La derrota

Por Grínor Rojo

No son una clase social, sino una “multitud”, como les gusta decir a los postmodernos. Una masa informe de individuos cuya unidad es precaria y se establece en virtud de factores que no son los que habitualmente empleamos para definir a las clases sociales. Si no, ¿cómo se explica que la antigua empleada particular, que recibe una pensión AFP de 100.000 pesos mensuales y vive en una población periférica, haga causa común con una política que es exdirectora de una AFP y cuyos ingresos mensuales, en el cargo que ahora ocupa, ascienden a 7.012.388 pesos (5.388.399, después de impuestos, salud y previsión)? ¿O cómo se explica que, en la comuna de Puchuncaví, donde arrasa una de las peores epidemias ambientales que ha habido jamás en este país, voten por el rechazo lo mismo los enfermos de los pulmones o de cáncer (o los que van a estar enfermos de los pulmones o de cáncer) que un expresidente que es dueño de las 118.000 hectáreas del abierto, ventoso y salutífero Parque Tantauco en la isla grande de Chiloé? ¿O --y en esta oportunidad aludo a un dislate a propósito del cual todo el mundo se toma la cabeza--, qué los habitantes de Petorca, la comuna más seca de Chile, hayan votado igual que los fulanos que les quitan el agua, que los empresarios de la palta? 

No son una clase social, sino una multitud, una masa informe, que en sí misma no tiene nada que la distinga sustancialmente, y así se inclina hacia direcciones diferentes y hasta opuestas, cualquiera sea la coyuntura en que se halla envuelta, poniéndose del lado que mejor le favorece ahí y entonces sus intereses y/o aspiraciones (o los que ella cree que son sus intereses y/o aspiraciones). En la elección presidencial del 19 de diciembre de 2021 votaron por Boric, pero lo hicieron porque temían que un fascista llegara a ser presidente de la República y que eso los perjudicara. Votaban no por Boric, en realidad, sino contra el fascista de marras, y con eso hicieron posible que Boric sumara el 55.87 por ciento de las preferencias y lograra con ello el triunfo electoral junto con una euforia que al más corto plazo los mismos que lo eligieron empezaron a desgastar. Porque si hubiesen tenido en esa elección un candidato propio y que les conviniera, ellos habrían hecho algo distinto. En la decisión de antes de ayer ocurrió lo contrario: votaron vehementemente contra la izquierda, a la que calificaron de antichilena, agitando la bandera, cantando la canción nacional y manoseando otros símbolos patrios, y le dieron así el triunfo a la derecha dueña de las AFP, de las Isapres, de los consorcios mineros, de las madereras y las pesqueras.

En 4 de septiembre de 1970, Salvador Allende fue electo presidente de Chile con el 36.6 por ciento de los votos. Fue suficiente, porque sus adversarios estaban divididos entre Jorge Alessandri, el candidato de los partidos de derecha, y Radomiro Tomic, el candidato (no sin recelos) de la masa en cuestión. Si no hubiese sido por esa diferencia, si la masa a que me refiero hubiese logrado acordar con la derecha un candidato, Allende habría perdido en aquellos comicios. El 36.6 por ciento de Allende, ni siquiera tengo que decirlo, se parece demasiado al actual 38.4 del apruebo. Inquietantemente, uno podría concluir que esa es la votación real de la izquierda chilena y que, aunque el porcentaje puede subir un poco a ratos (en las elecciones parlamentarias de 1973 la Unidad Popular obtuvo el 44 por ciento de los votos, lo que precipitó la puesta en marcha del proyecto de un golpe de Estado), la verdad es que no es mucho lo que se mueve desde ahí. Cuando la izquierda chilena llega a pasar del cincuenta por ciento, como en el caso de Boric, habrá sido con la ayuda inconfiable de su vecino, esto, con la ayuda de la masa informe y volátil a que me refiero en esta nota.

¿Qué empuja a esa masa para un lado o para el otro?

En primer lugar, estoy hablando aquí de una masa logrera (“aspiracional” es el término más elegante que prefieren algunos sociólogos). Existe en Chile desde el siglo XIX y está repleta de deseos, de poseer un cierto status y de poseer ciertas cosas, así como también del miedo de no poseerlas y de que eso, el hecho de carecer de ellas, se le traduzca en una disminución, en un “descenso” social. Me refiero al deseo de esta gente de poseer aquello de lo que son propietarios sus socios de arriba, los que, por cierto, constituyen el modelo hacia el cual dirigen los ojos, y simultáneamente de no caer en la inmunda cloaca en que viven los rotos de abajo. Su ideal platónico son los de arriba. Desean por eso los imitadores no la eliminación de los modelos, sino que sus figuras epónimas los reciban en sus casas y con los brazos abiertos, que los traten como a sus iguales (“somos todos chilenos”), con la consideración que merecen o que creen que merecen, que el patrón los siente en su mesa, que cuando están enfermos los atiendan los mismos doctores y en las mismas clínicas privadas y que sus hijos asistan a  las mismas escuelas de élite donde asisten los hijos del jefe, tanto como aspiran a disponer de todos los aparatos electrónicos de que la familia del jefe dispone y que, según han podido comprobarlo, son los que definen una modernidad que está “al día”, porque es la que impera en los países cuya imagen admiran en la tele, desde el automóvil a los gadgets digitales.

