Leonid Nikoláievich Andréiev, escritor y dramaturgo que revolucionó la literatura rusa con sus obras innovadoras y emocionantes.

 

De un modo absolutamente conmovedor, la escritura de Andréiev asume como motivación central la reflexión sobre el alma humana frente a las vicisitudes de la existencia. Los demás relatos que acompañan este texto no se apartan de dicha preocupación: siempre en un tono de búsqueda afanosa e inquietante, con perspicacia penetra en los intersticios más recónditos de nuestra psicología, preguntándose por el sentido de la vida, la muerte, el deseo, la libertad. 

Se reconoce en Andréiev como el heredero directo de la tradición de Dostoievski, con su penetrante visión de las profundidades del alma humana, sobre todo en sus regiones más viles y recónditas. Algunos dramas de Andréiev, alcanzan una gran fuerza trágica y emocional.

La crítica ha señalado que la obra literaria de Leonid Nikoláievich Andréiev puede considerarse como una de las manifestaciones culturales más originales y controvertidas de la Rusia de comienzos del siglo XX. El periplo vital del autor, 1871-1919, aparece condicionado por el contexto histórico en uno de los períodos más violentos y convulsos experimentados por Europa, culminado por la Primera Guerra Mundial y por lo que se conoce en Rusia como “Gran Revolución de Octubre”. En las obras de Andréiev, al igual que en las de muchos de los escritores contemporáneos, como Joyce, Proust, o Kafka, se reflejan la agonía y la muerte del viejo orden mundial y los problemas derivados de la transición a un mundo nuevo e incierto.

Libro Relato sobre los siete ahorcados y otros cuentos.

Relato sobre los siete ahorcados y otros cuentos

En esta novela, según muchos la más importante en el conjunto de su obra, Andréiev compone una crónica monumental sobre la naturaleza humana a partir de las tragedias individuales de un grupo de condenados a muerte y en el contexto algo más lejano, pero siempre dominante, de un rústico régimen que castiga todo empeño por la libertad, ya sea que esta tome la forma de la redención subjetiva o del ansia de liberación social.

Todos los arrestados eran muy jóvenes: el mayor de los hombres tenía veintiocho años, la menor de las mujeres apenas diecinueve.
Los juzgaron en la misma fortaleza en la que los recluyeron tras el arresto; los juzgaron rápido y en secreto, como solía hacerse en aquellos tiempos despiadados.

Dueño de una mirada aguda, Andréiev penetra en el universo sicológico de cada uno de esos siete condenados, que despliegan en su hora final sorprendentes, o inesperadas, o a veces mudas arengas en pos del sentido. ¿Hasta dónde llega la rebeldía? ¿Puede acaso haber alegría más allá de la incontenible marcha al poderoso cadalso? ¿Qué significan los últimos gestos de dignidad en la perspectiva del inexorable final? ¿Qué son el amor, el miedo, la fraternidad o el abandono cuando sabemos que hay todavía un valor humano por conjugar? ¿Qué existe después de todo ello?


Además de Relato sobre los siete ahorcados, el presente volumen incluye La Risa Roja y El angelito. En ellos, con su sencillez magistral de sabio observador, Andréiev apela a los misterios y simbolismos de lo antiguo y a las certezas de lo moderno para retratar con implacable crudeza la miseria social que se despliega en estas historias en forma conmovedora e inolvidable.

