La información que desinforma
Por Grínor Rojo
Los desarrollos que se han producido en los últimos cincuenta años en el campo de la tecnología de las comunicaciones le han abierto la puerta a la práctica de la desinformación que desinforma. Más precisamente, le han abierto la puerta a un tipo nuevo de información que a sus receptores les llega no tanto a través de los medios conocidos, los que a menudo cuentan también con este recurso, como por las llamadas redes sociales. La diferencia entre unos y otras es la que existe entre la práctica institucionalizada y codificada de la profesión periodística, y esta nueva, a la que podríamos caracterizar en esta nota como la práctica de un periodismo “por la libre”. Porque en las redes sociales cualquiera es periodista y cualquier “noticia” es admisible, pues cuanto ahí se publicita y difunde carece de medidores de validez. En esas redes comunicacionales poseen el mismo rango de credibilidad y reclaman la misma cuota de aceptación el comunicador profesional que el comunicador mafioso, el que informa que el que desinforma. El valor de la información que se entrega se mide no por su verosimilitud, sino por su potencial para causar impacto en el aparato sensorial de los que están involucrados en el juego. Se puede publicar y esparcir una mentira en las redes sociales con la certeza de que si se ha puesto en ello el énfasis suficiente nadie va a refutarla y de que por el contrario van a ser muchos los que la crean y actúen en consecuencia.

Para ser más preciso: en Chile existe un Colegio de Periodistas, que es la institución que reúne a los miembros acreditados de este gremio, y existe un Código de Ética de los periodistas, que es el documento en que se establecen el alcance y los límites de sus actividades. Leo en el artículo 1 del Título I del Código: “En su quehacer profesional, el o la periodista se regirá por la veracidad como principio, entendida como la entrega de información responsable y fundamentada de los hechos, basada en la correspondiente verificación de éstos en forma directa o a través de distintas fuentes”. Y en el artículo 7 del Título II: “Las recomendaciones de ética profesional señaladas en este Código para los profesionales que trabajan en medios tradicionales, son extensivas a los periodistas que se desempeñan en redes sociales y/o plataformas tecnológicas de la información”. He ahí el perfil de un periodismo que informa de veras.
En cuanto a los dispositivos que se utilizan para transmitir la información digital que desinforma, ellos son numerosos y, debido a su versatilidad, el gran favorito es el teléfono celular. Para dar razón de su empleo, me remito a un estudio del Pew Research Center de Washington. Nos dice ese estudio que en 2012 ya había en Estados Unidos un 49 por ciento de personas que se informaban únicamente por medio de su celular y que en 2016 ese porcentaje había subido hasta llegar al 62 por ciento. No sé cuál será la cifra de hoy, pero puedo suponer que no ha disminuido. Tampoco sé cuál es la cifra correspondiente en nuestro país.
Más importante, sin embargo, es que las desinformaciones que se obtienen en las redes son casi todas (si es que no todas) legales o, mejor dicho, lo son porque la legislación específica que tendría que ocuparse de este asunto o es precaria o no existe. Pero no puede decirse lo mismo respecto de la conducta ética. Algunos de esos posteos son éticamente legítimos, y yo me imagino que los redactores del Código al que me referí más arriba no tendrían inconveniente en aprobarlos, por ejemplo los comentarios que se limitan a discrepar de las posiciones políticas del oponente; distinto es el caso de aquellos que se ponen en el borde de la legitimidad, como los que insultan al oponente; y, por último, están los que a mí me preocupan más, o sea aquellos para los cuales la calidad ética de lo que se comunica no es un tema de su interés, como son los que desinforman recurriendo a la distorsión y a la mentira. Los trolls y los bots maliciosos, que difaman al rival y que difunden las redes, puede que sean legales, pero no dejan de ser por eso éticamente repudiables. Difundir que el adversario es un discapacitado mental o acusarlo de haber cometido tropelías que no ha cometido, es una infamia.

