La derrota (capítulo dos)

Por Grínor Rojo


Un artículo mío, publicado hace una semana, ha sido objeto de algunas réplicas en las redes sociales. Me han informado acerca de esas réplicas (yo mismo no estoy inscrito en ninguna red social) y descubro que se me acusa, sin argumentos y sin prescindir de un florido ramillete de improperios, de “elitista”, de “despreciar a los sectores emergentes” e incluso de ser un “amarillo”. Quiero aprovechar esta tribuna para aclarar, por lo menos hasta donde me es posible hacerlo, mi posición y mi punto de vista.
 
Partiré diciendo que la intención general de mi artículo anterior fue llamar la atención de la gente de izquierda (entre los que me cuento orgullosamente) sobre la necesidad, a propósito de la derrota del 4 de septiembre, de no echarle la culpa al empedrado --o no solamente--. Cierto, la derecha volcó todo su poder económico e ideológico en ese evento, gastó mucha plata, atacó y sobre todo mintió. Cierto también es que la campaña del apruebo fue deficiente, que careció de un eje comunicacional claro y se dispersó en cuestiones diversas más y menos abstractas. Igualmente cierto, es que el texto mismo tenía deficiencias, que la conducta pública de algunos convencionales no fue la mejor y que la injerencia de Boric y sus ministros en el proceso puede haber sido un factor en su contra. O que se incorporaron en el día del plebiscito cinco millones de votantes frescos, que nadie sabía cómo iban a reaccionar. Pero todo eso forma parte del empedrado y, aunque tiene importancia, no es lo esencial. En mi artículo, en cambio, lo que me interesaba no era el empedrado sino el cojo. O sea que yo estaba preguntando por lo que a mi juicio es esencial, por los chilenos, por los que votamos, ¿quiénes somos?
 
Sostengo que en este país hay un pensamiento de derecha, estable y en buena medida pinochetista todavía, que es dueño de más o menos un tercio de la votación nacional. Y sostengo que en la otra punta del espectro hay asimismo un pensamiento de izquierda, estable y en buena medida de inspiración socialista --con todos los matices del socialismo, por supuesto--, que es dueño de otro tercio de la votación. Salvador Allende obtuvo en los comicios presidenciales de 1970 el 36,2 por ciento de los votos contra el 34,9 por ciento de Jorge Alessandri; Gabriel Boric, en la primera vuelta de la elección del 2021, obtuvo un 25,8 por ciento (si a eso se suman el 7,6 por ciento de Enríquez Ominami y el 1,5 por ciento de Artés, el total es de un 34,9 por ciento) contra un 27,9 por ciento de José Antonio Kast; y en el reciente plebiscito del 4 de septiembre la opción apruebo llegó al 38.4 por ciento. ¿Le dicen algo a usted esos números? Piénselos, por favor.
 
Ahora bien, yo afirmo que, entre esos los dos tercios estables, el de derecha y el de izquierda, hay un tercer tercio inestable, que se inclina hacia direcciones diferentes y hasta opuestas en las distintas coyunturas en que se ve envuelto. Quienes integran este tercio intermedio no son “el pueblo”, ni “el centro político”, ni menos todavía una “clase social” (la llamada “clase media”, que siempre fue y hoy es más que nunca una entelequia) y aún menos son los llamados “sectores emergentes” de que habla uno de mis críticos amables. Son, en cambio, una multitud heterogénea, amorfa y volátil, con ingresos que pueden ser enormemente desiguales entre quienes se autoconsideran sus miembros y respecto a la cual es posible distinguir sólo unos cuantos rasgos compartidos. Digamos que unos cuantos rasgos dominantes, pero tampoco demasiado fijos, pues entran en funciones según sea el color de la circunstancia de que se trata, aun cuando pueden, al transformarse en actos, inclinar la balanza. Los principales de ellos son cinco, a mi juicio.
 
El primero es el apego patronal. La figura de “el patrón”, el que en “el fundo” protege al campesino, es harto vieja, de acuerdo, pero constituyó una pieza central en el Chile oligárquico y fue el modelo que la oligarquía le ofreció al país para su organización nacional. Los “pensadores” de la derecha “filosófica”, para no ir más atrás los que van desde el cura Osvaldo Lira al sociólogo Pedro Morandé, lo repitieron hasta la majadería. Es una figura vieja, es cierto, pero de irradiación residual, que se prolonga hasta la actualidad. Hoy el patrón es el Estado y, más precisamente, el Gobierno y los grandes empresarios. Si ellos me protegen, yo les retribuiré esa protección con mi voto. Si no lo hacen, o si en mi concepto lo hacen insuficientemente, los castigaré dándoles el voto a sus enemigos. Agréguese a esto que, tradicionalmente los “patrones naturales” han sido los miembros de la vieja oligarquía, por lo que este votante tiene grabados sus nombres a fuego en algún lugar de la memoria ancestral. Son, han sido, desde siempre, los “señores”.
 