El angelito I

A veces Sashka quería dejar de hacer lo que se llama vida: no lavarse en la mañana con agua fría, en la que flotan finas capas de hielo, no ir a la escuela, no escuchar cómo allí todos lo insultan y no sentir dolor en la cintura y en todo el cuerpo cuando la madre lo deja toda la noche de rodillas. Pero como tenía trece años y no conocía todos los medios que utiliza la gente para dejar de vivir cuando así lo desean, siguió yendo a la escuela y permaneciendo de rodillas y le parecía que la vida nunca acabaría. Pasaría un año, luego otro, luego otro, y él iría a la escuela y permanecería en casa de rodillas. Y como Sashka tenía un alma indómita y audaz, no se avenía con calma a ese mal y se vengaba de la vida. Con ese objetivo golpeaba a los compañeros, era insolente con las autoridades, destrozaba los manuales y todo el día mentía, ora a los maestros, ora a la madre; al único a quien no mentía era al padre. Cuando en alguna pelea le lastimaban la nariz, él se la arañaba aún más a propósito y chillaba sin lágrimas, pero tan fuerte que todos sentían una sensación desagradable, fruncían el ceño y se tapaban los oídos. Tras gritar cuanto consideraba necesario, de golpe se callaba, sacaba la lengua y dibujaba en su cuadernito negro una caricatura de sí mismo chillando, del preceptor tapándose los oídos y de su vencedor temblando de miedo. Todo el cuadernito estaba lleno de caricaturas, y la que más se repetía era esta: una mujer gorda y petisa golpeando con un palo de amasar a un niño flaco como un fósforo. Debajo, con letras grandes y desparejas se leía en negro: «Pide perdón, perro», y la respuesta: «No lo pediré aunque me revientes». Antes de Navidad a Sashka lo expulsaron de la escuela y cuando la madre empezó a golpearlo él le mordió un dedo. Aquello le dio libertad y dejó de lavarse en la mañana; correteaba el día entero con los chicos y les pegaba, y lo único que temía era el hambre, puesto que su madre había dejado por completo de alimentarlo y sólo el padre escondía para él algo de pan y de papa. En esas condiciones, Sashka estimó posible la existencia.

Un viernes, en víspera de Navidad, Sashka jugó con los chicos hasta que cada uno se fue a su casa y chirrió la helada y oxidada puertecilla a espaldas del último de ellos. Ya oscurecía y desde el campo, donde desembocaba el callejón sin salida, se cernía una niebla gris, de nieve; en la baja y negra construcción que atravesaba la calle, a la salida, se encendió una lucecita rojiza, inmóvil. La helada recrudecía, y, cuando Sashka pasaba bajo el círculo de luz que formaba el farol, vio menudos y secos copos de nieve flotando en el aire. Había que regresar a casa.

- ¿Dónde has trasnochado, perro? -le gritó la madre agitando el puño, pero sin pegarle. Las mangas recogidas permitían ver sus brazos blancos y gruesos, y en su cara, sin cejas y plana, asomaban gotas de sudor. Cuando Sashka pasó junto a ella sintió el conocido olor a vodka. La madre se rascó la cabeza con su grueso dedo índice, de uña corta y sucia, y, como no tenía tiempo para regañarlo, se limitó a escupir y gritar:

- ¡Estadísticos, eso es lo que son!

Sashka frunció despectivo la nariz y fue tras el tabique, donde se oía la pesada respiración del padre, Iván Sávvich. Siempre tenía frío, y trataba de entrar en calor sentado sobre el banco de piedra contiguo a la estufa, con las palmas de la mano bajo su cuerpo y vueltas hacia arriba.

- ¡Sashka! Los Sviéchnikov te invitaron al árbol de Navidad. Vino la criada -susurró.

- ¿No mientes? -preguntó con desconfianza Sashka.

-Juro que no. Esa bruja no te dice nada a propósito, pero ya te ha preparado la chaqueta.

- ¿No mientes? -preguntó Sashka, cada vez más asombrado.

Los ricos Sviéchnikov, que lo habían ingresado en la escuela, no le permitían entrar en su casa luego de su expulsión. El padre volvió a jurárselo y Sashka quedó pensativo.

- ¡A ver, apártate, ocupas todo el asiento! - le dijo al padre, saltando sobre el banquito y añadió: No iré a casa de esos demonios. Se pondrán aún más gordos si aparezco por allí. «El niño descarriado» -dijo arrastrando las palabras con voz gangosa-. Como si ellos fueran buenos, esos Antipas gordinflones.

