LA ULTRADERECHA. La crisis contemporánea del sistema capitalista es el virus que desde el fondo genera el estropicio.
Por Grínor Rojo.
No nos hagamos ilusiones: los resultados de la reciente elección europea nos muestran a una ultraderecha que, aunque sea verdad que no es mayoritaria todavía, se fortalece un poco más en cada minuto que pasa, y a unos defensores de la democracia (no me interesan para este raciocinio las diferencias entre los partidos), que aún son mayoritarios, pero que no son más que eso: “aún son”, lo que es sinónimo de una estrategia que se estanca en el nivel del aguante, de una postura que se agota en la simple resistencia. Es como ver a un niño o un adolescente en pleno desarrollo compitiendo con un anciano que solo está tratando de sobrevivir. ¿Cuánto más se va a demorar la ultraderecha europea en arrastrar consigo a la “derecha tradicional” (siempre lo hace) y a llegar al poder en la mayoría de los países de ese continente y, sobre todo, en los más grandes? Quizás menos tiempo de lo que yo calculo. En la última elección de los miembros para el Parlamento Europeo, los franceses de Marine Le Pen obtuvieron 30 asientos, la más alta mayoría, el 31,4 % de los votos, y Emannuel Macron se ha sentido obligado por eso a llamar a elecciones extraordinarias de la Asamblea Nacional; en Alemania, entre tanto, que es el otro país grande de la Unión Europea, a los de la AfD (Alternativa para Alemania, neonazis) les fue menos bien. Pero tampoco tan mal, y desde luego mejor que la vez anterior. Recibieron el 15,9% de los votos y ganaron seis escaños. Y merece nuestra atención el que los votos que obtuvieron los de la AfD hayan sido sobre todo los de la gente más joven.
¿Por qué? Las razones son varias: el retorno del autoritarismo, del racismo, del patriarcalismo, de la homofobia y la xenofobia, el descontento con las estructuras políticas viejas, con los políticos “corruptos”, “abusadores” o “ineptos”, con “la casta”, como dice Milei. Pero a mi juicio esas no son causas sino consecuencias. La crisis contemporánea del sistema capitalista es el virus que desde el fondo genera el estropicio. Porque las diferencias hay que distinguirlas claramente: el capitalismo y la cultura democrática pueden parecernos compatibles, pero en las circunstancias de crisis dejan de serlo. Una cultura democrática tiene como uno de sus objetivos basales la expansión de la igualdad, el darles a los integrantes del colectivo democrático condiciones si es que no idénticas, similares de existencia. Funcionando en el marco del Estado benefactor, el capitalismo puede tolerar un incremento de la igualdad. Con un Estado progresista, si es que se ve forzado a hacerlo y nunca por voluntad propia, cede, se conforma (mejores condiciones de trabajo, mejores salarios, mejor educación pública, mejor salud pública, más respeto y consideración por los trabajadores, por los pensionados, por las mujeres, por las diversidades sexuales, por los viejos, por los minusválidos, etc.), pero su tolerancia tiene un límite, está destinada a extinguirse apenas el sistema empieza a tener dificultades. El capitalismo necesita crecer, no puede permitir que el crecimiento se detenga. Y, claro, si la casa está en llamas, sus propietarios llaman a los bomberos para que apaguen el incendio.
En este sentido, el caso argentino es de manual. Pocos países en América Latina (y en el mundo) desarrollaron un Estado de bienestar como el de los argentinos. Cualesquiera hayan sido los métodos (y a propósito de este tema hay opiniones que difieren), ese fue el gran objetivo que se pusieron Perón y los peronistas. Y lo consiguieron. Pero el golpe de Estado de 1955, que obligó a Perón a ausentarse de la escena política por casi veinte años, inauguró en ese país un clima de inestabilidad que se ha prolongado a lo largo de más de medio siglo. En la dictadura de Videla y durante los gobiernos de Menem y Macri se llevaron a cabo los tres intentos más serios para ponerle una lápida a la impronta benefactora peronista, y con consecuencias terribles. Recuérdese sólo que, durante el gobierno de Menem, a principios de los 2000, en la Argentina, que es nada menos que una de las mayores potencias agroalimentarias del planeta, se registraron casos de desnutrición. Eso hasta llegar a la presidencia de Milei.
