Están en todas partes y son como la peste
Por Grínor Rojo

Están en todas partes y son como la peste. Esto es algo que hay que entender y tomárselo en serio. En las Américas, hablo de Trump y sus sicofantes, Milei, Bolsonaro, Bukele y hasta la repelente fiscal de Guatemala, María Consuelo Porras. Trump, quien está haciendo añicos lo que sea que haya habido de democracia en Estados Unidos, es el modelo de los modelos. En Europa sus imitadores o ya son gobierno o participan en los gobiernos de Italia, Hungría, Bélgica y Países Bajos, mientras que en Rumania, Polonia, Portugal, Francia y Alemania están cada vez más cerca de llegar al poder.
Constituyen el problema político más grave de nuestra actualidad. No es la delincuencia, no son los bajos salarios, no es la mala educación o la mala salud públicas, ni siquiera son las jubilaciones miserables con las que los viejos se mueren de hambre y a causa de las cuales los expulsan de unas casas cuyas contribuciones ya no pueden pagar. Estos son problemas que existen, sin duda, que son efectivos y nuestro deber es remediarlos, pero los remedios no pueden ser peores que la enfermedad. No tienen que matar al enfermo. No tienen que acabar con el ordenamiento político y social en que hasta ahora hemos vivido, cuyas imperfecciones nos constan y las que nos gustaría perfeccionar, pero no eliminar. En cambio, la nueva derecha hace eso precisamente, porque no ataca uno u otro de tales problemas, los del modelo de sociedad en funciones y que, como sabemos, es el que ha prevalecido en la mayoría de los países del Occidente del mundo desde los siglos XVII y XVIII, sino contra su supervivencia como totalidad, o sea contra la base cultural ilustrada, desde donde se levanta la República moderna, y con sus ramificaciones: la libertad de pensamiento y de acción, la igualdad para todos (que no se limita a la igualdad ante la ley) y la justicia social, que es justicia de raza, de género y de clase, pero que también es una justicia que se ocupa de los desvalidos quienes quiera que ellos sean y donde quiera que estén.
Podemos estar en un costado o en el otro del espectro político, pero si somos partidarios del mínimo común denominador al que acabo de referirme, seremos los enemigos mortales de la nueva derecha. Porque nombremos las cosas con su nombre, esa nueva derecha no es populista, no es ultrista, ni siquiera es neofascista. Es fascista a secas. No es republicana, es antirrepublicana y, cuando usa el adjetivo “republicano” está practicando en esto, como en tantas otras cosas, una maniobra falaz. Milita allí gente que no cree en la soberanía popular y que en cambio cree que existen unos cuyo destino es mandar y otros cuyo destino es obedecer; tampoco creen en la igualdad, sino en que hay algunos humanos que son naturalmente superiores al resto y que admitir la desigualdad es ponerse a favor del progreso; y, finalmente, no creen en la justicia social, sino en la ley del más fuerte.
Ellos son nuestro problema principal. Salieron de sus madrigueras a fines del siglo pasado, debido a la crisis del capitalismo y a la ineptitud de los políticos liberales, socialdemócratas y demócrata cristianos para detectar el fenómeno y dimensionar sus consecuencias. Desde entonces no han hecho más que crecer. Las grandes mayorías, desatendidas, desinformadas, desdeñadas, escucharon entonces al estruendoso de la cuadra, al que en las pantallas de las tele les prometía “más trabajo” y “mano dura” contra “el crimen” y “la corrupción”.

Sus recursos son enormes. Tienen dinero, muchísimo dinero. También tienen superioridad en el terreno de las comunicaciones. Dominan en el segmento de los medios tradicionales, en la prensa escrita, en la radio, en la televisión y, con particular eficacia, en el segmento de los medios no tradicionales, en las plataformas de internet, en las redes sociales, en la inteligencia artificial. Y, tanta como o más aún que en las comunicaciones, es la superioridad que los fascistas tienen en el terreno de la educación. Esas son las dos herramientas favoritas de la ideología en general, es con ellas sobre todo que la ideología se transforma en una “fábrica del consentimiento”, en una en la que se manufacturan y desde donde se diseminan los discursos que atraen y convencen o que desaniman y disuaden a los ciudadanos. Quienes los dominan van a estampar su tatuaje sobre el lomo de la ciudadanía en general. La privatización de las comunicaciones y la de los planteles educativos (Chile es el tercer país con la educación más privatizada del mundo, detrás solo de Singapur y Hong Kong) favorece esas operaciones más que cualquiera otra de las herramientas disponibles para ello, más que la religión, más que la familia, etc., porque los medios de comunicación y los colegios privatizados logran sus objetivos sin dolor, doblegan automáticamente. Les enseñan a los hijos de los ricos y poderosos cómo seguir siendo ricos y poderosos y a los hijos de los pobres y desapoderados cómo resignarse a sobrellevar su condición.
