Incomunicado, por José Miguel Varas

Un día como hoy, partió el gran escritor José Miguel Varas. A 10 años de su ausencia, aún sigue presente. Como un sencillo homenaje compartimos una de sus crónicas. 

―Sorry, jefe ―me dijo el gendarme encogiéndose de hombros. Y me «allanó» veloz y diestramente. Sobre la mesa, en la sala de guardia del Palacio de los Tribunales, fueron amontonándose lápices, lapiceras, libretas de apuntes, billetera, carnets, aspirinas, llavero, boletas de empeño, pañuelos: todo lo que un periodista suele llevar en los bolsillos.

Pocos minutos antes, el Ministro de la Corte de Apelaciones, Israel Bórquez, había adoptado la resolución de llevarme detenido e incomunicado a la cárcel, luego de un interrogatorio sorprendente que en algunos instantes me dio la sensación de encontrarme ante el comité del senador Mac Carthy. El Ministro se interesó especialmente por averiguar mis ideas políticas. Se las expuse en líneas generales.

―Creo en el marxismo ―le dije― como la doctrina y el método más adecuados para resolver los problemas de nuestra sociedad.
―¿En el marxismo de quién? ―insistió.
―De Carlos Marx.
―¿Y de quién más?
―De Federico Engels y de Lenin…

Larga espera en la Guardia del Palacio. Frases sueltas de los gendarmes. Un jarrito de té. Un pedazo de longaniza chirriando en una paila sobre un anafe eléctrico, para acompañar la «choca».

―¿Quiere un pedacito con el té?
―Este… bueno.

Parece, ahora, que nos vamos. Guardan en un gran sobre los objetos que me han sacado de los bolsillos, lo cierran, lo timbran. Vamos andando.

En la escalera helada, balazos de los fotógrafos. Caminamos a paso rápido hasta la cárcel. En la calle, un amigo que se detiene sorprendido al verme franqueado de gendarmes y escoltado por periodistas:
―¿Qué te pasa?
―Lo de siempre ―le digo―. La «mardita»…
―¡Calladito! ―me advierte un gendarme―. Usted va incomunicado.

La cárcel. Largos trámites en la «guardia armada», donde hay filas de fusiles en largos estantes. Un muchacho imberbe, de unos 19 años, metido antes de tiempo en el tosco uniforme de la gendarmería, me da confusas explicaciones entre dientes y me «allana» nuevamente. Un paso más hacia la «purificación» de la incomunicación. Quedo ahora sin corbata (no la voy a extrañar mucho), sin cordones en los zapatos, sujetándome los pantalones, algo anchos, con tendencia a caerse. Y otra vez, vamos andando. Al pasar la primera puerta, otro gendarme nos detiene y me observa con curiosidad:

―¿Bancario?
El que me conduce responde: «No. Periodista».
―De El Siglo ―completo yo.
Él sacude la cabeza significativamente y abre la puerta:
―¿A qué galería?
―Va incomunicado ―responde el otro.

Entonces, mientras avanzo torpemente, tratando de no quedar rezagado, tratando de que no se me salgan los zapatos, sujetándome los pantalones, se me produce una curiosa asociación de ideas y recuerdos.

