Ideología, civilización, cultura
Por Grínor Rojo.
Con escasas, pero honrosas excepciones, los políticos (no quiero hablar de la “clase política” y ya se verá por qué) y los periodistas no se destacan en Chile por la profundidad de sus juicios ni menos aún por la riqueza de sus conocimientos. Los discursos que ellos/ellas pronuncian constituyen una prueba de esto que digo. Ignaros y desinhibidos, más vociferantes que aclaratorios, sus estridencias son útiles solo para echarle leña al fuego de la confusión. Que haya entre ellos/ellas individuos que argumentan en contra de la existencia de las Naciones Unidas y de los tratados internacionales sobre derechos humanos, no es más que una señal de la índole de los bueyes con que los chilenos tenemos que arar.
Comento en este artículo tres términos de gran recurrencia en el diccionario de nuestra modernidad y que los compatriotas a quienes más arriba me refiero usan a la buena de Dios. Ellos son, en un orden que aristocratiza vagamente el término del caso, “ideología”, “civilización” y “cultura”. Aspiro a introducirme, aunque no sea más que rudimentariamente, en esta nebulosa semántica. Me acusarán, y no va a ser esta la primera vez, de soberbia intelectual, pero menos odioso me resulta tolerar semejantes acusaciones que quedarme callado.
El primer término, el de cotización más baja de los tres que me interesa discutir aquí, es ideología. Y observo de inmediato que a la posesión de una ideología y al juicio ideológico se los suele estigmatizar con una calificación negativa. No soy yo, sino mi adversario el que actúa ideológicamente y se equivoca, ya que su ideología encubre y tergiversa los datos de una realidad a la cual, al contrario de lo que a él le ocurre, yo y otros que son como yo tenemos acceso pleno. Nosotros vemos las cosas como ellas son en la realidad de verdad y como cualquiera que no tenga su cabeza repleta con basura ideológica puede verlas también. No así nuestro adversario. Obnubilado por la ideología, este yerra el significado del mundo.
El procedimiento más elegante para sostener dicho predicamento consiste en invitar al que no ve a “que vea”, a que ponga la mediación ideológica que lo obnubila entre paréntesis y descubra entonces lo que es evidente y notorio de suyo. Por ejemplo, que, si yo meto cien pesos en mi cuenta del banco hoy día, al cabo de un año esos cien habrán “ganado”, ellos por sí solos y como por arte de magia, diez más.
Hace años, el sociólogo Jorge Larraín persiguió la trayectoria genealógica de la palabra ideología. Estudió y explicó su desarrollo desde Destutt Tracy hasta la contemporaneidad, pero poniendo especial énfasis en el salto que va en el pensamiento marxista desde la concepción ortodoxa y decimonónica de la ideología como “falsa conciencia”, es decir, como una conciencia equivocada de la realidad, por no ser esa, en la opinión de los viejos marxistas (y en la del propio Marx) una manera de pensar “científica”, a una concepción alternativa que, escribe Larraín, “influida por la creciente importancia del discurso y el lenguaje en la vida social y con un énfasis en la constitución de los sujetos más que en su centralidad pre-discursiva, abandona la idea de conciencia falsa y pone el acento en que la ideología es un discurso que constituye a los individuos en sujetos, es decir, construye la identidad de esos individuos mediante un proceso de interpelación que los recluta para un cierto pensamiento y una cierta praxis en varias dimensiones de la vida”.
Como yo soy un tipo más bien escéptico respecto de la credibilidad de las “ciencias del espíritu” y que tampoco tiene en mucho a las que no son del espíritu, no extrañará que, dentro de la muy valiosa investigación genealógica de Larraín, me quede con la postura que prevalece en la última etapa de la trayectoria que él mapea, pero llenando un vacío o, quizás, introduciendo una precisión: el “cierto pensamiento” y la “cierta praxis”, que serían las expresiones concretas de la identidad ideológica del sujeto y acerca de los cuales se explaya Larraín, no constituyen la cristalización de un discurso cualquiera, sino la de un discurso de clase. Es la clase social la que construye un discurso acerca de sí misma, acerca de los otros y acerca del mundo en general. Un discurso con aspectos diversos (“dimensiones”, dice Larraín), de religión, de raza, de sexualidad, de civilización, etc., que es el que a los miembros de la clase les acomoda y en el cual, en la medida de su capacidad de forzamiento o de persuasión, ellos/ellas, o los/las intelectuales que están a sus órdenes, harán participar (en proporciones que varían, es claro) a los demás.
