La marginalidad desde adentro: Lo Prado nocturno

 

…Nos gustan nuestros barrios.
No nos gusta taquillar.
No estamos ni ahí si te caemos mal…
… Marginal, ¡que no te traten como a un animal!
Los Marginales


Las fotografías de Miguel Navarro tienen la gracia de ser auténticas, genuinas. Pertenecen a una realidad cotidiana que el autor conoce profundamente por vivir en ella desde su nacimiento.

Se trata de Lo Prado, que no es precisamente un jardín, como su nombre podría sugerirlo. Es más bien un barrio popular de Santiago, al poniente
de la Estación Central.

Nacido de una costilla de Pudahuel, cerca de la maestranza, comenzó como una toma de terrenos durante la Unidad Popular en los años setenta. El presidente Allende hizo allí casas de emergencia esperando poder construir mejores viviendas durante su mandato, pero vino el golpe militar y todo quedó suspendido hasta que cada familia arregló su vivienda como pudo. Lo Prado fue finalmente declarada comuna el año 1981, cuando Miguel era un niño pequeño.

Hoy en día, con la red de Metro y el crecimiento de la ciudad de Santiago, esta pequeña comuna ya no es tan periférica; sin embargo conserva todavía esa huella melancólica de los lugares marginales ganados con mucho esfuerzo y construidos a puro pulso y ñeque.

Hablo de marginalidad porque ella está presente de una manera muy sutil en las imágenes que forman este conjunto de fotografías, y porque, a través de éstas, podemos visualizar la poética de una periferia más extensa, algo así como una identidad nacional, una forma chilena de vivir y de existir. Los márgenes, periferias, suburbios y bordes del mundo han sido tema fotográfico desde el inicio de este invento. Como la fotografía es un arte [de origen] burgués y gran parte de su atractivo reside en el voyerismo, nos ha permitido fisgonear en diversas realidades, ahondando en el conocimiento del mundo, ya sea en blanco y negro o a todo color.

Así conocimos el border norteamericano de los años sesenta a través de los lentes de Diana Arbus y de Robert Frank, cuyas miradas nos llevaron a descubrir personajes, vidas y costumbres de todo tipo, que poco o nada  tenían que ver con el american way of life que el poder dominante trataba
de vendernos en esos años.

Aquí en Chile nos asombramos con las imágenes de Sergio Larraín y la pobreza de los años cincuenta-sesenta que él nos revelaba. Así también admiramos a los homosexuales y los locos de Paz Errázuriz, que hablan de comunidades cerradas, de márgenes ocultos, perseguidos y maltratados en los años de la dictadura.

Raras veces, sin embargo, los fotógrafos pertenecen a los márgenes que nos exhiben. Raras veces las imágenes tan fotogénicas de lo marginal vienen desde adentro, dando testimonio de su propio mundo. Y raras veces también son los propios marginales quienes consumen esas imágenes cuando son exhibidas en flamantes galerías y museos…

Pero volvamos al barrio. Antes de hacer fotografías, ya en el liceo, a los 16 años, Miguel junto a su hermano Guillermo formaron un grupo de rap que se llamó justamente Los Marginales. Miguel ya tenía conciencia entonces desde muy joven de ser un muchacho periférico…

El grupo participó en varios eventos, entre ellos el Festival de la Plaza Brasil, con temas como «La verdad», «Basta de mentiras», «Romper, cuyas letras siguen aún vigentes; salieron incluso en televisión y alcanzaron a grabar una cinta el año 91, y hace un par de años recibieron un trofeo de la SCD en reconocimiento por su aporte pionero a la música hip hop en Chile. Pero a pesar de cierto éxito, aunque no ganaban dinero aún, la música no prosperó: había que entrar a estudiar o trabajar. Guillermo quedó en una universidad de Puerto Montt… Miguel, luego de un breve paso por Ingeniería en Comercio Internacional en la Utem, deja la universidad por razones económicas y entra como junior a la empresa de arquitectura Amercanda, situada en una gran casona de avenida España. Eso le cambia la vida: comienza a tomar fotografías entre sus carreras de junior, sin conocer ni la máquina fotográfica ni menos aún las técnicas de toma. Un tiempo después se cruza con el fotógrafo Claudio Pérez, quien llega a arrendar un taller en la misma empresa. Al poco andar entablan una amistad a través de la fotografía y luego se crea allí la agencia IMA, donde también conoce a Rodrigo Gómez Rovira, entre otros fotógrafos. Así, Miguel afianza su conocimiento y prosigue con su necesidad imperiosa de fotografiar todo lo que pasa y todo lo que ve y se mueve cada día en su barrio. A partir de una cantidad considerable de imágenes tomadas entre los años 2000 y 2006, Miguel llega a sintetizar su trabajo sobre Lo Prado en una mirada intimista, personal: se trata, en su mayoría, de fotografías nocturnas, donde se aprecia un apego y una intensidad de vida en la que se mezcla lo cotidiano del barrio, el desamparo, lo precario, lo clandestino, lo amoroso, lo triste o lo banal, de una manera natural y sin ningún afán de espectacularidad.