La cultura verdaderamente libre, la que activa las conciencias de los ciudadanos, la que les enseña sus derechos y sus obligaciones, en el marco de una sociedad con la más amplia libertad de pensamiento, es, por lo tanto, su adversaria. En Estados Unidos, Trump arrasa con las organizaciones culturales independientes, con las universidades, con los museos, con la National Science Foundation, con el National Endowment for the Humanities y con el correspondiente para las Artes, y persigue al periodismo libre, es decir al que no comulga con sus barbaridades, no por razones personales, o no únicamente por ellas (no hay que excluir su megalomanía paranoica), sino porque sabe que el control de tales espacios es decisivo para la obtención y la retención del poder.
En Chile, entre tanto, donde la derecha económica y política es dueña de a lo menos tres cuartos del aparato comunicacional y donde los hijos y las hijas de la élite se educan en 14 colegios de la Región Metropolitana, los que suman el 0,1 por ciento del total de los establecimientos educacionales que hay en el país, y donde, entre 1990 y 2016, el 75 por ciento de los ministros de Estado, el 60 por ciento de los senadores y el 40 por ciento de los diputados habían salido de esos establecimientos, mientras que el 50 por ciento de los cargos más altos de las empresas públicas lo ocupaban tipos que provenían de solo 9 de los mismos 14 colegios (datos que tomo de un artículo de los especialistas Alejandra Falabella y Tomás Ilabaca), las cosas no pueden estar más claras. He ahí la prueba de un apartheid de facto y que podría empeorar.
Porque en estos mismos momentos, los chilenos estamos coqueteando con la posibilidad de elegir presidente de la República a un miembro con carnet de la familia fascista. Me refiero a un personaje que es participante activo en las reuniones internacionales de la secta, como son las del Foro Madrid, las de la antifeminista Political Network for Values y las de la Conservative Political Action Conference (CPAC), esta con sede en Washington, y del cual nuestro candidato es presidente.
Me he dado el trabajo de leer su propuesta de gobierno, menos rotunda o más sibilina que la de su intento anterior, que también leí, pero que contiene la misma monserga. Aparte de hacer gala de una ignorancia filosófica que derrocha sin pudor (el candidato habla de la “deconstrucción” y se la atribuye a Michel Foucault con una soltura de cuerpo que asombra), observo que los tres “pilares” que la sostienen son “la libertad, el Estado de derecho y la familia” (p.7). Muy bien, dirán algunos, pero basta con pasarle la uña a la pintura de cada uno de esos pilares para darnos cuenta de la duplicidad. Para descubrir de qué manera, con el pretexto de cumplir objetivos nobles e inclusive democráticos, se está torciendo el empleo recto de las palabras e insuflándole de ese modo legitimidad a una agenda nefanda.
Cuando en su programa el candidato fascista chileno habla de “la libertad” de lo que él está hablando realmente es de darle al capital más tiraje del que ya tiene para perpetrar sus fechorías: libertad para disminuir los derechos de los trabajadores, libertad para pasar por encima de la normativa ambiental, libertad para que las grandes fortunas no paguen impuestos ni abran sus cuentas bancarias al escrutinio judicial, y por supuesto que con la excusa de que de esa manera la productividad del país va a ser mayor y habrá más trabajo para todos y todas. Cuando en ese mismo programa el candidato habla de “Estado de derecho”, de lo que está hablando es de un Estado que legalice, fomente y proteja la cultura oligárquica o, al menos, la farandulera. Por ejemplo, haciendo suya una religiosidad intolerante, que hubiese avergonzado al papa Francisco, o televisando a los huasos cantores durante el festival del tomate. También el tipo de Estado que el candidato nos propone será uno que les asegure a los oligarcas su inalienable derecho a la propiedad. Que además rechazará y perseguirá las demandas de género, porque el patriarcalismo misógino de la tradición chilena así lo aconseja, tanto como rechazará y perseguirá las demandas indígenas, las de los que exigen tierra y reconocimiento, por ser atentatorias contra la “integridad de la nación”, que es el “orden natural de las cosas”. Finalmente, cuando en su programa el candidato fascista habla de “la familia” de lo que está hablando es del matrimonio entre un hombre y una mujer, de la santidad del sexo procreativo, de la ilegalización del aborto y del pecado siniestro de la homosexualidad.
Particularmente doble es la parte del discurso fascista que recomienda la libertad de enseñanza. De nuevo, nos encontramos aquí ante el empleo de una palabra decente para introducir con ella una agenda indecente. Se argumenta a favor de la libertad de enseñanza apelando al respeto por las diferencias, cuando lo que se defiende en realidad es lo contrario. En las entretelas del programa presidencial del nuevo fascismo, la libertad de enseñanza quiere decir libertad para que los hijos de los ricos vayan a los colegios privados y caros, donde les van a enseñar cómo seguir siendo ricos, y para que los hijos de los pobres vayan a los colegios públicos y gratuitos, donde les van a enseñar cómo seguir siendo pobres.
