Compulsión recolectora

Por Alia Trabucci Zerán

*Texto tomado del sitio de la Revista Origami

Fragmento. Esa es la imagen o más bien la palabra en que pienso al cerrar la novela Camino cerrado, de la poeta y narradora Paula Ilabaca. Fragmentos, o acaso esquirlas a los que me aproximo con inquietud y el deseo urgente de saber qué paisaje aparecerá de la unión de esos retazos. 

Estructurada en una serie de capítulos breves de prosa pausada, precisa, Camino cerrado nos conduce por una ruta sinuosa y oscura hacia una investigación dentro de otra investigación, un crimen dentro de otro crimen. Una estructura espiral, hipnótica, que nos lleva a la Brigada de Homicidios de Santiago y a adentrarnos en la subjetividad de la detective Leiva y su perturbadora relación con los crímenes que investiga. 

 

Paula Illabaca, autora de Camino cerrado.

Al abrir las páginas de esta novela, nos asomamos, lectoras y  lectores, a un sumario administrativo por una conducta inapropiada de Leiva y su recuento escabroso y reflexivo, en primera persona, de dos sucesos sangrientos vinculados a la falta que se le imputa: el asesinato de una mujer en un supermercado y la muerte por calcinación de un joven algunos años atrás, acontecimiento a su vez narrado en La regla de los nueve, la primera novela de Paula Ilabaca. Este vínculo entre novelas, esta relación entre precuela y secuela, amplía el carácter espiral de la obra: además de una investigación dentro de otra y de un crimen dentro de otro, nos encontramos frente a un libro dentro de otro libro (y un posible tercero). 

¿Qué lleva a que la mejor detective de la brigada de homicidios, Amparo Leiva, llamada Leiva, a secas, sea objeto de un sumario? La respuesta, y prometo que este será el único spoiler de mi presentación, dice relación con la siguiente frase de la escritora rumano-alemana Herta Müller: “la recolección es nuestra forma de duelo”. ¿Y qué puede recolectar una detective? ¿Qué objetos? ¿Qué recuerdos? ¿Y cuál es la pérdida, el duelo, que la conduce a esa extraña compulsión? 

Aquí debo detenerme en la protagonista y en una de las desobediencias de esta novela policial. Me refiero al desacato de una regla propia del género detectivesco como es ocultarnos quién cometió el crimen. No lo voy a revelar, no se preocupen, solo quiero aclarar que quién cometió el asesinato del supermercado no es particularmente relevante en esta novela. No es eso lo que nos lleva a continuar leyendo, a no poder parar. Paula Ilabaca no pretende regar pruebas equívocas para atraparnos y engañarnos en torno a la pregunta por la autoría. No nos hace parte, o no de manera principal, de esa duda. Y es que es evidente quién cometió el crimen del supermercado por una razón bastante simple: ante un femicidio la respuesta es casi siempre la misma. Y ese hecho, la falta de intriga en torno a la identidad del homicida, es un punto destacable porque cambia el foco del quién al por qué. Un por qué profundamente perturbador no por las causas específicas de ese asesinato en particular sino por sus causas genéricas: porque la violencia contra las mujeres responde a un simple porque sí, porque vivimos en una sociedad donde el asesinato a cuchilladas de una mujer no solo es plausible sino frecuente.

Entonces, ante la  contundencia de esta respuesta y la certeza de la autoría, las preguntas, en este policial desobediente, necesariamente serán otras. Ya no quién es el asesino, sino, ante todo, quién es Amparo Leiva, detective de la brigada de homicidios, y por qué se encuentra dando testimonio, junto a su colega Urquiza, ante una voz inaudible y juzgadora, que propicia estos monólogos y nos hace parte de otra historia: la de la obsesión de una detective por los objetos que orbitan en torno a los crímenes que investiga.