En agosto de 1954, en Stalinogrod, Polonia, bajé a una mina. Llevaba puesto un casco demasiado chico para mi monstruosa cabeza, que nunca ha encontrado sombrero de su número. El casco estaba apoyado sólo en dos puntos laterales de mi cráneo y oscilaba allí peligrosamente, cayendo a veces hacia la nuca y otras veces sobre los ojos. Arriba, al partir, el presidente del Sindicato ―que me precedía con paso seguro y ropa de trabajo hecha a su medida― me había obligado a meterme en una chaqueta de cuero demasiado estrecha y en unos pantalones de mezclilla que pertenecieron a alguien mucho más gordo que yo, metidos a su vez en unas inmensas botas de goma. Marchamos a 300 metros bajo la superficie por una galería ancha, con muros de cemento, junto a los rieles por donde pasaban velozmente, a intervalos, pequeñas máquinas eléctricas arrastrando decenas de vagonetas repletas de carbón. Luego, a partir de un cruce, la galería se hizo más estrecha y accidentada. Las ampolletas del techo palidecieron, se pusieron anémicas y ojerosas. Y mis dificultades se multiplicaron. Con la mano izquierda, sujetaba los pantalones. En la derecha llevaba la lamparilla de carburo. Y tropezaba en los desniveles del suelo, en la güincha transportadora que desfilaba silenciosamente hacia atrás con un reguero interminable de carbón, en los trozos de madera. Y al mismo tiempo, a cada instante debía enderezar el casco que se me caía sobre los ojos, dejándome en total oscuridad. Y agacharme para evitar ciertas vigas.

Sí, la Cárcel Pública de Santiago es una gran mina. Está al nivel del suelo, pero sus galerías resultan más siniestras que aquellas otras, a 300 metros de profundidad. Y por aquella mina polaca soplaba un aire fresco, respirable, limpio. En cambio, aquí…

Cruzamos dos, tres, cuatro puertas. Cerrojos, llaves, miradas interrogativas de los gendarmes, que catalogan con rapidez:

―¿Bancario? ¿Periodista?

Aquí está, por fin, la galería nº 3, de Incomunicados. El cabo anota en su gran libro al nuevo detenido. Otra vez, la lenta verificación de los datos. Nombre, apellido, segundo apellido. Juzgado. Delito.

Caminamos por la galería, con balcones y columnas toscas de madera (me recordó vagamente aquellas galerías del Instituto Nacional), que da sobre un paisaje de techos grises, muros de ladrillo blanqueados con cal y, emergiendo del centro de un pequeño patio de luz, el penacho de una palmera en exilio.
―Adelante ―me dice el cabo gentilmente.

Nos hacemos reverencias mutuamente, como si estuviéramos a fines del siglo dieciocho, con medias blancas hasta la rodilla y calzones de seda. Entro en la celda nº 8 y de inmediato, la puerta de hierro se cierra a mis espaldas, luego de una mirada final del gendarme en la que me parece ver un resplandor cordial.
Deben ser las ocho y media de la noche. Avanzo por la celda casi totalmente oscura. Me siento en el catre de fierro, sobre el cual hay una pallaza de paja y dos frazadas. Del patio, afuera, llega una bullanga endemoniada de «cha-cha-chá» amplificada por un altoparlante gangoso. Mientras me como una manzana ―lo único que he conservado en mis bolsillos―, recuerdo que es 1º de septiembre. «Manerita de empezar el mes de septiembre», pienso. Y con los ojos ya habituados a la penumbra, comienzo a examinar mi celda.

La celda nº 8 para incomunicados tiene tres metros de largo por dos de ancho. El suelo es de confortable cemento. Las murallas, de ladrillo, enyesadas y blanqueadas con cal. El techo es cóncavo. Mirándolo ―sentado en el borde del camastro, mientras se come una manzana― uno piensa que está en un convento o debajo de un puente; y en ciertos momentos piensa que está en una alcantarilla.
Es sábado 1º de septiembre. Son las 8.45 de la noche, o algo así. He terminado de comerme la manzana. Lanzo lo que queda (¿cómo se llama: coronta, carozo, esqueleto, espinazo?) hacia el rincón derecho, donde recorta su silueta blanca la bacinica. La incomunicación produce una peligrosa tendencia a la metafísica. Un poeta ha inventado un diálogo famoso:

«―Metafísico estáis…
―Es que no como…».

Es mentira. La metafísica viene después y a consecuencia de comer. Los que no comen piensan siempre en cosas concretas. La metafísica es un proceso que acompaña a la digestión. Lo he comprobado experimentalmente al estar incomunicado. (Puede derivarse de aquí una definición del hombre metafísico: un individuo incomunicado con el medio en que vive, que come).

