CONCURSO DE MICRORRELATOS: LA HISTORIA ES NUESTRA, LA CONTAMOS NOSOTRXS (Segunda entrega)
Reiteramos nuestros agradecimientos a todxs quienes respondieron a esta convocatoria de escritura. Durante las siguientes semanas publicaremos todos los textos que hemos recibido.
Mami, Fernando Valenzuela Ruiz
Y ya no camino muy bien. Bueno, ciertamente no como antes. Siempre te dije que fui una buena caminante, sólo que por esos años no me dejaban caminar muy lejos. Por ser mujer, se entiende. Bueno, el asunto es que no sólo fui una buena ama de casa con deseos de caminar desde niña, sino que también una excelente cocinera. Y sabes, nunca me imaginé que iba a sacar las ollas de la cocina, porque además, nunca fui de las viejas que tocaban histéricas las ollas que nunca ocuparon. Ay, estas piernas, ¿Hasta dónde hay que llegar? No importa, hijo, no te preocupes, es la mejor invitación que me han hecho desde que tu abuelo me invitara a… ¿Cómo es que se llamaban?... No hijo, te digo que estoy bien. No sabes lo feliz que me has hecho. Mira cuanta gente, y como saltan… si yo pudiera, pero aun puedo tocar fuerte las ollas ves, así, toca hijo, toca fuerte, que ahora me puedo morir tranquila, si están todos tan felices. Si sé hijo, sé que no todo es felicidad, que crees, he vivido épocas malas. Tranquilo hijo, yo voy contigo, ¡si hasta traje limones mira!
El cacerolazo, Italo Cienfuegos
La olla vieja había pasado treinta años luchando por pararse, pero era una empresa irrealizable para ella sola y, por mandato del considero, nadie podía ayudarla. Hasta que un 18 de octubre, dos de sus amigas; la cacerola y la cuchara de palo, cansadas de ser testigos la indigna vida que llevaba la olla por culpa del cocinero, decidieron no trabajar más en la cocina hasta que la situación cambiara. El cocinero, indignado, les declaró la guerra, pero su ideal era tan noble que no se dejaron amedrentar y siguieron luchando. Su sentimiento revolucionario contagió a toda la cocina, desde los tenedores hasta los trapos, no se cocinaría ni una ensalada en esa cocina hasta que la olla vieja recibiera ayuda para pararse. La resistencia duro unos meses, pero el cocinero era inteligente, con amenazas y falsas promesas, manipuló a la gran mayoría de los utensilios para que volvieran a la normalidad. Lo que él no pensaba, es que la normalidad no volvería nunca como era antes, porque ahora todos sabían que, en alguna parte de la cocina, hay una olla vieja que no puede pararse y una cacerola que grita por dignidad.
Los “Cabros Chicos”, Matías Ramírez Álvarez
A los cabros chicos que no nos toman en cuenta; a los cabros chicos que no son ciudadanos; a los que se les refleja las contradicciones de este modelo neoliberal: miseria, pobreza, desigualdad… ¿Por qué?
Un gran historiador, Gabriel Salazar, nos brinda una analogía sobre los y las jóvenes: los cabros chicos poseen “antenitas” más sensibles que los adultos. Por lo que, se alzan contras las injusticias del sistema antes que los adultos. 2001… 2006…2011… 2019…todas las grandes movilizaciones, en las últimas dos décadas, han sido lideradas por los cabros chicos…¿Por qué?
Los cabros chicos, a cambio de sus protestas, son marginalizados, estigmatizados, reprimidos, golpeados…y, sin embargo, aún así mantienen su lucha firme ¿por qué? Porque son conscientes de que el cambio se produce en la calle, sin presión las reformas no vendrán, sin protesta no podríamos garantizar los derechos básicos como ciudadanos los cuales tenemos y todo ello, gracias a los cabros chicos quienes, a lo largo de la historia de Chile, han percibido con agudeza en sus “antenitas” las injusticias sociales y por ello han luchado por una sociedad mejor.
Ojo por ojo, Joudy Salinas O.
Desde los catorce años ocupo lentes de contacto. Empecé a usarlos porque los anteojos, debido a mi avanzada miopía, tenían el mismo costo que los otros.
Aún a mis veinticinco años, y con la costumbre de usar lentillas, a veces sigo extraviándolas por la manía de frotarme los ojos.
Las lacrimógenas logran exacerbar esta mala práctica, por lo que en las manifestaciones me alejo de los disturbios por temor a quedar imposibilitada de ver.
Pero ese día no pude: la marcha se transformó tan vertiginosamente en un cuadro de humo y escozor, que automáticamente llevé las manos a mis ojos.
¡No veo! ¡Se me cayó un lente! ¡Ayuda!
Todos huían despavoridos y yo, medio enceguecida, no sabía qué hacer. Pero mi acompañante me tomó, me alejó del tumulto y me ofreció su celular para comunicarme.
Mientras intentaba rememorar el número de mi hermana, un estruendoso ruido me dejó aturdida, pero decidí obviarlo para marcar los dígitos que finalmente había recordado.
Con los números ya en pantalla, unas intensas gotas rojas empezaron a salpicarme. Con mi limitada vista, alcé confundida mi cabeza y comprendí: un perdigón incrustado en el ojo de mi compañero también le había arrebatado la posibilidad de ver.
3227, Fernando Valenzuela Ruiz
El 25 de octubre de 2019 más de un millón de personas marcharon por Santiago. Más de tres millones en todo Chile. El gobierno desestimó esas cifras, cómo era de esperar. Pero todos esos números estaban errados. Porque junto a Claudia iba su abuelo y dos de sus tías a quienes nunca pudo conocer. Junto a Sergio, iban su padre y su madre que dejó de ver a los cuatro años, cuando irrumpieron en su casa y se los llevaron. Fidel saltaba y cantaba junto a su abuela desaparecida y que sólo conoció por fotos. Junto a Martín y Aylen iban sus padres, invisibles para ellos, sostenían un gran lienzo que decía “Pensiones Dignas”. Daniela, en la primera línea, no sabía que la protegían sus abuelos exiliados y que no alcanzó a visitar. Más de 3227 voces se hicieron eco desde el infinito cuando juntos, tan vivos y hermosos, entonaron a los vientos que Chile había despertado. Ellos en tanto, por esas noches, pudieron descansar.
El estallido del corazón, Joudy Salinas O.
Simple: nuestra relación no funcionó.
Se lee frío, pero reconozco que el quiebre me destruyó. Es que no solo es dejar de verse, sino demoler el proyecto de vida que soñabas junto a esa persona “especial”.
Llevaba tiempo sin saber de ella. Ocasionalmente la veía en redes sociales, pero nada más que eso, pues acordamos no volver a reunirnos.
Justo a un año del término, coordinamos una junta con mi hermano para ponernos al día, copuchar un rato y embriagarnos otro poco. La idea era encontrarnos en Baquedano y, desde allí, peregrinar hacia algún bar.
Fui la primera en llegar a la cita (como siempre), pero junto a mí se sumaron más personas, llegando a formar una multitud. Los cacerolazos no tardaron en resonar, junto a un coordinado y enardecido “el pueblo unido jamás será vencido”.
Con el tumulto era difícil hallar a mi hermano, mas lo seguía intentando. Pero abruptamente mi búsqueda frenó: sus ojos pardos sobre la pañoleta, mirándome fijamente, me gritaron que era ella.
Tímidamente nos acercamos, acariciamos nuestros rostros y sellamos aquel reencuentro con un lagrimeado abrazo, alrededor de una barricada que volvía a encender el alma del pueblo chileno, pero también el de nuestro amor.