La Prueba de Admisión a la Educación Superior para el año 2025 demuestra esto que estoy diciendo al desnudo. De los cien puntajes más altos, noventa y ocho fueron de alumnos que provenían de un colegio particular pagado, en varios de los cuales el valor de la matrícula se sitúa en torno de los mil dólares al mes (el salario mínimo chileno es equivalente a poco más de quinientos dólares al mes), uno de un colegio particular subvencionado, donde los padres no pagan, pero al que el Estado financia al menos parcialmente, y uno de un colegio público, donde el Estado corre con la totalidad de los gastos. ¿Números vergonzosos? Sí, por cierto, vergonzosos y deliberados, porque son constitutivos de la esencia de la estructura económica y política del Estado nacional, aunque nadie esté dispuesto a reconocerlo abiertamente.
Hacerle frente a la amenaza fascista constituye, pues, para nosotros los progresistas de Chile, un objetivo prioritario. En mi opinión, los desacuerdos en el seno del progresismo deben ser puestos en el congelador ya. Insistir en las rencillas entre personas o entre partidos, es de una torpeza irresponsable. En Chile, lo que se nos está viniendo encima no es una “alternancia en el poder”, es decir que no es un nuevo cambio dentro de un juego político rutinario, que se atiene a reglas consensuadas y más o menos tolerables para todos y todas. Esta vez no se trata de optar entre alguna de las formas de la democracia liberal y alguna de las formas de la democracia socialista, lo que está en peligro es la raíz de las dos: la cultura ilustrada de la modernidad. Lo que los fascistas chilenos pretenden es lo que hace Trump en Estados Unidos: patear el tablero moderno, facilitar que los ricos sean más ricos, pasar por encima de la separación de poderes, incentivar las desigualdades, clasista, racista y de género, silenciar a la oposición, controlar las comunicaciones, poner coto al avance de los derechos de los trabajadores, de las divergencias sexuales, etc. Reprime así no para corregir deficiencias (que en el modelo de la modernidad ilustrada existen, y yo estoy de acuerdo en que tienen que ser corregidas), sino para aplicarles un remedio que es peor que la enfermedad, algo que en nuestra circunstancia particular significa ni más ni menos que un retroceso a los despropósitos de la dictadura pinochetista de refundación de la nación de acuerdo con las pautas borbónicas del Estado portaliano. En el plebiscito de octubre de 1988, el candidato al que me referí más arriba fue no solo un fervoroso partidario de la opción por el “sí”, sino que hizo campaña a su favor.
Un país “ordenado” y “en calma”, en el que manden los que tienen que mandar y en el que obedezcan los que tienen que obedecer, y donde la riqueza se produce y se reproduce dejando que el capital funcione de la manera que más le conviene. Que el Estado no meta sus manos en la economía, por consiguiente, puesto que el capitalismo se encarga de regularse a sí mismo. Si hay Estado, ello será para proporcionarle al capitalismo la mayor libertad a la que este aspira, para dejarlo actuar a su amaño, reprimiendo cualquier conato discordante. De preferencia por medio de la manipulación ideológica, pero también, si es que llega a estimársela necesaria, por medio la dura persuasividad de las armas. Los chilenos sabemos muy bien lo que todo esto significa y no tengo que insistir en el tema.
En definitiva, pedir la unidad del progresismo no es solo abogar por la implementación de una táctica de coyuntura, o no lo es principalmente. Antes que eso, está nuestra obligación de diseñar una estrategia en torno a los principios fundamentales que rigen una sociedad racional y de los que pueden hacerse partícipes todos aquellos que desean salvaguardar el uso de la inteligencia, el de la discusión informada, el de la interrelación dialógica entre sujetos pensantes y críticos y el del reconocimiento del otro como un igual con su diferencia. Es más: la nuestra no debe ni puede ser una estrategia puramente doméstica. La peste que hoy nos acosa en nuestro país es solo la manifestación local de una peste que se expande por todo el planeta y que se encuentra en plena ebullición. Eso hace que también sean imprescindibles los buenos amigos, que sea preciso juntarnos con aquellos que, como nosotros y en estos mismos instantes, se están enfrentando con el mismo flagelo. La estrategia antifascista que estoy proponiendo debe ser internacional o no será.
En los años treinta del siglo XX, cuando se propusieron salirle al paso al fascismo clásico, los progresistas europeos inventaron los frentes populares. No fueron los frentes populares los que ganaron la guerra, es cierto, pero fueron el almacén ideológico y político en que se abasteció la resistencia, un depósito que en la retaguardia del esfuerzo bélico mantuvo viva la cultura democrática. Pensaron los frentistas europeos de aquellos años que podían echar sus discrepancias a un lado y que en cambio era el momento de construir un cordón sanitario que los librara de la peste.