Gente en las sombras y el daltonismo ético
Toda obra literaria ofrece la posibilidad de distintas interpretaciones. Incluso, cabe la posibilidad de que la intentio auctoris no coincida con la intentio lectoris y hasta que ninguna de las dos coincida con la intentio operis, según Eco. La intención del escritor tiene que aceptar la voluntad interpretativa del lector, siempre y cuando este último no quiera escribir su propia novela parasitando lo leído. La libertad interpretativa es lo que diferencia literatura y catequesis.
Gente en las sombras, último libro publicado de Jaime Collyer, es una novela pausada y reflexiva, escrita con su habitual oficio quirúrgico, que, quizás por eso mismo, ofrece la posibilidad de varias lecturas, no infinitas, pero varias. La estructura narrativa es sencilla pero eficiente: un escritor, Larrondo, desapasionado y escéptico, recibe el encargo de escribir una crónica del Campo D, una casa de detención y tortura durante la dictadura pinochetista. A Svetlana, la arquitecta, se le ha encargado la restauración del lugar con vistas a convertirlo en un memorial. Larrondo decide realizar una serie de entrevistas, entre ellas a Prada, un militar pedante que encubre con una retórica sinuosa y cursi su participación directa en los vejámenes. El relato comienza con el atentado que sufre el personaje, por lo tanto, es una estructura de racconto entrelazada con el presente del intento de ajusticiamiento. El final revela la pobredumbre moral de una sociedad donde el poder se reparte entre los mismos de siempre.
En una conversación reciente con Collyer, el crítico literario Roberto Careaga insistía en que era una novela “sobre la transición”, mientras que el escritor subrayaba su interés en reflexionar sobre las motivaciones psicológicas del horror ejercido por los esbirros de la dictadura y el uso del patriotismo como cobertura ideológica de la barbarie. Ambas interpretaciones son posibles, por supuesto. Las buenas lecturas siempre son buenas interpretaciones y las mejores son, probablemente, aquellas que Jonathan Culler denominaba “extremas”: “La interpretación no necesita defensa; siempre está con nosotros, pero, como la mayoría de las actividades intelectuales, sólo es interesante cuando es extrema. La interpretación moderada, articuladora de un consenso, por más que pueda ser valiosa en algunas circunstancias, no tiene mucho interés”.
Aventuremos, entonces, otras interpretaciones complementarias. Es una novela sobre el relativismo ético. El daltonismo es la incapacidad para distinguir determinados colores, principalmente el rojo y el verde. Es una alteración de la visión cromática, una “ceguera al color”. El daltónico no ve ciertos colores o confunde otros: no ve como la mayoría vemos el mundo. El daltonismo ético, genial imagen del autor, mutatis mutandi sería una alteración de la visión moral, una ceguera frente al sufrimiento del otro, una incapacidad o la voluntad de no asumir las consecuencias del daño infringido. Es decir, es una ceguera involuntaria o voluntaria, ambas, no obstante, enjuiciables moralmente. Los daltónicos éticos confunden o no tienen los mismos valores que el resto de los mortales comparten. Y esto es grave porque, en el caso de esta novela, no se trata sólo de disentir acerca de si es bueno o malo consumir azúcar, por ejemplo, sino acerca de si es bueno o malo sacar las uñas a prisioneras y prisioneros indefensos. ¿Es éticamente aceptable que individuos que han hecho eso puedan seguir tan campantes, en actitudes señoriales y respetados, por las calles de nuestras ciudades, incluso ostentando cargos públicos y militares? Y aún más ¿es pertinente aplicar, a posteriori, criterios binarios y dilemas éticos (obediencia/desobediencia; patria/desorden) a individuos primarios, perversos y dañinos?
Por otra parte, es evidente que podemos profundizar en las condiciones psicológicas de la crueldad masificada, pero también, por lo menos, en las condiciones psicosociales (los torturadores actuaban en manada y, por lo tanto ¿cuáles son los mecanismos de la construcción del “nosotros” torturador?), sociales (¿dónde están estas bestias en los períodos “normales” de la vida cotidiana? ¿son nuestros vecinos?) y políticas (¿qué estructura institucional es necesaria para qué unos individuos mediocres, vulgares e ignorantes puedan tener tal poder sobre la vida de otros?).
Es también un relato sobre las posibilidades y el valor de la memoria para exorcizar el salvajismo, cuando vivimos en un mundo donde todo es espectáculo y donde hablar y recordar algo muchas veces tiene por objetivo, precisamente, que no se diga nada ni se recuerde nada. Los memoriales participan del show mediático y turístico, señala Svetlana, la protagonista. De igual modo, el relato permite reflexionar acerca de las posibilidades del arte en general y de la literatura en particular como instrumento de memoria y crítica social.
Por último, es un decir, también es una novela sobre la mediocridad, sobre la pequeñez de unos y otros en esa cosa tan sosa e hipócrita llamada “transición,” donde la “trama civil” se extiende más allá de los cómplices pasivos, o activos durante la dictadura, a los cómplices pasivos o activos durante la misma transición. Esto es, la llamada trama civil, que desmovilizó el tejido sociopolítico creado durante la lucha contra la dictadura, construyendo un neoliberalismo “democrático”, pero casi igual de segregador e injusto, y altamente olvidadizo de los crímenes cometidos. Beregovic, el subsecretario, en un país lleno de subsecretarios y “operadores políticos”, encarna esa mediocridad con poder que reinó y sigue reinando en este paisito transicionalmente eterno y, por ende, soporífero, donde las sombras acechan endémicamente a mucha gente.
Abril 2020