Todos actuamos ideológicamente, sin embargo. Pensar que existen sujetos inmunes a la contaminación ideológica es pensar que existen en este mundo los Robinson Crusoe del espíritu. Pensar que algunos de tales sujetos son poseedores de una verdad no mediada y exacta de lo real, o porque Dios se la dio o porque la obtuvieron con la ayuda de la ciencia, y que sus prójimos carecen de tan espléndido don, no sólo es presuntuoso, sino que resulta, a la corta o a la larga, un asidero para el fanatismo.
Pero eso no equivale a decir que todas las ideologías son idénticas, que lo mismo da Juana que Chana. Todas ellas son interpretaciones clasistas de lo real, no importa cuáles sean sus fundamentos y propósitos, pero unas son mejores que otras. Una ideología que mata gente en nombre de Dios --y lo estamos viendo en estos momentos--, es tan ideológica como la que condena dicha acción, encomendando su discurso condenatorio a los dictados de la razón humana, pero eso no significa que las dos posean el mismo valor. Una, la ideología que se apoya en la ley divina, elimina al hereje, alegando que esa es una misión de exterminio que le ha confiado Dios y a la que por lo tanto no puede sustraerse; la otra, la ley que apela a la razón de los humanos, obedece igualmente a las ideas y/o las creencias ideológicas de una clase, la de la burguesía en la mejor de sus facetas, y exige que la integridad del hereje sea respetada, que el hereje ocupe un lugar cualquiera sea la orientación dominante en el todo social.
Ninguna de las dos está en condiciones de dar cuenta de la verdad o la no verdad de la herejía, pero la segunda apuesta a que, en vista de que eso no es posible, lo mejor es escoger, de entre las opciones ideológicas en disputa, aquella que sea la más favorable a la luz de la historia concreta, porque es la que beneficia más a los más. Las ideologías, que como digo son siempre ideologías de clase, se hacen y se rehacen en el barro de la coyuntura, se formulan y se reformulan en virtud de los deseos de felicidad, que ahí y entonces, anidan en la conciencia de los sujetos que las portan.
Todo lo anterior me sirve a mí para decir que, aunque reconozcamos que el actuar de quien afirma que el derecho de las mujeres a disponer de sus cuerpos es tan ideológico como el que lo niega, ello no significa que los estemos igualando. No queremos hacernos cómplices de un relativismo irresponsable. En el primer caso, al estarse fundamentando nuestra afirmación en las necesidades, los intereses y las aspiraciones de las mujeres de carne y hueso, de las que sufren los efectos de la dominación ideológica del patriarcado, hace que sea esa la que debe escogerse. La perspectiva “antigénero”, la que sostiene que el género es una mentira ideológica y que solo existe una única sexualidad, es solo una hebra más de una corriente de pensamiento en retirada, el de la sociedad patriarcal en crisis y que se aferra con dientes y muelas a sus viejas posiciones. Para esa gente, hay una “sexualidad sana y normal”, que no es ideológica, y hay una “enferma y anormal”, que sí lo es.
En cuanto a la “civilización”, Rodrigo Karmy fue quien efectuó, entre nosotros los chilenos, el rastreo genealógico correspondiente. Recurriendo para su importante reflexión a un artículo de Emile Benveniste, retrotrajo el origen del concepto al giro moderno que Mirabeau le da a la palabra en el siglo XVIII. Fue Mirabeau quien sostuvo que la civilización era una “dulcificación de las costumbres, la urbanidad, la cortesía y los conocimientos divulgados de manera que observen las buenas formas y ocupen el lugar de leyes de detalle”. Como era de esperarse, Karmy se interroga por los estándares de “dulcificación”, de “urbanidad”, de “cortesía” y de “conocimientos” que el marqués tuvo en mente para su definición, por cuáles fueron estos y a quiénes pertenecían, y concluye lo que ya se veía venir: que eran los estándares del Occidente imperial. Quienes se ciñen a ellos son los “civilizados”; quienes no los hacen, los “bárbaros” (me sorprende que Karmy no utilice en su trabajo el ensayo clásico de Sarmiento ni Jemmy Button, la excelente novela de Benjamín Subercaseaux). Y Condorcet le acopla a la definición de Mirabeau el corolario que faltaba: los civilizados “civilizan” a los bárbaros y, si es que no lo logran, los “controlan” mediante la puesta en ejercicio de ciertos “dispositivos de seguridad”.