Ello quiere decir que ha habido en la Argentina una puja reiterada del capital por un recobro de sus privilegios, los que los “benefactores” peronistas le recortaron. Una insistencia entonces en que los desafíos de la Argentina no consisten, que no consistieron nunca, en aumentar la igualdad de los ciudadanos, sino en promover el crecimiento económico, con el argumento de que el crecimiento económico era el que iba a generar el bienestar, pero que pretender ambas cosas a la vez era utópico. Mejor dicho: que nada más que un crecimiento económico vigoroso, que se desentienda de la “ideología” igualitaria, que no vacile en promover la reacumulación del capital en manos de quienes sabrán cómo usarlo y sin fijarse en minucias, puede mejorar la vida de la gente de a pie.
De esta manera, cuando en la Argentina postperonista la igualdad obstaculizó el crecimiento, Videla, Menem y Macri estimaron que debían postergarla o suprimirla. Había que reducir el gasto fiscal (y social), desregular los mercados y bajar la inflación, lo que exigía que la ciudadanía estuviese patrióticamente dispuesta al sacrificio. Ese fue el Martínez de Hoz de la dictadura, ese fue Menem, ese fue Macri y ese es Milei. Neoliberales todos. En resumidas cuentas: el neoliberalismo no es más que un recurso de emergencia, el del capital, cuando, en una coyuntura de decaimiento y empeñado en la reactivación de sus fuerzas, este decide que tiene que insistir en más de lo mismo y sin que para eso lo inhiban ñoñerías tales como los derechos humanos o el hambre de la población.
Milei ha superado, por supuesto, el neoliberalismo de sus predecesores, los de la Argentina y hasta es posible que los del mundo todo. Desde donde quiera que estén, Reagan y Thatcher lo han de estar mirando con envidia. No voy a repetir aquí la larga lista de sus barbaridades. No hace falta, las conocemos. Pero hay que conceder que Milei cuenta con el apoyo de aquellos de sus conciudadanos que tienen una conducta tan irracional como la suya. Corre a propósito de esto un chiste malo: el desquiciamiento económico y político era en ese país de tal magnitud, que los desquiciados argentinos concluyeron que solo alguien que era aún más desquiciado que ellos podía hacerse cargo de la presidencia.
Cierto, en Francia el problema principal no es la crisis económica, sino la inmigración. Es el combustible que energiza de preferencia los discursos y actuaciones de la señora Le Pen y sus acólitos, y que esto mismo, en mayor o menor grado, es lo que se detecta en una porción creciente de los ciudadanos de los demás países del conglomerado europeo. Pero el fenómeno es, como bien sabemos, universal. Pasa en Europa, pasa en Estados Unidos, pasa en Canadá, pasa… en Chile.
El capitalismo contemporáneo no es una solución para los pobres del mundo, y el resultado es que ellos, los que se están muriendo de hambre en sus países de origen, se desplazan hacia los lugares donde presumen que van a tener una vida mejor. Esta, y no otra, es la causa de los flujos migratorios que obsesionan a Le Pen y los demás, y que se repiten por doquier. ¿Qué tiene que ofrecer la ultraderecha sobre las causas profundas de tales desplazamientos? Nada. En cambio sus voceros se desgañitan para que los inmigrantes sean seleccionados con lupa, para que se les cierren las fronteras a los indeseables, para que los persigan y, cuando se dé la ocasión, los corran a balazos.