Mientras entraba por la ventana con barrotes un frío viento de agosto retrasado, medité sobre la manzana y su destino histórico. Era una manzana hermosa, pesada y digna, carnosa, elástica y aromática. Una manzana madura y femenina, amarilla en los polos, color de rosa seca en el gran vientre caído y tenso, con diminutos puntos blancos y pinceladas de bermellón. En resumen, una «Delicious», producto de cinco mil años de agricultura, más de cien de investigación científica, más cincuenta de picardías de Burbano y Michurin. ¿La manzana, producto de la naturaleza? Aquella que comí esa noche era un producto del hombre, tan artificial y elaborado como un encendedor automático (aunque mucho más eficaz).

Reconfortado, bostecé y recordé que estaba cansado. Afuera continuaba vociferando el altoparlante que «alegra» a los reos con tangos en que se habla de «infancia sin juguetes» y de hijos sin entrañas que le quitan «el pan a la vieja».

Hice la cama a tientas. Una frazada militar abajo, como sábana, para no dormir directamente sobre la pallaza, que imaginé sucia y habitada; otra encima y otra más ―una manta boliviana regalo de mis padres, producto del sacrificio de diez mil ovejas, compacta, flexible como una tabla, liviana como una lápida― que alcanzó a enviarme desde la casa mi compañera. Y me dormí enseguida.
Desperté con una sensación de catástrofe. Por la ventana se divisaba entre los barrotes un desfile de nubes grises, recortado por el perfil metálico de un tejado de cinc. Y del patio, abajo, subía un desenfrenado «rock-and-roll».

Domingo 2 de septiembre. La fecha no importa: es domingo. Un día de fiesta. En la cárcel, esto hay que subrayarlo enérgicamente. El domingo es un día en que se mete bulla a conciencia, por diversos medios. El altoparlante conectado a la radio funciona sin interrupción desde las siete y media de la mañana hasta las diez de la noche a máximo volumen.

Me levanté y decidí que era conveniente hacer gimnasia. (Ningún preso político que se respete deja de hacer gimnasia.) Durante 15 o 20 minutos realicé lo mejor posible los ejercicios del tiempo del colegio, troté un kilómetro en el espacio de un metro, hice «sombra» y dejé sangrando y derrotados, pidiendo abyectamente clemencia, a Rojas Pinilla, Trujillo y Pérez Jiménez. (No me atreví con Batista.) Terminé sudando, con un violento dolor en el costado y una especie de alegría animal, que me obligaba a reír solo.

Se escucharon pasos afuera, sonó el gran cerrojo de la puerta ―que es de fierro y está pintada de gris― y por el agujero me observó un ojo diabólico, verdoso y penetrante. Luego la puerta se abrió y un gendarme menudo y triste, con anteojos para el sol, me tendió una escoba. «Significativo», pensé, «hace entrega al opositor encarcelado, que soy yo, del que fuera el principal símbolo de la campaña presidencial…» Le hice un gesto de inteligencia, pero él, sin ninguna sutileza política, me dijo:

―Barra su celda.
Barrí algo humillado y deposité la mínima basura al lado afuera en la galería con piso de tablas.
―Vaya a lavarse ―ordenó el gendarme.

Caminé hacia los lavatorios, respirando el buen aire de la mañana, con la bacinica en la mano derecha y una oblea de jabón encontrada en la celda, en la izquierda.

De regreso, una pregunta:

―¿A usted le van a traer desayuno o va a tomar el café de la casa?
―No sé. Creo que me van a traer. Pero, por si acaso, deme «de la casa».

El gendarme me miró con tristeza. Supe por qué al recibir en una paila de aluminio un cuarto de litro de un líquido humeante y sombrío, en el que se arremolinaba un polvillo negro en suspensión, semejante al hollín. Al beberlo, el líquido resultaba sorprendentemente insípido, pero estaba caliente, y eso era lo importante.

Terminé de vestirme y me senté de nuevo en el borde de la cama. El gendarme me echó una mirada de lástima y cerró la puerta sin ceremonia.

