El déficit cultural

Por Grínor Rojo

Mi tío Juan Clavel era una persona estimable, un empleado público chileno que había trabajado durante la mayor parte de su vida para la Caja de Retiro y Previsión de los Ferrocarriles del Estado, de la que se jubiló con una pensión no muy generosa. El gobierno de Salvador Allende le mejoró esa pensión, y les dio, además, a él y su familia, otros beneficios. Estaba pues, objetivamente, en una mejor situación económica con ese gobierno de lo que había estado con ninguno de los anteriores. Sin embargo, mi tío Juan Clavel era un opositor bullicioso al gobierno popular y lo siguió siendo hasta el final.

Mejorar las condiciones materiales de existencia es bueno, pero no basta

Yo tengo la impresión de que lo que ocurre en Chile en este momento tiene mucho que ver con mi tío Juan Clavel. Es notorio que el gobierno actual está haciendo todos los esfuerzos que de él dependen para mejorar las condiciones de vida de las personas que más lo necesitan. Un apoyo a las micro, pequeñas y medianas empresas para asegurar así el empleo, mejor salario mínimo, mejores asignaciones familiares y un proyecto de pensiones dignas, que podría solucionar por fin ese horrible flagelo, eso por de pronto. Sin contar con otras medidas de corto plazo que van en la misma dirección, como son las que tienen que ver con el alza en los precios de los productos básicos y los combustibles.

Sin embargo, las encuestas muestran un descontento que crece en la ciudadanía. Y no sólo eso: hay en el país un clima de beligerancia del que no es posible desentenderse. Con especificidades que no hay que perder de vista, porque se trata de situaciones disímiles y que requieren por eso de enfoques estratégicos que también lo sean, ese clima está instalado en la zona norte, en torno a la inmigración, en la zona sur, en torno a la causa mapuche (digo “en torno”, porque existen ahí otros componentes que son menos bucólicos, como el crimen organizado) y en la zona central, en la delincuencia rampante en las ciudades, en la rebeldía ciega de estudiantes secundarios y universitarios díscolos, también entre los pobladores e incluso en la vida cotidiana, donde resulta patente el trato salvaje que los chilenos nos estamos infligiendo diariamente los unos a los otros. De nuevo: el gobierno de Gabriel Boric está entregándoles a los chilenos más beneficios materiales que sus antecesores, pero eso no disminuye la necesidad de atender, también y no sólo con tácticas represivas, a estas otras dimensiones de la realidad nacional.

Una conclusión teórica se impone: mejorar las condiciones materiales de existencia es bueno, pero no basta. Como dicen los lógicos: es necesario, pero no es suficiente. Existen otros factores que tienen que tenerse en consideración en un diagnóstico omniinclusivo de la circunstancia y cuya detección debiera dar origen a acciones certeras. Y si ello no se hace, y rápido, pienso que los encuestadores, sin que tengan que manipular los datos (un deporte al que también son aficionados, no hay que engañarse) nos van a seguir contando la misma monserga de ineptitud y descontrol.

Hay una campaña orquestada y encarnizada en sus afanes por desprestigiar al gobierno de Boric y a la Convención Constitucional, (…) y su agenda oculta pudiera ser la de un golpe blando (o blanco)

Por ejemplo, nos percatamos muchos (al parecer, no todos, desgraciadamente) de que hay una campaña orquestada y encarnizada en sus afanes por desprestigiar al gobierno de Boric y a la Convención Constitucional, que esa campaña está teniendo un éxito que no se condice con la verdad de los hechos y que su agenda oculta pudiera ser la de un golpe blando (o blanco) que entregue la nueva constitución al Congreso y adelante el término del mandato presidencial. Es una campaña mentirosa y sucia, y no puede sino serlo para cualquiera que tenga los ojos y oídos con que hacen falta para verla y escucharla. Ella funciona en al menos tres frentes: la prensa tradicional, la escrita, la televisiva y la radial; los medios de comunicación digital; y un grupo de agentes dispersos, quienes, desde el interior del aparato del Estado, desde el Congreso, desde el Poder Judicial, etc., o desde los varios reductos empresariales, se aprovechan de su posición para echarle leña al fuego.