Yo no sé si es ignorancia o mala fe. Como de costumbre, el capitalismo saca en esta forma las castañas con la mano del gato, deja que la culpa recaiga sobre el otro o sobre los otros. Pero no hace falta ni estar muy informado ni ser muy sutil para advertir que la causa de las migraciones masivas globales son las desigualdades masivas globales. Si no tuvieran que hacerlo, las personas no abandonarían sus tierras. Emigran porque no pueden evitarlo, porque no les es posible permanecer en sus lugares de proveniencia y tener allí una vida soportable. Del otro lado, la ultraderecha no los quiere, proclamándose nacionalista y proteccionista. Pero aun si esas políticas nacionalistas y proteccionistas, que muchas de sus voces reclaman, se llegaran a aplicar alguna vez (las de Le Pen a favor de los agricultores franceses, entre otras), las consecuencias podrían ser peores.
La madre naturaleza no fue equitativa con sus dones y a ello se debe que existan zonas en el mundo a las cuales ella trató bien, a las que convirtió en productoras de alimentos, por ejemplo, y que existan otras en las que eso no sucede. De ahí la tentación de cerrar puertas y ventanas, de cuidar lo que se tiene con esmero y con celo. Pero una política económica proteccionista significa pronunciarse en contra de la globalización, lo que, en el siglo XXI, cuando estamos cada vez más interconectados, es una completa insensatez. Sin embargo, aunque históricamente la globalización sea un fenómeno inevitable, no tiene por qué constituir una desventaja, todo depende de qué globalización estamos hablando, de cuáles sean sus objetivos y a quiénes beneficia. Una globalización que ponga menos énfasis en el lucro de unos pocos y más en las necesidades de los muchos debiera resultar beneficiosa. Porque si una economía protegida no es viable históricamente, no por eso tenemos que plegarnos a las recetas del capitalismo transnacional.
...................
Pero lo cierto es que la ultraderecha carece de un pensamiento económico propio, nunca lo tuvo y nunca lo tendrá. La mantención del statu quo capitalista está en su ADN. Es bien sabido que los nazis no crearon una nueva economía, que se limitaron a soltarle las amarras a la economía capitalista ya existente. Un libro de James y Suzanne Pool, publicado en 1978 y revisado después en varias oportunidades, abunda en toda clase de datos sobre este asunto.
La tesis del primer Horkheimer, según la cual la economía nazi fue un “capitalismo de Estado”, era un error. El gran empresariado apoyó a Hitler desde los comienzos porque se daban cuenta de que con él y con el movimiento que lideraba las expectativas de que ellos volvieran a la andadas (de salir de la humillación de Versalles, de los efectos de la gran depresión, de la incompetencia de Weimar y del fortalecimiento de las fuerzas socialistas) crecían, y no sólo las del gran empresariado alemán. Fíjense en el señor Ford y en la General Motors, que proveyeron a la Wehrmacht con los vehículos que esta requería para sus tareas de muerte.
En 1933, cuando Hitler se reunió con el grupo de empresarios de su país, los participantes en la cita le extendieron un cheque de inmediato, por tres millones de marcos (unos dieciocho millones de euros actuales). Estaban ahí los representantes de Krupp, los de Kodak, los de Daimler-Benz, los de Bayer, los de Volkswagen, los de BMW y una veintena más. Y después de la guerra no fueron ellos los que se suicidaron, sino que siguieron funcionando a todo vapor para “reconstruir” aquello a lo cual habían ayudado a demoler.
En Chile, el gran descubrimiento de Jaime Guzmán, el que este aprendió de la apertura económica de España durante los años sesenta, y que el franquista Pinochet adoptó como suya, no fue diferente: la coexistencia factible e inclusive cariñosa del autoritarismo dictatorial con el capitalismo. Más precisamente: además de descubrir los pinochetistas, al contrario de lo que enseñaban los clásicos, que no solo no había contradicción alguna entre estos términos, concluyeron que el autoritarismo debía ponerse al servicio del capital y, en particular, del capital transnacional: ofrecerle condiciones óptimas para sus inversiones, disminuirle la tributación, facilitarle la “repatriación” de las ganancias y reprimir a la ciudadanía disconforme con la mano más dura. A sangre y fuego, si ello era preciso.