¿Cómo llenar un día entero sin hacer nada? El incomunicado no puede leer diarios, ni libros; no puede escribir; no puede trabajar. Comencé a pasearme desde la cama hasta la puerta, en dirección diagonal. Cinco pasos justos de ida, cinco de vuelta. Pensé que era conveniente tratar de pensar en orden.

Pensar, por ejemplo, un artículo para el diario. Desarrollar dos o tres ideas simples, párrafo por párrafo. Comprobé que lo más difícil era lograr cierta disciplina. Mientras me paseaba, tratando de armar un editorial, una multitud de ideas marginales, recuerdos, imágenes, se interponían; y a los pocos instantes me encontraba recordando a doña Graciela del Villar, la actuaria especialista en llevar procesos contra El Siglo. O volvía a vivir una tarde de sol en Punta Arenas, un viaje en bote al pontón encallado en el camino hacia Agua Fresca, mientras el vaporcito que va a Porvenir asomaba por el horizonte curvo, al borde ya del fin del planeta, con su modesto penacho de humo oscuro… Reiniciaba con esfuerzo mi editorial pero de nuevo, instantes después, me alejaba por Nataniel rumbo al barrio donde viví tantos años, y evocaba las tardes sudorosas de fútbol entre la tierra del Parque Cousiño, el baño en un estanque fangoso con turno de «loros» para avisar cuando vinieran los carabineros (porque no usábamos traje de baño), el regreso agotador, ya sin ganas de hablar, con los zapatos colgados del hombro por los cordones, dando suaves patadas a cada paso a la pelota cautiva en su red, y chupando limón…
El altoparlante no me ayudaba tampoco a hacer editoriales. Los locutores, el dr. Castillo, Elvis Presley, la orquesta Huambaly, Alfredo de Angelis, Régulo Ramírez, etc., se alternaban sin descanso. Del fondo del patio subía, además, un bullicio de conversaciones, gritos, carcajadas, himnos y sermones evangélicos: el ruido que podemos llamar de domingo en la cárcel.

Dos veces traté de mirar hacia fuera por la ventana. Era complicado. Está la puerta, de un metro noventa, más o menos, hundida en el espesor de la muralla; sobre ella, unos 30 centímetros más arriba, la ventana, con seis gruesos barrotes de fierro. Para poder mirar por ella, hay que saltar y cogerse del borde. Lo que se ve afuera es, ya lo he dicho, una franja estrecha de cielo, parte de la copa de una palmera, techos, muros… Al saltar por segunda vez descubrí sobre el antepecho algo que es oro para un incomunicado: ¡un lápiz! Lo saqué de otro salto y pensé con gratitud en el que lo había dejado allí.

No tenía papel, pero disponía de cuatro hermosas murallas vírgenes, pintadas con cal recientemente. Hice un examen preliminar y descubrí entonces, medio borradas por la lechada, varias inscripciones anteriores. Había algunos dibujos que representaban damas en actitudes poco honestas. Con dificultad descifré unas letras: «Aquí se ahorcó V…».

Elegí un lugar apropiado y con un alfiler que había conservado en la solapa empecé a raspar el yeso, dibujando en hueco las grandes letras de la consigna que había elegido. Terminada cada letra, la llenaba de negro con el lápiz. El efecto era soberbio. Era un trabajo absorbente y fatigoso, lo más adecuado para hacer frente a la incomunicación. Además era lento. Cada letra debe haberme significado unos 10 a 12 minutos. La S, de «glorioso», unos 15 minutos (y no quedó muy bien). La punta del lápiz, en contacto con la superficie rugosa del ladrillo, se gastaba instantáneamente con una sola letra. Sacarle punta de nuevo, con uñas y dientes, era también complicado.

