Por Grínor Rojo / 8 de abril, 2022.
Eran aquellos los tiempos de la Unidad Popular y yo se lo escuché a algún idiota: “porque, compañero, lo que estamos haciendo en este país es una revolución socialista, pero no una revolución de los rotos”. Además de su obscenidad intrínseca, esa frase estaba separando, de un tajo, lo económico y lo político de lo social y cultural. Si la revolución económica y política triunfaba (cosa que no ocurrió, y cabría preguntarse hasta qué punto influyó en ello la mentalidad a la que aquí me refiero), los rotos iban a estar mejor de lo que estaban sin duda, pero eso no significaba que eran ellos los que iban a pensar y dirigir. El mundo chileno se dividía entre los “caballeros” y los “rotos”. O, en el otro costado, entre las “señoras” y las “rotas”. Los/las primeros/as para pensar y dirigir y los otros/as para obedecer y para hacer. Eso había sido así desde el principio de los tiempos, eran el orden “natural” de las cosas, y no había razón alguna para que no siguiera siéndolo.
Cuando hace unos meses elegimos a Gabriel Boric presidente de Chile, fue, entre otras razones, porque lo pensamos como una persona que estaba más o menos libre de esos prejuicios; que, por lo tanto, iba a tener la capacidad no solo de “hablar con” los rotos, sino de “ser un roto”, si es que las circunstancias se lo pedían. En buena medida, a juzgar por lo poco que lleva a la cabeza del gobierno, Boric está cumpliendo con esa expectativa. Hay en el presidente una frescura, de juventud y de sociabilidad, que no se puede negar. Pareciera pues que en su gestión el lado social y cultural está acortando las distancias respecto del lado económico y político.
Por eso, me sorprende y me molesta sobremanera lo ocurrido con la ministra del interior, Izkia Siches. Siento que la maledicencia en su contra es de un origen abrumadoramente social y cultural. Siches no se comporta como una “señora”. Anda con su crío en brazos y hasta la de mamar en las ceremonias públicas, bromea en el congreso, se junta con gente de mala reputación y conversa con todos. Por eso, durante la segunda vuelta de elección presidencial fue capaz de volcar en favor de Boric a los escépticos pobladores del Norte Grande. Fue al Norte Grande e hizo campaña, mostrándose y respondiendo a cuanto le preguntaron, asegurándoles a los que no le creían que la de Boric era una buena carta. Animada por este mismo espíritu, apenas asumió su cargo de ministra del interior, se fue al sur (se fue al sur al que llama, como lo llaman los mapuches, “wallmapu”, otra falta de respeto, para con la tradición, para con la patria, para con la unidad del país y los chilenos, para con el respeto a la soberanía territorial de nuestros hermanos argentinos…, etc.), tratando de iniciar un diálogo con la gente de allá. No fue a “negociar”. Ni siquiera se puede decir que haya ido a “dialogar”. Fue, de buena fe, a solo tantear el terreno, a ver si podían generarse condiciones para una conversación futura y productiva. Pero le salieron al paso unos peñis discrepantes y la dejaron en un muy mal pie. El resultado fue que, en vez de defender sus buenas intenciones y de ayudarle a hacer posible el acercamiento que buscaba, en los mentideros de Santiago se le fueron encima acusándola de desprolija, de poco seria y, sobre todo, de “inexperta”. Y las acusaciones no fueron sólo de la oposición. Más de una provenía de su propio sector.
Paso a la reciente metida de pata en el congreso. Tratando de conversar con los congresistas de la manera que a ella le gusta hacerlo, distendida y cordialmente, acusó al gobierno anterior de una falta que este no había cometido. Cuando se enteró de que lo dicho era incorrecto, se disculpó. No sólo eso. Posteriormente, se supo que había dicho lo que dijo debido a una información falsa de que la hicieron víctima. Pero el temporal se descargó sobre su cabeza de todas maneras, llovieron los reproches de forma hiperbólica (si no hubiera sido ella, si se hubiese tratado de un caballero o una señora comme il faut, estoy seguro de que el escándalo no hubiera sido ni la mitad de lo que fue). El hecho es que los caballeros y las señoras, los del congreso, los de los partidos, los de los medios, los de las redes sociales, se golpearon el pecho y retomaron su discurso acerca del buen comportamiento: “sí, es simpática, pero es descuidada, no tiene experiencia, no se conduce como una estadista, no está a la altura del cargo, no es una señora”. “Es inepta”, se atrevió a escribir un periódico que hace gala de progresismo. Ellos, los que supuestamente habían estado a la altura de sus cargos desde hacía treinta años (y no hablo de los otros, de los que se apropiaron de los suyos en 1973), y con las consecuencias que sabemos, son los que saben cómo se hacen las cosas, los que en su cuna de caballeros aprendieron cómo debían conducirse. El presidente, en tanto, ese que escogimos porque lo sentimos capaz de ponerse por sobre estas miserias, tenía que pedirle la renuncia, demandaron. Boric no les hizo caso, menos mal, lo que es un punto a su favor, y hay que felicitarlo por ello.
Y lo demás es lo que dije al comienzo de esta nota de sincera molestia: en Chile hay que hacer grandes cambios, estamos de acuerdo, pero no sólo cambios económicos y políticos. También hay que cambiar la vida de las personas, hacer transformaciones sociales y culturales, de esas que tienen que ver con el trato entre los chilenos y las chilenas, con las distancias que siguen existiendo entre los/las de arriba y los/las de abajo y entre los/las de adentro y los/las de afuera, unas distancias a las cuales, de una vez por todas, lo que corresponde es pasarles el borrador.