- ¡Ay, Sashka, Sashka! - se encogió de frío el padre-, Eres un caso perdido.

- ¿Y tú? -replicó Sashka groseramente-. Harías bien en callarte, que le temes a una mujer. ¡Papanatas!

El padre callaba y se encogía. Una luz tenue se filtraba a través de la amplia rendija superior, donde al tabique le faltaba un cuarto para llegar al techo y como mancha luminosa se depositaba sobre su alta frente, bajo la cual negreaban las profundas cuencas de sus ojos. En otros tiempos, Iván Sávvich había sido muy afecto al vodka y entonces su esposa le temía y lo odiaba. Pero cuando empezó a escupir sangre y no pudo beber más, comenzó a beber ella y poco a poco se fue acostumbrando al vodka. Y entonces ella se cobró todo lo que había tenido que sufrir de aquel hombre alto y de pecho estrecho que decía palabras incomprensibles, había perdido el trabajo con su rebeldía y borrachera y llevaba a su casa a unos melenudos tan bribones y altaneros como él. Al contrario del marido, ella sanaba a medida que bebía y sus puños se volvían más fuertes. Ahora decía lo que quería, ahora llevaba a su casa a los hombres y mujeres que quería y con ellos cantaba a los gritos alegres canciones. Y él yacía tras el tabique, taciturno, encogiéndose por los constantes escalofríos y pensando en la injusticia y horror de la vida humana. Y con cualquiera que hablara la esposa de Iván Sávvich, siempre se quejaba de que en el mundo sus peores enemigos eran el marido y el hijo: ambos eran unos altaneros y estadísticos.

Una hora después la madre le dijo a Sashka:

- ¡Pues yo te digo que irás! -y Feoktista Petrovna acompañaba cada palabra con un puñetazo en la mesa, sobre la cual los vasos lavados saltaban y tintineaban uno contra el otro.

- ¡Pues yo te digo que no iré! -respondía indiferente Sashka y las comisuras de los labios se le crispaban del deseo de enseñar los dientes. En la escuela esa costumbre le valió el apodo de lobito.

- ¡Te zurraré! ¡Oh, cómo te zurraré! -gritaba la madre.

- ¿Y qué? ¡Zúrrame!

Feoktista Petrovna sabía que golpear al hijo, que ahora mordía, ya no era posible y si lo echaba a la calle se pondría a corretear y preferiría congelarse antes que ir a casa de los Sviéchnikov; por eso recurrió a la autoridad del marido.

-Y todavía se llama padre: no puede proteger a su esposa de los agravios.

-Es verdad, Sashka, ve. ¿Por qué te andas con remilgos? - respondió aquel desde el banco-. A lo mejor te hacen ingresar de nuevo. Son buena gente.

Sashka esbozó una sonrisa maliciosa y ofensiva. El padre, hacía mucho, antes del nacimiento de Sashka, había sido preceptor en casa de los Sviéchnikov, y desde entonces estaba convencido de que eran gente de lo más buena. Por aquel entonces trabajaba en el servicio de estadísticas del distrito y no bebía nada. Se separó de ellos cuando se casó con la hija de su patrona, que había quedado embarazada de él; comenzó a beber y se degradó a tal punto que lo levantaban borracho en la calle y lo llevaban a la comisaría. Pero los Sviéchnikov siguieron ayudándolo con dinero y Feoktista Petrovna, aunque los odiaba, al igual que a los libros y a todo lo que tuviera relación con el pasado de su marido, valoraba la relación y se jactaba de ella.

-A lo mejor me traes también a mí algo del árbol -continuó el padre.

Recurría a la astucia; Sashka se daba cuenta y despreciaba al padre por su debilidad y falta de sinceridad, pero en efecto deseaba traer algo a aquel hombre enfermo y lamentable. Ya hacía tiempo que no tenía buen tabaco.

- ¡Bueno, está bien! -rezongó-. Dame la chaqueta. ¿Le has cosido los botones? ¡Porque te conozco bien!