En segundo lugar, hay que anotar el temor. Esta es una masa timorata, pero que, como todos los timoratos, de repente se atreve. Saca entonces las garras, pero las vuelve a esconder no bien siente que se le anduvo pasando la mano, que se confió demasiado y que es hora de detenerse, no sea cosa que el atrevimiento se le vaya a convertir en un problema. No sea cosa que los cambios a los que, en un rapto de entusiasmo imprudente, les dio su visto bueno, ahora la pongan en peligro. Que, en vez de empujarla hacia arriba, esos cambios la chaqueteen hacia abajo, lo que por cierto es inadmisible. Recoge entonces cañuela y apuesta para el lado opuesto a aquel por el que apostó previamente.

En tercer lugar, esta es una masa racista, antifeminista y furiosamente homofóbica. Que los indios, las mujeres y las diversidades sexuales disfruten de los mismos derechos que los hombres blancos y bien machos le resulta por lo tanto una propuesta sin sentido. Para los integrantes de la masa de que aquí estoy hablando, por ejemplo, los indios son humanos inferiores, naturalmente inferiores, y deben ser tratados como tales. Una constitución que establezca derechos para todos, pero atendiendo también a la especificidad de las comunidades originarias, aun cuando ello no signifique atentar contra el principio superior de igualdad (que les reconozca a los indígenas su derecho a ser nación y les dé posibilidades para implementar una justicia comunitaria, pero sin que eso amenace necesariamente destruir a la patria que todos amamos, lo que es perfectamente posible. Al fin y al cabo, Estados plurinacionales son varios de los latinoamericanos, Bélgica y, con seguridad, tarde o temprano, Gran Bretaña) es, tiene que ser, en consecuencia, una mala constitución, por lo que hace falta “otra mejor”.

En cuarto lugar, esta masa está compuesta por gente que no tuvo educación cívica, ni siquiera aquellos que han pasado por las aulas de la educación superior. Son estos últimos ingenieros comerciales, administradores, profesionales de la salud o de otras ramas del sector terciario, y también políticos, pero enciclopédicamente ignorantes en todo cuanto no corresponda a su especialidad. Las universidades los instruyeron, pero no los educaron. Este despojo, que fue un objetivo consciente que la dictadura se fijó a sí misma y por razones obvias (la deseducación en derechos cívicos iba por definición en paralelo con la antidemocracia), no se corrigió después. Quienes estuvieron a cargo del gobierno de Chile con posterioridad a la salida de Pinochet del escenario político, no sólo no hicieron nada a este respecto, sino que se hicieron los lesos y profitaron de la ignorancia de sus gobernados.

Además, como bien sabemos, esta es una masa a la que el neoliberalismo adiestró. Es cierto que el neoliberalismo no trajo consigo un orden de cosas nuevo, pero exacerbó tendencias que ya estaban instaladas en el imaginario de los chilenos. Con esto quiero decir que el neoliberalismo no era una doctrina económica únicamente, sino una ideología poderosa y con la que se alimentaban no sólo los bolsillos de unos cuantos rapaces, sino también  el individualismo, el arribismo, el miedo a la igualdad, el racismo, el antifeminismo, la homofobia y un anticomunismo sobrante de la Guerra Fría, junto con, por supuesto, la ignorancia ciudadana y la certeza supersticiosa de que hay unos que saben y unos que “no saben” y que sólo los primeros están capacitados para ejercer las tareas relativas a la concepción y conducción del Estado.

A todo lo cual se suma, naturalmente, el mucho dinero con que los partidarios del rechazo contaron: según el diario La Tercera, 144.773.000 pesos el rechazo y 771.363 el apruebo. Con esa cantidad obscena de recursos lo compraron todo, pero especialmente compraron los conectores que comprobadamente eran los más eficientes para inyectar sus mensajes en la conciencia de una gente desprovista de los elementos de juicio como para separar la paja del trigo, a menudo sin abstenerse de recurrir para fortalecer el mensaje a una sarta de mentiras. En este sentido, no es que el medio sea el mensaje, como decía McLuhan en los años sesenta del siglo XX. Debemos percatarnos, en cambio, de una vez por todas, que los medios, cuyo radio de acción contemporáneo se extiende desde la televisión por cable a las comunicaciones digitales, redes sociales u otras, reemplazaron al viejo tribuno, al que discurseaba en las alturas desde uno de balcones de palacio y con el micrófono en la mano, tanto como a la muchedumbre que gritaba consignas en la calle (500.00 personas en el cierre de la campaña del apruebo, que se emborracharon con la falsa esperanza en el inmenso poder que el número de asistentes a ese acto gigantesco les daba), los que sirven de bien poco si los comparamos con la potencia del computador, el IPad y el celular.

No nos engañemos. Los grandes culpables de la derrota no fueron ni la Convención, ni la conducta de sus integrantes ni las posibles insuficiencias del texto que ellos y ellas produjeron. Tampoco fueron las limitaciones de la campaña o las declaraciones inoportunas de algunos líderes torpes. Puede que esas fallas hayan pesado de alguna manera, pero los temas importantes de verdad son otros y están en el tejido social. Mi impresión es que, si no los tenemos en cuenta, va a ser difícil que entendamos qué fue lo que nos pasó el 4 de septiembre y que seamos capaces de imaginar políticas inteligentes que nos saquen de ese hoyo.