantilizado de la existencia, por lo tanto, pensamos que debía corresponder a ella una transformación igualmente radical del orden social, lo cual exigía -supusimos- llegar al Estado, es decir, cambiar la Constitución. Más tarde el triunfo de la opción “Rechazo” significó el regreso a los límites de la política. Como señala Badiou, el poder establecido se legitima apelando no a la verdad del orden imperante, sino a que este es el único posible.

El borrador Constitucional apuntaba, por una parte, a una transformación de las condiciones de desarrollo social y económico, poniendo en cuestión el actual régimen de endeudamiento y competencia con base en el emprendimiento individual; pero también comprendía la imaginación de una forma otra de vivir, una “cultura” de la igualdad y la inclusión. Por algún tiempo nos parecía urgente la construcción de una nueva forma de convivencia, de un nuevo orden social, pero ¿cómo hacerlo en el tiempo del fin de la hegemonía, del descrédito de los grandes relatos y del agotamiento de la imaginación política? Jorge Arrate formula la cuestión con precisión: “¿Cómo se concibe esa fuerza política transformadora capaz de acrisolar miradas diversas que deben ir haciéndose convergentes y de encarnarlas en la ciudadanía?” (34). La pregunta de Arrate interroga justamente por la posibilidad de la hegemonía. Lo que habría sucedido es que la fuerza detonante de la revuelta –fuerza “destituyente” la denominaron algunos- fue interpretada como expresión de una voluntad colectiva refundacional. Por una parte, esto la hacía desde un principio políticamente inviable; sin embargo, paradójicamente, el acontecimiento de la revuelta solo podía llegar a comprenderse políticamente si se suponía en el corazón de ello la demanda de otra forma de vivir, he aquí su esencial carácter refundacional.  Se trataba de la apuesta por avanzar a través de la vía institucional hacia otra forma de vivir. El origen del 18-O no fue la esperanzada convicción de que “algo distinto es posible”, sino la desesperada experiencia de un modo de vida que se ha tornado imposible. Como bien señala Manuel Canales: “Octubre fue una revuelta popular contra el cotidiano neoliberal” (48). También Rodrigo Karmy reflexiona en esa dirección: “La revuelta no trae el futuro, se ha repetido muchas veces. (…) ella ponía de relieve la ‘nada’ que nos ha propuesto el sistema. Devolvía el nihilismo que el propio sistema ofrecía y que sin embargo no estaba dispuesto a admitir” (102). Esto implica la percepción de que no hay alternativa, en el sentido de que no existiría un tránsito político desde el estado actual de cosas hacia algo radicalmente distinto. Cabe preguntarse entonces: una confrontación sin proyecto, sin programa, ¿es una revuelta neoliberal? “Neoliberal” no es aquí un modelo ni un sistema, tampoco una determinada ideología, sino precisamente el cotidiano. Es en este sentido que, por ejemplo, Laval y Dardot proponen la noción de sociedad neoliberal en lugar de “política” o “economía” neoliberal. Con la revuelta no se trataba de una “revolución”, sino del fondo de la catástrofe neoliberal.

Volvamos a la cuestión fundamental: ¿por qué el pueblo no hizo suya la opción “Apruebo”? Una clave de comprensión de la derrota del 4 de octubre consiste en leer este resultado no como efecto de una opción, sino del miedo. No me refiero al miedo a la imagen de “la izquierda” promovida por las fake news (cada persona creyó en lo que quiso o necesitaba creer) sino el miedo a la incertidumbre. Manuel Antonio Garretón reflexiona especialmente este elemento en su artículo. Según Garretón, Chile, en inquietante sintonía con la actualidad latinoamericana, se encontraría entre el empantanamiento y la incertidumbre, amenazado con “la destrucción de la sociedad como comunidad política” (93). Retorna entonces la vieja pregunta ¿qué hacer? cuando “se desconocen las posibilidades y potencialidades reales de nuevas formas de movilización social” (92).  No se teme a la intemperie en la intemperie, sino desde un orden cotidiano donde cada persona tiene un lugar, este orden es el que los denominados “cambios socioculturales” iban a transformar hacia lo incierto. Como dice Canales: “las causas del feminismo, del indigenismo, del ecologismo, implican transformaciones socioculturales que la propia sociedad chilena, la propia estructura de dominación ha impedido que se cursen” (52). En la misma dirección, Atria sostiene que “lo que la Convención propuso fue una nueva Constitución en su sentido máximo: una nueva ordenación de la vida común, nuevos términos de convivencia” (42). Necesitamos comprender el mundo porque sucede que necesitamos obedecer. No ocurre necesariamente que obedecemos las normas porque comprendemos, es decir, porque el orden que deberíamos respetar y cumplir corresponde a nuestras personales convicciones conceptuales y valóricas. Al contrario: asumimos una forma de comprensión del orden de la realidad para poder subjetivar el imperativo de la obediencia que de alguna manera constituye nuestra forma de estar en el mundo. Obediencia en este caso no significa simplemente cumplir las órdenes “de otro”, someterme a una voluntad ajena, sino precisamente hacer de ese orden pre dado la verdad de las cosas. Puedo sobrellevar el malestar en la medida en que asumo la necesidad de obedecer el orden mismo de lo posible. Elisa Loncón expone el “buen vivir” como la dirección hacia donde debería avanzar una transformación radical de la sociedad: “el buen vivir corresponde a una concepción del derecho desde el sujeto colectivo de pueblos y nacionalidades que conciben que el bienestar es posible solo cuando ‘todos los otros se encuentren en situación de igualdad’ (…)”, reconociendo también “los derechos de la naturaleza” (119). Pues bien, la “rabia” y el malestar no se acumulan, sino en la medida en que se van transformando en una manera de comprender el mundo, una forma de orientarse y de calcular, de imaginar en la medida de lo posible. Esta comprensión se va constituyendo en la condición de posibilidad estructural de la obediencia. El emprendimiento, el individualismo, la competitividad, la deuda, el acceso al consumo, la educación como un bien de mercado para el ascenso social (por lo tanto, como inversión), la posibilidad de obtener “likes” y sumar “amigos” en las RR.SS., etc., hacen posible, en este sentido, comprender, gozar y, en eso, sobrellevar el malestar. Tal vez el colapso de esta forma hegemónica de comprensión -inherente a aquello que Canales denomina el “cotidiano neoliberal”- no es necesariamente producto o efecto de la convicción de que es posible una nueva forma de vivir. En este sentido, el feminismo, el indigenismo, el medioambientalismo, etc., se desarrollan en una dimensión paralela pero externa a lo que motivó la revuelta. Como bien sugiere Faride Zerán, casi cerrando el libro, la bandera la restauración conservadora es el realismo. Sin embargo, ya existe conciencia de que, por ejemplo, el feminismo y el pensamiento de género son portadores de una forma de vivir radicalmente diferente. El artículo de Bárbara Sepúlveda expone de manera contundente las estrategias de los movimientos antigénero, “capaces de desprenderse políticamente de la derecha y la ultraderecha” en favor de las estrategias que resulten más adecuadas a su visión patriarcal. Pues bien, el hecho de que estas estrategias proyecten su impacto político a nivel global da cuenta, por ejemplo, de una creciente conciencia de que el binarismo heteronormativo no es solo el orden que padecen “las mujeres”, sino uno de los pilares del orden naturalizado de la desigualdad y discriminación que rige el mundo. Esa conciencia está en camino. Como propuse desde el título de esta presentación: las cosas comienzan por no existir.

 

[1] Filósofo, Doctor en Literatura, profesor de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, también es profesor en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la misma universidad.