De esos tres frentes, el más poderoso es, sin duda, el digital. Basta subirse a una micro a al Metro para ver que ocho de cada diez pasajeros/as están con los ojos puestos en su celular. Es en el celular donde ellos/ellas se informan. De su celular obtienen los datos, verdaderos o falsos (y a menudo más falsos que verdaderos, debiera decir), con los cuales posteriormente forman y emiten opinión.

Y es que los tiempos son otros. En 1973, la desafección con el gobierno de Salvador Allende se canalizó en una conspiración y un golpe de Estado, el que fue pensado y organizado por civiles, pero cuya punta de lanza fueron las fuerzas armadas. En 2022, eso ya no es indispensable. Aun cuando los que están por detrás de la campaña mediática de descrédito sean los mismos o los hijos de los mismos que otrora golpeaban las puertas de los cuarteles, pidiéndoles a los hombres de uniforme que usaran sus armas de fuego para liberarlos del flagelo del comunismo, el instrumento cambió. Es verdad que el fantasma del golpe de Estado, con los tanques en la calle, no ha desaparecido, que no hay que tentar al diablo en esta materia, pero también es verdad que esa clase de golpe está pasada de moda, y sus promotores lo saben. No sólo resultan costosos y tienen mala reputación a nivel internacional, sino que los uniformados que tendrían que ejecutarlos son individuos cuya competencia y probidad se ha visto seriamente cuestionada durante la seguidilla de escándalos que se iniciaron con el descubrimiento del affair del banco Riggs, por lo que no cuentan con la confianza del grueso de la ciudadanía. Más que a las arengas de un general enardecido, esa mayoría ciudadana obedece hoy a la línea que le dicta su red social de preferencia.

Una primera medida pareciera ser la de involucrarse seriamente en la disputa por el dominio en el universo digital

Por eso, una primera medida pareciera ser la de involucrarse seriamente en la disputa por el dominio en el universo digital por parte de quienes buscan la aprobación tanto del gobierno de Boric como de la Convención Constitucional. Y si en efecto se está produciendo en Chile, como suele argumentarse, un recambio de generaciones y si también es cierto que en las encuestas una alta proporción de los jóvenes se manifiesta en discrepancia con el conservadurismo de sus mayores, ¿por qué no confiarles a esos jóvenes, lúcidos y sabios, que conocen y manejan mejor que nadie las teclas del procedimiento digital, la respuesta a la campaña de desprestigio? ¿Por qué no pedirles a ellos que se encarguen de contrarrestarla? Las organizaciones políticas y sociales progresistas podrían hacer algo así, me parece. Convengamos en que poco es lo que se puede lograr en el plano de la prensa escrita, televisiva y radial, donde el monopolio conservador constituye la norma abrumadora, y menos todavía es lo que cabe esperar de las conciencias de los viejos funcionarios, los que están apernados a sus puestos y no quieren por ningún motivo que su estupenda fuente de ingresos se les desaparezca, pero no ocurre lo mismo en este otro sector.

Pero esa es solo una de las alternativas de respuesta que es posible imaginar, aunque muy importante. Hay, en el gobierno y en torno al gobierno, comunicadores de oficio, que debieran ser capaces de sugerir alternativas tan buenas o mejores que la mía.

