De la igualdad
Por Grínor Rojo
La coyuntura histórica que estamos viviendo es la peor que la humanidad ha conocido desde la segunda guerra mundial: un planeta que flirtea con su acabamiento, a causa de la indolencia atroz de sus pobladores, tanto en términos del calentamiento climático como en el de las depredaciones medioambientales; una pandemia que dura ya tres años, que se ha llevado al otro mundo a más de 6 millones de personas (cifra conjeturable por lo demás, debido a la escasa credibilidad de muchas fuentes), la que no solo no tiene visos de terminar sino que pudiera estar siendo reemplazada por otra; un imperio que va en camino al despeñadero, cuyo gobierno trata de recomponer su dominio por la fuerza de las armas y cuyos ciudadanos, histerizados, se están matando en los colegios, en las calles y en las iglesias a razón de 111 por día; una inflación galopante (en el centro imperial es del 8.5 por ciento, la más alta en cuarenta años); una guerra de posiciones geopolíticas absurda y que, como de costumbre, está arrastrando al matadero, en ambos bandos de la conflagración, a cientos de muchachos con justificaciones inadmisibles, a menos que se piense que son admisibles los jugosos dividendos que les reparte a sus accionistas la industria de armamentos; 11 muertos de hambre en el mundo por minuto, según cifras de la OXFAM; los cárteles del narcotráfico, que en la actualidad proveen a 300 millones de usuarios en los cinco continentes y generan 650.000 millones de dólares de ganancia por año, etc.
Y en casa, aunque con la mediocridad que era de esperarse, los chilenos contribuimos a este estado de cosas aportando nuestro grano de arena: violencia urbana y rural, en el norte, en el centro y en el sur del país; 800 mil armas de fuego inscritas por particulares y entre 300 y 500 mil ilegales; la pandemia que no afloja y a la que las autoridades tratan con delicadeza, no sea cosa que las medidas que adoptan le creen problemas a la economía; la inflación desbocada (es del 11.5 por ciento hoy, 28 de junio de 2022); la degradación en aumento del clima y el medioambiente; unos trabajadores que, para preservar sus trabajos, prefieren, según declaran, que se mantengan en funcionamiento las plantas industriales que intoxican al resto de sus conciudadanos; crisis habitacional, con el consiguiente incremento de las viviendas de emergencia y del número de indigentes, de personas “en situación de calle, como los califica el eufemismo de los burócratas; los carteles internacionales de la droga que han empezado a establecer sus sucursales en nuestro territorio. Y suma y sigue…
Un estado de cosas “complejo”, para usar el adjetivo de los periodistas que no quieren calificar al desmadre en curso por su nombre. Yo, por mi lado, no escondo mis temores. Confieso que el apocalipsis me parece a la fecha una posibilidad bastante real. Recuerdo a propósito el conocido dictum de Chéjov, quien decía que, cuando en el primer acto de una pieza de teatro aparece un revólver, tenga usted la certeza, señor espectador, de que en el último habrá alguien que lo va a percutar.
¿Cómo enfrentar este desmadre?
Yo estoy convencido de que los modelos genéricos para un enfrentamiento son dos y sólo dos, cualesquiera sean las medidas concretas a las cuales se recurra para encarar circunstancias diversas. Se diferencian esos dos modelos genéricos según las ideas que quienes los patrocinan se han hecho acerca de los atributos de la persona humana. Creen algunos que los seres humanos no somos iguales, que en la realidad de verdad existen los menos, que son los que están naturalmente dotados para saber y para hacer, y que existen los más, que son los otros, los que, también naturalmente, no lo están.
En la vereda contraria nos estacionamos los que pensamos que el saber y el poder son (que deben ser) prerrogativas de todos, que todos tenemos la potencialidad (el bon sens cartesiano) que hace falta para decidir e intervenir.
Pero repito que estos son modelos genéricos. Que, por ejemplo, la aplicación del primero puede ser la que hace una aristocracia tradicional, racista, clasista y conservadora, como son todas las aristocracias del mundo y las latinoamericanas en particular, o la que hace un grupo de “expertos”, únicos a quienes se considera facultados (¿consideran quiénes?) para decidir respecto de asuntos acerca de los cuales las personas de a pie no tenemos idea, o la que hace un partido proletario, poseedor de la verdad y cuyos militantes, especialmente cuyos dirigentes, son los que saben y hacen. En cada uno de esos tres ejemplos, explícita o implícitamente, se alza una barrera infranqueable entre una oligarquía habilitada para saber y para hacer y los que se limitan, los que debieran limitarse, a obedecer.
Quienes apostamos al modelo genérico opuesto al oligárquico lo hacemos porque somos, por el contrario, partidarios del principio de igualdad que en la historia de Occidente instaló, por primera vez, la cultura de la Ilustración. Ese principio afirma que todos los seres humanos somos iguales, que el solo hecho de ser quienes somos nos convierte en partícipes del bon sens cartesiano, aunque eso no signifique que no existan las diferencias ni que todos estemos parejamente habilitados para hacerlo todo.
Interpretar el principio de igualdad en términos esenciales, absolutos, es, por supuesto, un error. Equivale a tergiversar su sentido profundo. El derecho a la igualdad tiene que ser preservado en un mismo plano con el derecho a la diferencia, entre otras cosas porque es el imperio de la igualdad el que garantiza un ejercicio robusto de la diferencia. Una importante filósofa española, Amelia Valcárcel, ha observado que la igualdad moderna no es sinónimo de uniformidad ya que, al revés de la uniformidad, la igualdad moderna se establece merced a la coincidencia discutida y pactada en torno a un cierto núcleo de significación. Todo lo que circula por fuera de ese núcleo no es pertinente y queda excluido. La relación entre iguales es así una relación de “equipolencia” --equivalencia en torno a uno o más “valores”--, que afecta sólo a los elementos que se han estimado relevantes para esa relación. Por otra parte, resulta obvio que la división del trabajo, la que se realiza a través de la intervención de individuos distintos en quehaceres distintos, es un mecanismo inherente a y útil para el desarrollo eficaz de cualquier colectivo moderno.
