Hij@s del horror
Hoy Día de las Infancias, a 50 años del golpe que quebró sus biografías, miramos hacia testimonios en primera persona de niñas, niños y adolescentes, cuyas voces fueron ignoradas por décadas. (Introducción al libro "50 años, 50 historias. L@s niñ@s y adolescentes de la dictadura" de Manuel Délano, Fabiana Rodríguez-Pastene, Karen Trajtemberg)
"Durante la dictadura cívico-militar que rigió al país entre 1973 y 1990 se cometieron sistemáticas violaciones a los derechos humanos, crímenes de lesa humanidad que tuvieron como objeto aniquilar la oposición al régimen tiránico del general Augusto Pinochet Ugarte.
Sin embargo, la maquinaria de horror en la que se convirtieron las Fuerzas Armadas y de Orden, junto a sus aparatos represivos como la DINA primero y la CNI después, extendieron los tentáculos del espanto a gran parte de la población civil, no necesariamente vinculada a partidos de oposición o a organizaciones que resistieran, buscando infundir miedo en un país que era hasta el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 una de las democracias más longevas de nuestro continente.
La memoria –siempre necesaria, siempre insuficiente– ha sido fructífera a la hora de narrar las atrocidades sufridas por hombres y mujeres de nuestro país a manos de los verdugos de la dictadura. Ejecuciones, desapariciones, torturas y exilio afectaron a compatriotas y extranjeros avecindados en esta larga, angosta y, por esos años, ensangrentada franja de tierra que fue Chile. Todo aquello quedó documentado con la limitada pero valiosa información recopilada en dictadura, y que los gobiernos posteriores pudieron obtener tras el retorno a una democracia con demasiados resabios de esos años oscuros y en medio del pacto de silencio de las FF.AA.
El Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (Informe Rettig) fue pionero en dar a conocer una parte de lo que había sucedido con los ejecutados políticos y detenidos desaparecidos. Luego vino la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (Comisión Valech), donde se reconoció por primera vez a quienes habían sido presos o torturados políticos, pero que no necesariamente habían muerto. Hasta ese momento, no se estaba al tanto de sus identidades ni tampoco el Estado había generado reparación alguna, ni simbólica ni práctica, para ellos y ellas. En 2011 se presentó un segundo informe, que finalmente registró un total de 40.018 víctimas, de las cuales más de tres mil fueron ejecutadas o continúan desaparecidas.
Pero en una sociedad, y acaso una cultura, demasiado adultocéntrica, pocas son las miradas que se han dirigido a rescatar los relatos de las víctimas vicarias, que, precisamente, fueron las más inocentes e indefensas ante el horror: los niños, niñas y adolescentes de la dictadura. Aquellas vidas que apenas se asomaban al mundo o que empezaban a florecer en su juventud, y que debieron crecer rodeadas de muerte y miedo. Esas historias que vieron fracturadas sus niñeces demasiado temprano y que pasaron, rápida y forzadamente, de la inocencia infantil a los cuentos de terror, sin terminar de entender del todo por qué o cómo la institucionalidad que debía protegerlos –e incluso, atesorarlos– les dio vuelta la espalda.
Cincuenta años después de que la Junta Militar se instalara con bombardeo, metralla y asesinatos, algunas de esas entonces pequeñas víctimas –hoy adultas– nos confiaron sus vivencias, recopiladas en este libro. Gran parte de los 50 testimonios que aquí se presentan, están teñidos de esas inocencias traicionadas o de los sueños truncados de lograr una sociedad mejor.
Niñ@s que crecieron muy pronto, algunos escondidos bajo la cama mientras, casi cotidianamente, allanaban sus hogares. Otros asumiendo el rol del padre o la madre ausente, o incluso la carencia de ambos progenitores arrebatados por la dictadura. Varios en peregrinaciones eternas y angustiantes, entre centros de detención, hospitales, comisarías, tribunales, algunos de estos últimos incluso internacionales. No pocos partiendo de cero, en un lugar lejano, a veces inhóspito, con un idioma distinto, lejos de familia y amigos, exiliados de su patria y desterrados de sus vidas … Y la inmensa mayoría con culpa, incertidumbre y mucho dolor. Pese a eso, si una palabra que cruza la totalidad de los relatos que componen este texto es la resiliencia, término que se define como la “capacidad que tiene una persona para superar circunstancias traumáticas”. Sí, porque los entrevistados que nutren estas páginas son eso: sobrevivientes. Y lo fueron siendo niños, niñas y adolescentes; héroes y heroínas a menudo anónimos, que le torcieron la mano a un destino sin tener las herramientas o las certezas que se nos regalan solo con la experiencia y la edad. Algunos de ellos atraviesan, hasta hoy, las fracturas emocionales que les heredaron sus singulares infancias y adolescencias. Y, a pesar de ello, se rehúsan a ser considerados víctimas, a suscitar en otros pena o compasión. “Es lo que me tocó vivir” fue una sentencia que cruzó –con matices– gran parte de las entrevistas.