En agosto de 1982, cuando después de nueve años de exilio yo volví a Chile por primera vez, Pinochet se había hecho aprobar una nueva constitución y había puesto en marcha una serie de “modernizaciones” de la educación, de la salud, de las pensiones, del trabajo, de la justicia, entre otras. Hasta que, dos meses antes de mi viaje, en junio de 1982, el globo se le desinfló, dejando a la vista el panorama de un país devastado: un alza del dólar del 80%, la quiebra de empresas, bancos y entidades financieras, el endeudamiento nacional, principalmente en préstamos de corto plazo con bancos privados estadounidenses, y que subía a esas alturas de los dieciocho mil millones de dólares (en 1973 era de tres mil quinientos), la caída del producto real (el producto corregido por la inflación) hasta una cifra negativa del 16% para 1982, el índice de cesantía para el Gran Santiago calculado por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) en un 23% para el trimestre junio-agosto del mismo año (95,2% de esa cifra eran obreros, 56% de la construcción y 26,9% obreros industriales), más un ministro de Hacienda que le aseguraba a quien quisiera oírlo que el mejor método para disminuir la cesantía era reducir los costos de producción; por ejemplo, los del factor trabajo, favoreciendo de ese modo la reacumulación y, de rebote, también el empleo. Solo un crecimiento mayor de la riqueza de los ricos podía, en la opinión de ese buen señor, beneficiar a los pobres.
El capitalismo contemporáneo es el de las transnacionales, y para ellas propiciar el retorno de las economías del mundo a un régimen autárquico es equivalente a hacerse cómplice de una contradicción imperdonable. El capitalismo global, que ha sorteando una crisis detrás de la otra desde que en 1971 Richard Nixon ordenó poner fin al patrón oro para el dólar, tiene en la globalización de las transnacionales la llave maestra para el recobro de sus fuerzas; es decir, propende estratégicamente a una redistribución de las tareas de producción de bienes y servicios entre los países según sea su propia conveniencia y no la de los seres humanos involucrados. No son ellos lo que importa, sino la buena salud del sistema. Llegado el momento, ese va a ser el número al que los ultras terminarán apostando. Su nacionalismo, cuando lo declaran, es una retórica de mentirijillas..
En conclusión: si la ultraderecha llega al poder será porque el capitalismo global en crisis así lo quiso, porque fue él el que la llamó, el que requirió de sus servicios, como ayer, como siempre. La ultraderecha existe solo para dar su respaldo al capital cuando este, por cualesquiera sean los motivos, se está quedando sin aliento. Es decir que la ultraderecha no es más que una cuadrilla de reanimación, un movimiento que se autodefine político, pero que en sí mismo no es más que un team de paramédicos. Esa es su gran debilidad. Pero también es su gran fortaleza. Mientras el capitalismo no consiga salir del atolladero en que se encuentra y siempre que no acabe con el planeta, ya que es una alternativa también, la ultraderecha estará siempre lista para hacerse cargo del trabajo sucio. Ella le va a proporcionar al capitalismo los políticos y, lo que no es menos importante, también los policías y los militares..
Leo en el periódico que en Francia se está constituyendo en estos momentos un frente unido de izquierda, un Frente Popular antifascista, como los de los años treinta del siglo XX. Es lo menos que pueden hacer.
Grínor Rojo es Doctor en Filosofía, ensayista, crítico cultural y literario. Ha enseñado en las universidades de Chile, Austral, de Concepción, de Santiago y Católica de Chile; las universidades estatales de California, Ohio State University, Columbia University y University of Southern California (EE. UU.); Universidad Nacional de Mar del Plata (Argentina); Universidad Federal de Minas Gerais y en la Federal de Bahía (Brasil), y en las universidades de Costa Rica, Viena (Austria) y Salamanca (España). Enseña actualmente en el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos y el Departamento de Literatura de la Universidad de Chile.