Otra cosa sin embargo es la igualdad cuando al núcleo de significación se lo entiende en el marco de un estándar de “derechos humanos” nuevos, con los que hoy se manifiestan de acuerdo las grandes mayorías del mundo civilizado, económicos, sociales, culturales y ambientales, un estándar que ha redefinido nuestras necesidades básicas, tanto las materiales como las inmateriales: necesidad de alimentos, de vivienda, de salud, de educación, de protección legal sin discriminaciones, de vida en un medio ambiente sano, de agua, necesidad de información, de opinión e inclusive aquellas que son relativas a un trato amistoso entre personas. En el futuro con cuya realización nos hemos ilusionado la satisfacción de tales necesidades es un sine qua non intransable y, por consiguiente, constituye el origen de derechos, o sea que es el origen de poderes universales en los que somos solidarios. Relativamente a estos derechos, que estos sí que deben ser los mismos para cada miembro de la comunidad, no cabe esgrimir excepciones, como tampoco cabe cuestionar que sea el Estado el que se encargue de corregir las desigualdades que persisten, el que las reduzca y eventualmente las erradique de la vida social, económica y política.
En medio del debate feminista de los ochenta, otra destacada filósofa española, Celia Amorós, explicaba que la igualdad era “la gran asignatura pendiente del proyecto ilustrado”, argumentando que la diferencia es algo dado de suyo en tanto que la igualdad constituye siempre un bien difícil y por cuya prevalencia es necesario luchar. Tal vez por eso se levantan contra ella “todo tipo de objeciones […] se hace de ella el compendio de la monotonía, del aburrimiento, de la no creatividad”. Yo me temo que estas observaciones de Amorós, que son muy justas, son a pesar de eso insuficientes. La descalificación del repudio estético de la igualdad, cuando a esta sus enemigos nos la presentan como un sinónimo aburrido de uniformidad, no solo no basta, sino que salta por sobre la causa principal de la repulsa oligárquica, que consiste en el aprovechamiento que los menos llevan a cabo a costa de y en desmedro de los más. La oposición a la igualdad no es meramente estética o, mejor dicho, el énfasis que a veces se pone en la magnitud estética suele ocultar la fea realidad de la discriminación.
Aprobar o a rechazar
En Chile nos encontramos ad portas de aprobar o a rechazar un nuevo proyecto de constitución. Las voces del rechazo lo acusan de “maximalista”, yo me doy cuenta de que queriendo significar con ello que el proyecto por el que vamos a votar en el plebiscito del próximo 4 de septiembre lo que nos está proponiendo son derechos excesivos, derechos que no son razonables. Pero, ¿cuáles son los derechos razonables? ¿Eran razonables aquellos que se mantuvieron protegidos dentro de un código de hierro hasta que la historia los barrió, como el voto censitario de la constitución de 1833, como la exclusión de los analfabetos y menores de 21 años en la del 1925, como la falta de derechos políticos plenos para las mujeres hasta 1949? Creo que tales borramientos, que son históricos, nos están demostrando que la razón no es una ni es la misma en todo tiempo y en todo lugar.
Reformulemos entonces la pregunta: ¿cuál es el máximo razonable de derechos a que los chilenos podemos aspirar en el día de hoy, cuando, habida cuenta del grado de desarrollo que ha alcanzado la conciencia del valor de la democracia entre los habitantes de nuestro país, una aplicación más rigurosa del principio de igualdad ha devenido posible y tendría por lo tanto que ser bienvenida? Es más: ¿cómo puede la instauración de esa mayor igualdad que la historia contemporánea autoriza para los habitantes de nuestro país asegurarnos un mejor ejercicio de las diferencias, étnicas, de género, etarias u otras? Mi impresión es que el proyecto constitucional que va a ser sometido a nuestra aprobación busca allanarle el camino a una respuesta afirmativa a estas preguntas, que es por eso la consecuencia de un perspectiva teórica que está “al día” con el desarrollo del pensamiento contemporáneo y que, si este es el “maximalismo” contra el cual vociferan las voces del rechazo, ello es o porque dichas voces están desfasadas o, lo que es más grave, porque la igualdad constituye, para quienes las pronuncian, una amenaza que atenta contra sus intereses más caros.
Y, para volver sobre el desmadre internacional en curso, yo opino que solucionarlo pasa por que se hagan cargo de este procesos con una amplia participación ciudadana, los que, sin perder de vista las peculiaridades de cada comunidad particular, pudieran ser semejantes al que estamos llevando a cabo en Chile. En otras palabras, debieran conducir tales procesos a un enriquecimiento de la igualdad o, lo que es lo mismo, a un enriquecimiento de la democracia. Más y no menos igualdad. Más y no menos democracia. La oleada neofascista de los últimos tiempos, en el mundo y en Chile, la que afirma que lo que hace falta es mano dura para enfrentarse al desmadre (como antaño, aliado el fascismo con el conservadurismo) podrá contenerlo en el mejor de los casos durante un corto rato, pero sólo (también como antaño) para acabar creando mejores condiciones para su desenfreno.
* Fotografías @pauloslachevsky