Las vivencias son diversas y los sentimientos absolutamente personales. Pero hay frases que se repiten en varios testimonios. No podría ser de otra forma, finalmente, tod@s miraban el mundo desde su frágil niñez y una acotada experiencia respecto a la forma de operar de los adultos; adultos que no pocas veces se convirtieron en los monstruos de sus peores pesadillas infantiles. Fueron niñ@s y adolescentes de guerra, asumiendo roles que ni siquiera terminaban de comprender; que apenas llegaban a los muebles en puntas de pies, pero que –irónicamente– no tenían adultos que los guiaran, pues ellos, los “grandes”, estaban gestionando la urgencia de encontrar a sus familiares. Ojalá vivos.
Por lo mismo, eran niñ@s que tenían su propia organización paralela con amigos y amigas, una suerte de “correo de las brujas” que les permitía enterarse de lo que muchas veces sus padres no podían –o preferían– no contarles. Grupos de “colaboradores pequeñitos”, que compartían la falta de papás, mamás o de ambos progenitores; y que encontraron en esa hermandad que solo otorga el dolor compartido, una nueva familia. Adolescentes que se atrevieron a organizarse para recuperar las certezas, los parientes, las vidas y la democracia que la dictadura les había arrebatado, para oponerse al nuevo orden político, económico, social y cultural cuyos cimientos se estructuraron sobre el sufrimiento de las víctimas.
Pero, a pesar de su valentía, fueron considerados por el Estado de Chile como ciudadanos de segunda clase. La violencia ejercida contra los menores de edad en dictadura es una asignatura todavía pendiente en nuestro país, por cuanto se les tomó por testigos y no como víctimas directas de las violaciones a los derechos humanos.
Este texto pretende rescatar sus voces del silencio de décadas. A 50 años del golpe que quebró sus biografías, 50 testimonios vienen a advertirnos que ningún ejercicio de recuerdo es baladí; que entonces no los vimos, pero que ahora los visibilizamos y arropamos con amor sus memorias. Para que nunca más en nuestro país, un niño, una niña o adolescente tenga que pasar por lo que ellos y miles más vivieron.
A cada uno, a cada una, nuestro más sincero y pleno agradecimiento. En el ejercicio de revivir, hay catarsis, dolor a través de una revictimización que es inherente al momento evocado; y, sin embargo, también hay mucha luz y esperanza. Gracias especiales, entonces, a quienes confiaron en nosotros: Mario Aguilera Arellano, Silvia Aguilera Morales, Macarena Aguiló Marchi, Mauricio Ahumada Pardo, Camila Andreani Andreani, Paz Aros Souyris, Nibaldo Barrera Barrera, César Cabrera Álvarez, Aminie Calderón Tapia, Natalia Chanfreau Hennings, Lilia Concha Bascuñán, María Paz Concha Traverso, Paulina Costa Maluk, Carlos Cuadrado Prats, Rubén Díaz Narbona, Lorena Díaz Ramírez, Victoria Fariña Concha, Jessica Figueroa Jorquera, Amparo Gaete Becerra, Alejandro Garcés Durán, Alfredo García Vera, Claudia Godoy González, Manuel Guerrero Antequera, Rosa Gutiérrez Silva, Tucapel Jiménez Fuentes, Camila Krauss Ruz, Emilia Kruteler Soldán, Ricardo Lagos Weber, Rosa María Lizama Barrientos, Juan Luis Maureira Muñoz, Carlos Mellado Reyes, Romanina Morales Baltra, Claudio Mardones Fernández, Alejandro Olate Levet, Dino Pancani Corvalán, Carla Pellegrin Friedmann, Zabrina Pérez Allende, María Pizarro Eppelin, Lorena Pizarro Sierra, Pablo Policzer Boisier, Ximena Rodríguez Silva, Marina Rubilar Montecinos, Rosa Silva Álvarez, Carolina Tohá Morales, Marta Valdés Recabarren, Alejandro Vega Cacabelos, Pablo Villagra Peñailillo, Libertad Weibel Guerrero, María Begoña Yarza Sáez y Eduardo Ziede Martínez.
Vaya para ellas y ellos también nuestra convicción y compromiso, como autores y periodistas, de entender y preservar siempre en alto un concepto esencial: la memoria es un músculo que hay que ejercitar, sobre todo en los momentos más traumáticos de nuestra sociedad, precisamente para que no se repitan las atrocidades de la dictadura de Pinochet. La memoria, por tanto, constituye un ejercicio indispensable, una obligación del presente.
No podemos terminar estas líneas sin un agradecimiento enorme de estos tres pirquineros de la memoria a nuestra colaboradora y ayuda esencial: la productora de las páginas que tienen entre sus manos, Sara Sorza Molina. Sin su paciencia, entrega y espíritu inquebrantable, nada de esto habría sido posible.
Igualmente queremos reconocer el entusiasmo y el compromiso con que LOM ediciones acogió este proyecto desde sus inicios, para hacerlo posible en la conmemoración de los 50 años del golpe cívico-militar, cuyas heridas siguen abiertas a pesar del medio siglo transcurrido.
Manuel Délano
Fabiana Rodríguez-Pastene
Karen Trajtemberg