En segundo lugar (e insisto en que esta es una multitud heterogénea), está el grupo de los modernizados, los “aspiracionales”, y yo me imagino que es a ellos a quienes se refería aquel de mis críticos que usó la expresión “sectores emergentes”. Distanciándose de los anteriores, a lo peor amalgamando la diversidad del conjunto de la misma manera en que se amalgama el aceite con el vinagre, estos no le hacen el quite a la protección del patrón, pero quieren al mismo tiempo volar con sus propias alas, quieren actuar como “emprendedores” y “competidores”, y así llegar a ser ellos como es el patrón. Pretenden (¡habráse visto!) ser sus iguales. Hacer algo con lo que sus abuelos campesinos ni siquiera soñaron: no quedarse sin patrón, sino preservarlo y cuidarlo, para sentarse en su mesa de vez en cuando y compartir su excelente comida y su fina conversación. Han sido inficcionados estos “emergentes” por la ideología neoliberal, que es, por supuesto, la versión puesta al día de la ideología capitalista, la que le enseña al usuario que, en el marco de la libertad que el capitalismo le ofrece, todo es posible. Que en el mundo capitalista él/ella puede ser, si es que así se lo propone, igual a su modelo. Por cierto, de quien piensa de este modo no se puede esperar un voto de apruebo para un texto constitucional escrito a partir del principio de solidaridad.
 
En tercer lugar, este sector del tercio al que aquí me estoy refiriendo es uno que, a pesar de sus pretensiones aspiracionales, o acaso a causa de ellas, experimenta en el lomo los latigazos que el capitalismo le propina. Es una gente que vive en un doble estado de frustración. Por una parte, quienes ellos estiman que debiera protegerlos, el Estado, el Gobierno o los grandes empresarios, no lo hacen o lo hacen con menos largueza de la que a ellos les gustaría. Por otra, sus propios emprendimientos no parecen prosperar (recordemos, de paso, que más del 50 por ciento de la fuerza laboral chilena es informal, todos quienes la componen emprendedores y competidores, incluidos aquellos que venden barritas de Super Ocho en los vagones del Metro). Es decir que son emprendimientos que se caen, que no dan para vivir, entre otras cosas porque el “mercado” lo copan conglomerados monopólicos o semimonopólicos, más de uno aquellos del segundo tipo, eso es verdad, pero férreamente coludidos.
 
Así es como los frustrados, en un rapto de rebeldía, se unen al tercio de izquierda en el combate por cambiar el orden de cosas existente. No inician el combate, pero se incendian con él y participan. Es lo que pasó en octubre del 2019. Colaboraron, salieron a la calle ellos también, a lo mejor agitando alguna bandera, compartiendo el esfuerzo para hacerle lugar a un orden que les permitiese ser plenamente lo que el orden actual no les permitía. Llevados de la mano por ese entusiasmo transformador, votaron en pro de una asamblea que elaborase una nueva constitución, y una que fuese democrática, paritaria, con independientes, sin la injerencia de los políticos (corruptos o no) y con escaños reservados para los pueblos indígenas. En otras palabras, una constitución que iba a contar con todos los atributos que definen a un documento de esta índole en el momento que vivimos en la historia de la humanidad. Pero ese entusiasmo les duró sólo algunos meses, se les fue adelgazando de a poco, en la medida en que el tercio pinochetista o semipinochetista les introducía el temor en el alma, convenciéndolos que ellos/ellas se habían comprometido en un mal negocio, que estaban siendo engañados, que lo que más le convenía no era cambiar lo existente sino mantenerlo o reformarlo, pero para que siguiera siendo igual que siempre. No sea que con una constitución “maximalista” a ellos/ellas les fuese peor.
 
Y podía haberles ido peor, en realidad, porque si el cambio se concretaba, entonces, desde luego, las oportunidades para ser un emprendedor y competidor exitoso (la esperanza, la poderosísima esperanza) decrecían. Aunque se lo sabe de una muy difícil realización y haya sido la causa de más de un costalazo, esto quería decir que al sueño capitalista no era transable, que perduraba, incólume y palpitante, en el corazón de estas personas.
 
El problema era que la nueva constitución podía darles con la puerta en las narices. Podía autorizar, por ejemplo, la entrada en el ring de unos “otros” que iban a disputarles a ellos/ellas sus espacios, sus derechos y sus trabajos: los indios, los inmigrantes, las mujeres y los sexualmente desviados; y, como si eso fuera poco, como se lo estaban advirtiendo “los que saben”, quienes promovían el cambio eran unos comunistas indeseables, que no creen ni en Dios ni en la patria ni en la propiedad privada, por lo que yo, que creo en Dios, que amo a mi patria y que todavía tengo una platita guardada en los fondos de mi AFP y una casita que espero que mis hijos hereden, no puedo hacer con ellos causa común. El ánimo rebelde se ha hecho humo a estas alturas y los mismos que un año antes estaban por el cambio, ahora lo descartan.
 