Y fundamentar esta conducta espuria con el raciocinio de que estaríamos viviendo actualmente en la época de la postverdad es, en este mismo sentido, una cruda exhibición de cinismo. La postverdad es la no-verdad, digámoslo de una vez. Es la mentira justificada con la excusa filosófica de que la verdad no nos es accesible a los seres humanos y que por lo tanto aquello a lo cual le damos el nombre de verdad pertenece solo a quienes tienen el poder suficiente para inventarla e imponerla. Pero esta tesis filosófica, de perfume nietzscheano y cuya validez podría sostenerse a lo mejor en un debate académico mediocre, no impide el que exista otra verdad a la que debemos respeto. Me refiero a la que se desprende de la correspondencia entre los hechos, los conceptos que a su respecto elabora la mente y el discurso que los pone de manifiesto. Si esa correspondencia no se produce el discurso no es el de la postverdad, sino el de la mentira descarada.
Vamos ahora al tema del control: como lo dije más arriba, una legislación específica al respecto o es precaria o no existe. Parece que los países de la Unión Europea son los que han hecho los mayores progresos en esta materia, desde 2024, cuando aprobaron la Ley de Servicios Digitales (DSA). Pero no hay aún una legislación universalmente acordada, aunque se esté intentando generarla y no sin dificultades. En Brasil, por ejemplo, el presidente Luiz Inacio Lula da Silva procura impulsar -en buena hora, y me da la impresión de que es el único presidente latinoamericano en hacerlo-, un desarrollo tecnológico autónomo. Se ha propuesto Lula lograr que sus conciudadanos cuenten con una fuente de información que no esté envilecida, y para conseguirlo el sistema judicial de su país lo secunda. Esto, precisamente, que el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial del Brasil se unan y que unidos se introduzcan en el negocio de las comunicaciones, no para coartar la libre expresión sino para controlar sus malas prácticas, obligando a las tecnológicas privadas a que convivan con una tecnológica pública y sometiéndose para eso a los mismos estándares de decencia y probidad, es lo que ellas no toleran (de paso, en Chile, en 2023, se formó una Comisión Asesora contra la Desinformación, que produjo los estudios que se le encargaron, pero cuyas actividades cesaron un año después y sin que se haya vuelto a saber acerca del destino de sus recomendaciones).
¿El resultado? Entre las tres o cuatro malas razones que tuvo en consideración el presidente Donald Trump para gravar las exportaciones brasileñas a Estados Unidos con un 50 por ciento, que es uno de los aranceles más altos entre los que él ha implementado en el mundo, una fue, según el comunicado que al respecto emitió la Casa Blanca, que esas eran "acciones que perjudican a empresas estadounidenses", afectando los "derechos de libertad de expresión de personas estadounidenses". Y, en cuanto a la Unión Europea, que aplicando su Ley de Servicios Digitales le impuso a Google una multa feroz por sus abusos monopólicos, Trump la ha amenazado con aplicarle un castigo similar: “Europa ‘golpeó’ hoy a otra gran compañía estadounidense con una multa de 3.5 billones de dólares que podrían usarse en inversiones y trabajos estadounidenses. Se suma esto a otras multas e impuestos contra otras compañías de Estados Unidos, sobre todo las tecnológicas. ¡Muy injusto y el contribuyente estadounidense no lo va a tolerar! Como lo ha dicho antes, mi administración NO permitirá que se ejecuten estas acciones discriminatorias”.

La falta de “justicia” que invoca Trump es la que impone una autoridad que en su opinión los Estados nacionales no tienen por qué poseer. Pone Trump en cuestión el hasta dónde llega la capacidad de esos Estados para contener los desbordes que propicia la nueva tecnología comunicacional. Las Big Tech y el Imperio se resisten ante cualquier intento de control de la desinformación, aduciendo no tanto los fueros de “libre empresa” como los de la “libre expresión”, y con el argumento de que la libre expresión es una de las garantías principales del consenso democrático moderno. Cierto, pero también es una garantía principal del consenso democrático moderno el derecho que tienen los ciudadanos a defenderse de los abusos del capitalismo. No obstante, la firmeza de Lula y los europeos, se trata de una disputa que no está resuelta y, como no lo está, las cosas se hacen según lo determina el que tiene más músculo. O al fin se impone el poder del Estado-nación o el de las Big Tech apoyadas estas por la fuerza imperial.