Pero si nosotros volvemos a Mirabeau, ¿en qué consiste la acción misma de civilizar? Evidentemente, en la imposición que unos les hacen a otros de unas reglas de conducta. Ser civilizado es conducirse de una manera a la que aquí se califica como “dulce”, pero que, dulce o salada, es la que le acomoda a aquel que ya lo es o pretende serlo y que además tiene el poder para imponérselo a los otros. Presos en la “situación colonial”, obsequiosos, a regañadientes o ya listos para rebelarse en la primera oportunidad, esos otros se enfrentan con los decretos del poder.
En este orden de cosas es donde yo pienso que se inscribe el omnicidio palestino-israelí actualmente en curso, cuyo origen fue un ataque de Hamas a la República de Israel en el marco de una guerra de liberación anticolonial. Nosotros debemos repudiar ese ataque, por su violencia y por los estragos enormes que produjo, debemos condenarlo, y yo mismo lo condeno, pero no por eso dejará de ser lo que es. Y al ataque de Hamas, el colonizador israelita respondió con su fuerza militar superior, matando a miles de combatientes y civiles por igual, indiscriminadamente, como desde el principio de los tiempos lo han hechos todos los colonizadores en circunstancias parecidas. Una medida que no era (es) tanto defensiva como justificatoria para correr nuevamente los cercos de la ocupación.
Pero hay algo más y que Norbert Elías, según anota Karmy, percibió claramente. Al hablar de civilización estaríamos hablando, observó Elías, de “la exterioridad del comportamiento de los hombres”, esto es, del comportamiento de unos/unas que, no importa quiénes ni cómo ellos/ellas sean, actúan, con más o menos perfección (es decir con más o menos civilización), el libreto de un personaje ideal.
Para aquellos/as que hacen suyo un punto de vista como este, “civilizar” en Chile al pueblo mapuche no querría decir que se intenta cambiarlo necesariamente, cosa que los partidarios de esta estrategia saben que es poco probable; lo que tendría que hacerse es lograr, por las buenas o por las malas, que los mapuche “actúen” de una manera distinta a la suya ancestral, abandonándola e imitando, en su lugar, una conducta adquirida, la de los dominadores. La estupidez que se repite con frecuencia respecto de la “flojera de los indios”, que cuando poseen la tierra no la trabajan y la desperdician, deriva justamente de un no haberse dado cuenta o de un no querer darse cuenta, quienes vocean tamaña necedad, de que el mapuche mantiene una relación con la tierra que no es la misma del winca. Nadie que haya leído el Recado confidencial a los chilenos de Elicura Chihuailaf puede desconocerlo.
Pero, para el necio que habla sobre la flojera del mapuche, eso es lo que hay que corregir. El colmo de esta intención de “corregir” se dio durante la dictadura de Pinochet, cuando los tecnócratas del régimen intentaron “modernizar” a los indios, deshaciendo sus comunidades y convirtiendo a los comuneros en propietarios individuales. Según esa medida y demás que se le parecen, el destino de los indios era aprender a funcionar como funcionan los hombres blancos y modernos, a sus anchas en el universo económico capitalista. Y yo me pregunto entonces: ¿no reside en esto precisamente la distinción entre el reconocimiento y la aceptación de la diferencia indígena como ella es, con sus inclusiones y sus exclusiones, como cualquiera otra, y por lo tanto la del reconocimiento del indio como un otro legítimo, y la tolerancia hipócrita del que tampoco quiere que el indio sea su igual, sino que tan solo actúe como a él/ella más le conviene?
Como quiera que sea, yo soy menos categórico de lo que podría suponerse. Pienso entonces que, de la misma manera en que no cabe desahuciar el concepto de ideología, tampoco cabe desahuciar el de civilización. Están unidos, eso es cierto, en tanto el prurito civilizatorio es solo uno entre los múltiples brazos de una ideología de clase, pero conviene no despreciar la diferencia. Hay una civilización buena y una civilización mala, así como hay una ideología buena y una mala. Hay la civilización que sirve para inferiorizar al otro, para dominarlo y para explotarlo, docilizándolo mañosamente con la excusa de que se lo está pertrechando con valores de validez universal, y hay la otra, la que el afectado escoge, para darles cohesión a sus actos y para dársela a los actos de su grupo de pertenencia, a veces inventando él/ella por sí solo a su civilización y en otras importándola desde afuera, pero críticamente.