En quinto lugar, este tercio masivo, heterogéneo, amorfo y volátil estaba y está siendo manipulado continua, transversal y avasalladoramente por las nuevas tecnologías de las comunicaciones, las que, como todas, no actúan por sí solas. Son nada más que unas herramientas cuya eficacia depende de quién es su propietario y de cómo y para qué él/ella las usa. Si uno se sube en el Metro y se sienta en uno de esos asientos largos laterales, de las ocho personas que están en el asiento del frente, siete están mirando su celular. Es ahí, en la pantalla del celular (y, habiendo llegado a la casa, en la pantalla del celular y en la pantalla de la tele), donde se aloja la realidad de verdad. A esto hay que reconocerle todo el peso que tiene: las comunicaciones cambiaron y, con ellas, cambió la comunicación política, que hoy en día se lleva a cabo de forma diferente a la que empleábamos antaño. Sí, por lo tanto, al trabajo persuasivo que se ejecuta en la calle, sí a la política que se hace al aire libre, estableciendo un contacto cara a cara con la ciudadanía, pero en el bien entendido de que eso no basta, que tanto o más rendidores pueden ser los mensajes virtuales y que quien posee los instrumentos para difundirlos nos saca una gran ventaja. Recordé, en mi artículo anterior, que los partidarios del apruebo juntaron 500 mil personas en su cierre de campaña y los del rechazo unos pocos cientos, y sin embargo fueron los del rechazo, cuya campaña mediática es obvio que superó a la del apruebo, los que ganaron.
 
Entre otras cosas, esto significa que no debemos dar crédito a las banalidades de la teoría de la recepción, según la cual, los receptores del mensaje se encuentran naturalmente dotados para separar la paja el trigo, para distinguir lo verdadero de lo falso, la verdad de la mentira. No es así. Para que el receptor sea capaz de hacer todo eso, es preciso educarlo, hay que lograr que su “conciencia de sí” se transforme en “conciencia para sí”. El mismísimo Ché Guevara pensaba que los revolucionarios no se daban como las manzanas en el árbol, que no nacían revolucionarios. Su apuesta por la cultura era, por lo tanto, definitiva. Pensaba que a los revolucionarios había que formarlos, que a los “hombres nuevos”, en los cuales él confiaba, era preciso crearlos. Y eso no es algo que en Chile se haya hecho. No lo hizo la dictadura, porque la dictadura era por definición la anticultura, y no lo hizo la postdictadura, por (no quiero ser mal pensado) comodidad. Y ni qué decirse tiene de los partidos políticos de izquierda: si antaño los del socialismo tenían escuelas de cuadros y esos cuadros eran los maestros del ciudadano común, hoy nada de ello subsiste y, si es que se llega a subsistir, los contenidos que se imparten no son relevantes.
 
Repito: puede que el empedrado tenga al menos una parte de la culpa en la derrota del 4 de septiembre, yo no lo niego, pero a quien se debe mirar principalmente es al cojo. Mirémonos a nosotros mismos. Percatémonos de quiénes somos y enfrentemos nuestras fallas con los ojos bien abiertos, con honestidad y sin complacencias. Cortémosla de idealizar a la masa volátil a la que aquí me refiero con la superstición rousseauniana de que son el “pueblo impoluto” y que el pueblo impoluto es “infalible”, que “sabe lo que hace”. Ese es un error grave. Esa masa no es el pueblo, o al menos no lo es según lo entendía Rousseau, como un conglomerado de personas que debieran ser puras y sabias por el solo hecho de ser seres humanos, pero que en su caso no eran más que unos cientos de individuos.
 
No hay tal, no hay ni una bondad ni un saber innatos en los seres humanos. La lucha contra el capitalismo no es así sólo una lucha por la propiedad de los medios de producción, como dicen los marxistas de ferretería, sino que es una lucha cultural también y ella consiste en la educación de los ineducados. Chile aprobó una ley de instrucción primaria obligatoria en 1920, casi cuarenta años después que la Argentina, y no fue por casualidad. La ignorancia, que el rousseaunianismo favorece directa o indirectamente, sólo les sirve a los opresores. Y esto no es elitismo, es mirar las cosas como son. Son los opresores los que se benefician con la ignorancia y por lo mismo la auspician y prolongan. Defienden por eso la educación privada, la que es para sus hijos, a brazo partido, y recortan cuanto más pueden a la otra, a la educación pública, la que es para los hijos de los pobres. No quieren que los pobres se eduquen y, cuando unos autodesignados voceros de los pobres los idealizan, diciendo que son el “pueblo impoluto e infalible” y, porque son el pueblo impoluto e infalible saben naturalmente lo que le conviene, por lo que no le hace falta que nada ni nadie se interponga, están atornillando al revés.