Diecisiete años de dictadura y treinta de postdictadura dejaron en los chilenos una huella profunda (un estigma profundo, debí escribir)

Como quiera que sea, el déficit al que me estoy refiriendo es hoy, como a principios de los setenta, de índole cultural. Creer que los tíos Juan Clavel de la actualidad van a ponerse contentos y van a apoyar al gobierno con que solo les suban las pensiones, es de una ingenuidad francamente patética. Diecisiete años de dictadura y treinta de postdictadura dejaron en los chilenos una huella profunda (un estigma profundo, debí escribir). Fue casi medio siglo de amasijamiento sin pausa del cerebro de nuestros connacionales, los/las que, de ser hombres y mujeres pertenecientes a un pueblo más o menos igualitario y más o menos cordial, pasaron a ser una sociedad de individuos aislados y huraños, cada uno de los cuales se rasca con sus propias uñas y para quien su vecino no es un compañero y ni siquiera un compatriota, sino un adversario y, si es que poco lo apuran, un enemigo. Por eso, porque fueron cómplices de esa metamorfosis y la conocen al revés y al derecho, la propaganda de las AFP pone el acento en la inexpropiabilidad de los fondos de pensiones, diciéndole a la gente que sus ahorros personales son de ellos, y que nadie más que ellos pueden tocarlos. Eso incluso cuando esos ahorros están asegurados por ley y cuando la cantidad de dinero que constituye el fondo del caso es irrisoria. Mientras que los que “tocan” los fondos, los que han venido tocando desde que el sistema se creó, son los dueños de las asociaciones. Pero es mi plata, es lo que al supuesto “propietario” le aconsejan ellos que diga, y el susodicho obedece. Reintroducir solidaridad en la porción de cerebro que les queda a esas personas es, va a ser, si es que se consigue alguna vez, una tarea difícil.

Nuestra conciencia no es una pizarra vacía, sino un campo de batalla

Aliada a esta problemática, es decir, aliada a los estragos del individualismo desenfrenado, está la idea antifrankfurtiana según la cual las personas pueden juzgar con autonomía cualquier información que les llega. Es una idiotez que pusieron en boga teóricamente, hace unos cuantos años, los partidarios de la llamada teoría de la recepción. Los frankfurtianos, Adorno y Horkheimer, que en la Dialéctica del Iluminismo advirtieron acerca del poder modelador de las conciencias que poseían la radio y la televisión, estaban, según los recepcionistas que los sucedieron en el estudio del tema, equivocados. Peor aún: eran una élite antidemocrática que le estaba faltando el respeto a la inteligencia del pueblo.

Por el contrario, en su actividad como receptor de mensajes, el pueblo era perfectamente capaz de separar la paja del trigo. Ese argumento es hoy, más que nunca, falso y de falsedad absoluta. Y, como si eso fuera poco, su adopción es más dañina en los tiempos que corren que en los de Adorno y Horkheimer. Vivimos en el espacio de la cultura, la cultura está en nosotros. Nuestra conciencia no es una pizarra vacía, sino un campo de batalla, surcado por signos de todo tipo, que no llegaron adonde ahora están junto con el todo de nuestra dotación “natural” y por cuya posesión es preciso luchar. Quien logre por fin escribir esos signos interiores, podrá escribir también nuestra conducta. Esta es una certeza respecto de cuyas consecuencias no podemos hacernos los lesos. Los instrumentos tecnológicos manipuladores de la conciencia se han desarrollado en años recientes de una manera y a una velocidad nunca antes vista en la historia de la humanidad. No admitirlo es avalar el descriterio de la frivolidad intelectual, exponiéndonos con ello a graves decepciones.

Y resulta que tenemos un Ministerio de las Culturas que parece estar más preocupado de los espectáculos y de quienes los representan y administran -a quienes se reputa como los representantes de la cultura-, que de … la cultura.

Los espectáculos son una parte de la cultura, de acuerdo, pero no son la totalidad ni mucho menos. La totalidad es eso que yo describí más arriba, es la cultura entendida transversalmente, como el aire que respiramos todos lo miembros de una cierta comunidad. No existe así una vida humana que esté desprovista de cultura. Ella es la única realidad con que nuestra inteligencia y nuestros sentidos se contactan, y de su recobro en los términos de un imaginario que sea diferente al siniestro que heredamos de la dictadura y de la postdictadura depende la suerte del gobierno de Boric y la de la Convención Constitucional. No sé si aún tenemos tiempo para ello. Ojalá.

* Fotografías: @pauloslachevsky