Varas, por Ramón Díaz Eterovic
Como esas cosas que ordena el azar, el mismo día que me pidieron escribir unas líneas en recuerdo de José Miguel Varas, releía Historias de risas y lágrimas, publicación de la editorial Quimantú de 1973 que reunía a cuatro autores que para entonces tenían en común ser periodistas y autores de una obra literaria que se abría camino en la atención de los lectores y la crítica especializada: Alfonso Alcalde, Nicolás Ferraro, Franklin Quevedo y José Miguel Varas. De Varas se incluían tres cuentos notables que, leídos casi cincuenta años después, siguen conservando su atractivo e interés: La Denuncia, El campamento y Exclusivo. En los tres cuentos destaca la vitalidad y certera construcción de sus personajes y anécdotas.
Leo y sigo la obra de Varas desde algunas lejanas tardes magallánicas en la que llegaron a mis manos ejemplares de Lugares Comunes, Sucede y Chacón. Desconocía que Varas había vivido en Punta Arenas, ejerciendo su oficio de periodista en una radio local, pero sus historias quedaron bien grabadas en mi memoria, y su nombre asociado al de los escritores que uno se propone seguir leyendo. Después vino el golpe militar del año 1973. José Miguel Varas pasó a ser una de las voces que desde la distancia radial entregaban un rayo de esperanza para muchos de los que sufrían atropellos en nuestro país. De sus nuevas obras literarias poco se sabía, pero entre algunos jóvenes escritores de entonces era un nombre que circulaba y recomendaba, porque persistía el buen recuerdo de sus primeros cuentos. Años más tarde, con su regreso a Chile, supimos que volvía con varios textos bajo el brazo y dispuesto a desarrollar una contundente obra narrativa. Conocimos novelas como El correo de Bagdad, sus relatos de Las Pantuflas de Stalin, sus cuentos de Exclusivo, sus enjundiosos acercamientos a la vida de Neruda en libros como Neruda clandestino. Leer esos y otros libros fue un grato reencuentro con un autor que, sin aspavientos, con la sobriedad que lo caracterizaba hacía un aporte esencial a la narrativa chilena, como a poco andar, quedó demostrado, con la publicación de La novela de Galvarino y Elena, Milico, Los sueños del pintor, y sus Cuentos Completos, un verdadero homenaje al arte de narrar.
Recuerdo a Varas con una seriedad que a primera vista resultaba intimidante, pero que segundos después él quebraba con alguna oportuna observación humorística. Tengo la impresión de que le costaba entablar una conversación cuando enfrentaba a alguien poco conocido, pero que luego podía convertir su charla en un brillante juego de anécdotas, recuerdos y conocimientos de todo tipo. Un día, el editor Carlos Orellana nos invitó a almorzar y llegó a la cita con atraso. Se sentó y miró su reloj. Menos mal que me atrasé sólo cinco minutos, porque ustedes son capaces de estar media hora frente a frente y sin decir una palabra -dijo Orellana y enseguida respiró aliviado.
Lo que se puede decir de la narrativa de Varas ha sido de sobra destacado por la crítica durante los últimos años. Su mirada aguda y cálida para recrear un universo de personajes y situaciones que nos hablan de la vida cotidiana, su notable humor, el rigor para crear texto en los que cada palabra tiene su lugar exacto para describir a un personaje o recrear un diálogo. Su humanidad para hacer de lo más mínimo una pieza literaria significativa, a la manera de los grandes cuentistas. Varas perfectamente puede ser nuestro Chejov, por su capacidad para observar los esencial de la vida cotidiana, y por su don de crear historias a partir de un hecho aparentemente mínimo. La obra de Varas está unida a la mejor tradición de nuestra literatura social, que se potencia a través de su mirada profunda y sensible, hasta alcanzar una estatura propia, renovada y lúcida, presente hasta en sus textos más urgentes, como los que escribiera durante más de un año para el desaparecido diario La Época. Con absoluta justicia recibió el Premio Nacional de Literatura y estoy seguro de que su obra seguirá viva y vigente mientras existan lectores informados y sensibles.