Finalmente, añado a lo dicho que el procedimiento en sí mismo no es novedoso y que tampoco lo son sus presupuestos teóricos. Me asombra en efecto que, con la excepción de un muy perceptivo artículo de Osvaldo Torres, que publicó el diario de la Universidad de Chile, los comentarios que sobre sus manifestaciones se han hecho en nuestro país omitan un precedente crucial, el del aparato nazi de propaganda y, en particular, el celo con que aprovecharon ese aparato tanto Hitler como Joseph Goebbels. Sobre este asunto existe una bibliografía extensa, en la que no me voy a detener, pero seleccionaré para esta nota tres de sus “principios”.
El primero es, por supuesto, el principio que llama a la construcción de la figura de un líder carismático, un regalo que Dios o el destino le habrían hecho a un pueblo sufriente y que lo estaba aguardando, este un pueblo homogéneo y bueno, dentro del cual no hay diferencias y menos aún discrepancias. Un líder supremo, severo, pero justo, y un pueblo que lo sigue mansamente, un pueblo dócil y sin fisuras, en cuyo interior no hay ni clases, ni razas ni géneros que se apartan de la norma única, esas son las dos figuras claves de este principio. Basándose en ellas, se concluye que cualquier propuesta de pluralidad identitaria, además de ser una redundancia, es un desatino. Esos que hablan en tales términos son antipatriotas y degenerados y, por lo tanto, son enemigos.
Esto me da pie para introducir el segundo de los tres principios que me interesa subrayar aquí. Me refiero la conveniencia de construir un enemigo. La homogeneidad de la nación se obtiene debido a una superioridad supuesta, intelectual, religiosa, civil, etc., y esta se prueba más allá de toda duda cuando se la contrapone a la inferioridad de unos que se parecen a los nacionales, pero no son nacionales: los indios, los inmigrantes, los delincuentes, los herejes de cualquier laya que sean. La eliminación de esos otros inferiores, que ensucian el cuerpo y el alma de la patria, su cancelación de la manera más drástica, constituye un sine qua non de la gobernanza. Es la eliminación de los enemigos.
Y en tercer lugar está el trato con la verdad. Para aclarar este tercer principio de la propaganda fascista, cito a un experto: “Hitler y Goebbels emplearon las técnicas de la manipulación y el engaño en su propaganda. Por ejemplo, usaron argumentos que tenían la apariencia de ser lógicos y razonables, pero que en realidad ocultaban sus verdaderas intenciones o presentaban información parcial y distorsionada con el fin de manipular a la opinión pública […] su propaganda y su discurso político echaron mano frecuentemente de técnicas que involucraban verdades a medias o mentiras parciales” (The Principles of Nazi Propaganda. Agustin V. y Startari). Ese ocultamiento o semiocultamiento de la verdad no era ocasional, por supuesto. Por detrás estaba el desprecio permanente del nazismo por las masas, el convencimiento de que las masas no debían (o no podían) hacerse preguntas ni darse respuestas, que estaban ahí solo para ser dirigidas y que la mejor manera de hacerlo era apelando no a su inteligencia (de la que carecían), sino a sus emociones (que sí las tenían y abundantemente). En este marco de referencia, verdadero no es lo que resulta de la correlación de los hechos con su concepto y con su enunciación, sino lo que es políticamente útil y que se impone en virtud de una cancelación de la racionalidad.
Termino esta reflexión trazando una línea directa entre la información que desinforma, la que miente y denigra al adversario, tan de moda en nuestro país en estos tiempos preelectorales (y no solo en nuestro país) y el sistema comunicacional del fascismo. El fascismo está de vuelta entre nosotros, concedámoslo, y prestar atención a lo que él podría hacernos si es que se convierte mañana en gobierno no es un asunto menor o menos importante que las soluciones “concretas” que la candidatura progresista les ofrece a los ciudadanos, menor o menos importante que las soluciones laborales, de salario, de salud, de educación, de vivienda, etc. Si algo aprendimos de Gramsci, es que esas necesidades económicas y políticas son falencias a las que hay que prestarles toda la atención que ellas requieren, pero no en desmedro de la atención que también debe prestarse a las falencias culturales. El entusiasmo de nuestros vecinos del otro lado de los Andes con el ultrismo mileísta y el desengaño que ellos están teniendo a estas alturas, podría servirnos de lección.