¿Quién es entonces Leiva? Una detective eficaz en su trabajo, respetada y algo temida, solitaria, melancólica, que no cae en la ingenuidad de creerse justiciera ni tampoco en la indolencia ante los crímenes que le toca investigar. Una mujer observadora y reflexiva, entregada a su trabajo, que enfrenta el interrogatorio al que se ve sometida con entereza y aplomo. Una mujer que dice, cito: “he tenido la suerte de que me toquen los casos breves y al mismo tiempo hondos, que no terminan de multiplicarse en su fatalidad”. Esa multiplicación de la fatalidad es lo que parece atraer a Leiva. Una mujer que habla, que narra, sin arrepentirse de lo que la ha llevado a ser el objeto de una investigación. ¿Pero arrepentirse de qué? Este es el spoiler: de robar evidencia. 

Alia Trabucco Zerán, escritora.

¿Qué tipo de compulsión puede llevar a una detective a querer para sí objetos vinculados al crimen? ¿Quién guardaría, como preciados tesoros, piezas de homicidios sangrientos? ¿Qué tipo de coleccionista es aquella que recoge objetos prohibidos y los guarda en su propia casa? Y, por último, ¿qué dicen esos materiales robados de su sitio de origen, es decir, de la escena del crimen, y qué dicen de la mujer que los colecciona? La destreza de Paula Ilabaca es ponernos ante un personaje completamente verosímil, cuya compulsión recolectora no solo resulta coherente sino comprensible, no solo normal sino excusable. “Dicen que puedo conectarme con lo que ha ocurrido en el sitio del suceso”, confiesa Leiva, casi a modo de justificación. Y así nos pone, simultáneamente, en su piel y en el suceso del crimen. Ese es uno de los logros de esta novela: presentar el arco afectivo de una detective inmersa en un mundo arquetípicamente masculino, en una violencia masculina, y que encuentra, en la recolección, y esta es solo una hipótesis, su propia forma de duelo ante esa violencia. 

Esa violencia, en esta novela, lejos de ser banalizada o sentimentalizada, es presentada de manera forense y crítica por el propio relato de Leiva. Hay un femicidio, así es. Hay sangre. Hay cuchilladas. Están, por escrito, las palabras “pasión” y “amor”. En un brillante juego de elipsis están también los mensajes de texto entre los amantes, su tensión amorosa y la revelación de una violencia sexual no consentida. Y, sin embargo, el sensacionalismo del llamado “crimen pasional” queda hábilmente soslayado gracias al tono sereno, casi dolido, de la propia detective que entiende que ese femicidio, como otros, no es un crimen pasional sino el resultado de lo que ella misma llama, no sin algo de rabia, una “historia de sumisión”.

Camino cerrado es una novela-espiral que nos va absorbiendo, en cada nuevo giro, hasta dejarnos al fondo de una trama siniestra y extraña. Es un libro que nos enfrenta a personajes cuya vida cotidiana gira en torno a los actos más abyectos, confrontándonos, así, con ciertas zonas opacas de lo humano. Pero más atrapante aún que el crimen, y esto lo sabe su autora, más hipnótico que la sangre o las cuchilladas, que el hombre calcinado que reaparece, es entender, a fondo, a aquellos cuyas vidas giran en torno a la criminalidad. Y una detective como Leiva, que habita un mundo de asesinatos y evidencias, un mundo de violencia “porque sí”, como el que también nosotras habitamos, nos abre a ese saber. 

Emparentada con obras como Las muertas, del mexicano Jorge Ibargüengoitia, donde los testimonios ofrecen retazos de ese paisaje desolado que vemos casi a diario en los noticiarios, Camino cerrado nos impide el gesto que tantas veces realizamos ante esas noticias: desviar la mirada. Se trata de una novela donde, como señala Leiva, “nos perdemos en las palabras de otro”. Un otro que tal vez nos cruzamos en la calle, que vemos en el metro, que puede ser nuestro vecino. Un otro que acuchilla, un otro que quema, un otro que miente. Y también, por cierto, nos enfrentamos a una detective que los observa, los coteja, los conoce y hurta evidencias de sus actos más brutales para, tal vez, completar otro puzle: el de la identidad de una mujer que intenta navegar ese mundo de violencias.