Me faltaba mucho todavía cuando sonó nuevamente el cerrojo. Alcancé a echarme el lápiz al bolsillo. Entró el mismo gendarme de la mañana temprano, con un sargento en visita de inspección. El sargento me saludó amablemente y me preguntó:

―Y, ¿qué tal lo ha pasado?
―Feliz ―le dije yo.

Nos reímos. Después me preguntó si necesitaba algo, averiguó si me traían comida de fuera, quiso saber si había pasado frío en la noche. Nos despedimos y otra vez quedé solo.

Pero sólo en la tarde logré terminar mi bello letrero.

Así pasaron las horas hasta llegar a sumar 54. Caminé, dormí, canté, comí a mordiscos, sujetándolo con las manos, un pedazo de carne (un incomunicado no tiene derecho a cuchillo ni tenedor), dormí de nuevo…

Finalmente, el Ministro de la Corte de Apelaciones Israel Bórquez, volvió a llamarme y, después de pedirme una breve declaración que no modificó la anterior, me anunció que levantaba la incomunicación.

Regresé a la cárcel autorizado ahora para «la libre plática», la expresión es cómica, ¿no es cierto? Dos días después volvieron a llevarme a la Corte. Me esperaba ahora la actuaria doña Graciela del Villar para notificarme la nueva resolución del Ministro Bórquez: me dejaba en libertad incondicional, «por no haber méritos bastantes…»

La actuaria, vestida de negro como siempre, comentó:

―Hay que ver la suerte que tiene usted…
Yo meditaba: interrogatorios, incomunicación, cárcel… y ahora resulta que todo había sido ocioso, inútil, una especie de capricho. O «suerte», como decía doña Chela.
―¿Suerte? ―le respondí―. ¿Así que esto es cuestión de suerte, como la lotería?

Al parecer se ofendió, porque hizo algunos gestos semejantes a los de un niño que prueba un remedio. Luego la oí comentar con algunos periodistas y abogados que estaban presentes:

―Hay que ver cómo son «estos»… Le dije que estaba libre y ni siquiera se alegra. (En verdad yo estaba alegre. Pero no dejaba de pensar: ¿Es posible privar a un periodista o a cualquier ciudadano de la libertad; incomunicarlo, someterlo a una verdadera agresión moral y luego dar el asunto por terminado con la simple frase «libertad incondicional… por falta de méritos»? Consulté la Constitución Política. Y encontré un artículo, el número 20, que dio respuesta a mi pregunta: «Todo individuo a favor de quien se dictare sentencia absolutoria, o se sobreseyere definitivamente, tendrá derecho a indemnización, en la forma que determine la ley, por los perjuicios efectivos o meramente morales que hubiere sufrido injustamente». Hermoso. E inútil. Porque la ley que ha de determinar la forma de cobrar tal indemnización no ha sido dictada. Mientras tanto hay que aguantar la mecha.)

Mientras la actuaria realizaba los largos trámites finales para mi libertad, la escuché conversar con un funcionario judicial. Era el día en que se había anunciado el fin del conflicto bancario. El funcionario comentaba con amargura:

―Así que el Gobierno perdió la huelga…
―¿Cómo así? ―indagó doña Chela con alarma―, ¿no quedaron de volver sin condiciones?
―No. Es que parece que van a recibir a esos seis del Banco Londres que estaban despedidos…
―¡No puede ser! ―exclamó ella―. No es posible. Sería tremendo. Hay que hacer respetar las leyes. Yo a esos seis los sacaría a patadas…
Y añadió todavía, mientras evolucionaba por entre los atestados escritorios de la Secretaría de la Corte: ―¿Qué extranjero va a querer venir a invertir plata en este país de indios?

Respiré con satisfacción el aire saturado de gas carbónico de la calle Morandé, al abandonar el Palacio de Tribunales.

Cuando llegué de vuelta a mi casa, con camas y petacas, mi hija Andrea, de cuatro años y cuatro meses de edad, me preguntó:
―¿Nunca más te vas a ir a «Valparaíso» sin avisarme?
―No. Nunca más ―le dije.
Pero, quién sabe.

(1956)