Y esto me lleva a la idea de cultura.
Para dar comienzo a esta tercera parte de mi artículo, le recuerdo al lector que en nuestro país existe un Ministerio de las Culturas, una denominación plural que no es o no sería del todo incorrecta si al mismo tiempo existiera un Estado plurinacional. Esto, que estaba incluido en el proyecto de constitución que se rechazó el 4 de septiembre de 2023, hoy ni siquiera se menciona, por lo que podría especularse que el nombre Ministerio chileno de las Culturas carece de verdadera sustancia.
El caso es que, si la civilización es, como observó Elías, una exterioridad, la cultura es la interioridad de esa exterioridad. Es la cosmovisión de un pueblo con la cual su civilización puede o no coincidir. De esta manera, el colonizado es uno en quien esa coincidencia exterior-interior se borró, uno en quien, con o sin su anuencia y asistencia, el colonizador cegó el pozo de su interioridad. La máscara reemplazó entonces a la cara. El colonial, por su parte, es el que aun cuando tiene la máscara puesta, siente que por detrás de la misma su cara sigue estando ahí, que esta constituye un fondo que perdura y del que le cuesta desprenderse. El Vargas Llosa que se burla de la “utopía arcaica” de José María Arguedas es, en este sentido, un colonizado sin más trámite. Borges, en cambio, que no es un colonizado (menos todavía un colonizador, a pesar de su venerada abuela inglesa), es, sin embargo, un colonial.
El título de Fanon, Piel negra, máscaras blancas, lo dice con más elocuencia de la que yo podría emplear. En aquel título famoso, la piel del negro es la cultura y la civilización del colonizador es la máscara blanca. Esto significa que la cultura del sujeto es sinónima de eso a lo cual, para denominarlo, nosotros usamos la palabra “identidad”, la que, no obstante su firme y prestigioso entronizamiento contemporáneo, no es, no tiene por qué ser, una esencia metafísica. La identidad es la identidad cultural y es una construcción humana, pero es la construcción de un modo de ser y no solo de aparecer. Este tiene raíces hondas, por lo tanto, pero unas raíces que no por ello son esenciales, a menos de que con el adjetivo estemos procurando aludir al acopio de humanidad sedimentado por un pueblo a través de una historia de “larga duración”, como les gusta decir a los braudelianos.
Los pueblos tienen todos cultura, quienes los integran son dueños del acopio de ser al que me estoy refiriendo, y tienen todos también civilización, la que, cuando es saludable, hace que el aparecer civilizado coincida con el ser cultural. Conviene fijarse en la diferencia y en la relación entre estos términos.
Que, manteniendo nuestra cultura, importemos elementos de las civilizaciones más poderosas del planeta no es en sí mismo repudiable, sin embargo. Ceder a las presiones puristas del ancestralismo es incurrir en un error que probará no ser menos nefasto que el del relativismo. Es oponerle a la aculturación, y por ende a la apertura cultural sin restricciones, un autarquismo asfixiante e insostenible en última instancia.
De lo que se trata en cambio es de que la importación no ponga en peligro la solidez de la cultura, o sea de convertir la “aculturación”, como lo recomendaron Fernando Ortiz y Ángel Rama, en “transculturación”, y no sin las “obligadas correcciones” sugeridas por Rama: la “selectividad” (el saber y el tener la cultura transculturadora la lucidez y el poder suficientes como para salvar lo que le sirve y eliminar lo que no le sirve de sí misma, al tiempo que selecciona qué es lo que le conviene y qué no de cuanto trae consigo la ola foránea) y la “invención” (invención de lo nuevo que aparece a raíz de la síntesis que se produce como resultado del conflicto entre los elementos de una y otra de esas dos culturas). A nuestra cultura latinoamericana y chilena la estaremos cuidando de este modo en su fondo más decisivo, porque ahí es donde se guarda lo mejor de nuestro pasado, lo mejor de nuestro presente y lo mejor de nuestro futuro. Somos en la medida en que somos con lo que ese fondo atesora, por lo que no se lo debe arriesgar. Cuando, como en Vargas Llosa, la herencia cultural se desvanece, es cuando el actor ha desaparecido desplazado para siempre por el monigote de ficción.
Fotos
1. Imagen pública extraída de www.canva.com
2. Imagen pública extraída de www.canva.com
3. Foto de Paulo Slachevsky
4. Imagen pública extraída de www.canva.com