Las deambulaciones tanto diurnas como nocturnas del fotógrafo nos llevan de un afiebrado café con piernas a un matrimonio muy sencillo, pasando por calles solitarias, con micros vacías que parecen espectros alumbrados en medio de la niebla; o nos asomamos a una ventana donde un cerezo solitario resiste apenas la lluvia torrencial de una noche invernal. Luego aparece una muchacha vestida de blanco sentada en una moto Yamaha. Su mirada y su sonrisa un tanto ausentes nos contagian de una intimidad nostálgica, de esa soledad juvenil en las calles, bajo las luces frías del alumbrado público chileno. Toda la vida parece ocurrir en las calles; pasamos, sin darnos cuenta, del interior de un patio o un living al exterior. Los lugares suelen ser compartidos sin ningún problema aparente en una fraternidad implícita donde nadie tiene nada que esconder, porque en esos barrios no hay mucho que esconder. Todo parece así desnudo, pero no descarnado. No hay ornato ni pompa, y lo que puede semejar una fiesta, como ese tiovivo iluminado detrás de un automóvil fantasma, es solo una ilusión. Más allá, como en una postal de otro tiempo, dos muchachas posan de pie en la vereda, apoyadas con sus codos a un poste, como si se tratara de algún código secreto o particular, en una de las pocas fotografías tomadas con flash, pues la mayoría de las imágenes está realizada con la escasa luz de los faroles de la calle o la iluminación del ambiente interior de las casas, lo que les otorga ese carácter sombrío, o un  contraste y un movimiento que hacen resaltar aún más la naturalidad o el dramatismo de las escenas.

Toda esta atmósfera nocturna, de neblina, con personajes de Halloween o esqueletos de plástico colgando en las ventanas, parejas bailando dulcemente en un living, grupos de hombres celebrando algún partido bajo una carpa improvisada, o esperando entrar al café con piernas; niños que aparecen de pronto en las calles, en cualquier parte, de día o de noche; luces de almacenes abiertos hasta tarde, sombras de árboles en los muros, la soledad de una barricada quemándose en la calle, el novio vistiéndose para el casorio, la noche del barrio, en suma, crean una visión casi cinematográfica de una realidad que me parece profundamente familiar.

Nunca he estado en Lo Prado; sin embargo, a través de estas imágenes en blanco y negro, reconozco una pasión por la vida de barrio, reconozco también el paisaje urbano de la población, el gusto por el callejeo y la improvisación de la vida: al verlas sé que ya las he visto de alguna manera muchas veces a lo largo de este país. Me identifico en esta manera íntima, sutil, de mirar, de captar lo que está ahí delante, lo que sea; esta manera de vivir a concho el relato cotidiano del suburbio que somos. Porque más allá de Lo Prado o de cualquier comuna; más allá de una estética convencional de lo chileno, las fotografías de Miguel Navarro nos muestran una forma de ser que nos define o nos delata, y hablan de una periferia más extensa, sin metáforas ni aspavientos, de un barrio que son todos o cualquier barrio marginal que rodea las ciudades con su precaria luz, con sus calles de barro, con su circo de paso, su club de fútbol, su bazar, su puticlub, sus paraderos desvencijados, su clandestino, sus rejas de fierro, sus pesadillas, sus amores, y también sus acantos, esas flores metafísicas, solitarias, erguidas como cirios en la noche chilena de este lugar sin límites. Este lugar que parece un No lugar…

Leonora Vicuña
Carahue, agosto de 2019